Leo y me adormezco, y es como entre sueños como sigo la descripción de las figuras retóricas del Padre Figueiredo, y es por bosques encantados por donde oigo al Padre Freiré enseñar que se debe decir Magdalena, pues Madalena sólo lo dice el vulgo.

16

He meditado hoy, en un intervalo de sentir, en la forma de prosa que uso. En verdad, ¿cómo escribo? He tenido, como todos han tenido, el deseo pervertido de querer tener un sistema y una norma. Es cierto que he escrito antes de la norma y del sistema; en esto, por tanto, no soy diferente de los demás.

Analizándome esta tarde, descubro que mi sistema de estilo se asienta en dos principios, e inmediatamente, y con la buena manera de los buenos clásicos, erijo estos dos principios en fundamentos generales de todo estilo: decir lo que se siente exactamente como se siente ―claramente, si es claro; oscuramente, si es oscuro; confusamente, si es confuso―; comprender que la gramática es un instrumento, y no una ley.

Supongamos que veo ante nosotros una muchacha de modales masculinos. Un ente humano vulgar dirá de ella, «Esa muchacha parece un muchacho». Otro ente humano y vulgar, ya más cerca de la conciencia de que hablar es decir, dirá de ella «Esa muchacha es un muchacho». Otro igualmente consciente de los deberes de la expresión, pero más animado por el afecto de la concisión, que es la lujuria del pensamiento, dirá de ella «Ese muchacho». Yo diré «Esa muchacho», violando la más elemental de las reglas gramaticales, que manda que haya concordancia de género, como de número, entre la voz substantiva y la adjetiva. Y habré dicho bien: habré hablado en términos absolutos, fotográficamente, fuera de la vulgaridad, de la norma, y de la cotidianeidad. No habré hablado: habré dicho.

‹p›La gramática, al definir el uso, hace divisiones legítimas y falsas. Divide, por ejemplo, los verbos en transitivos e intransitivos; sin embargo, el nombre de saber decir tiene muchas veces que convertir un verbo transitivo en intransitivo para fotografiar lo que siente, y no para, como el común de los animales hombres, el ver a oscuras. Si quiero decir que existo, diré «Soy». Si quiero decir que existo como alma separada, diré «Soy yo». Pero si quiero decir que existo como entidad que a sí misma se dirige y forma, que ejerce junto a sí misma la función divina de crearse, ¿cómo he de emplear el verbo «ser» sino convirtiéndolo súbitamente en transitivo? Y entonces, triunfalmente, antigramaticalmente supremo, diré «Me soy». Habré dicho una filosofía en dos palabras pequeñas. ¿Cuan preferible no es esto a no decir nada en cuarenta frases? /¿Qué más se puede exigir de la filosofía y de la dicción?/

Obedezca a la gramática quien no sabe pensar lo que siente. Sírvase de ella quien sabe mandar en sus expresiones. Cuéntase de Segismundo, Rey de Roma [54], que, habiendo, en un discurso público, cometido un error gramatical, respondió a quien le habló de él, «Soy Rey de Roma, y además de la gramática». Y la historia narra que fue conocido en ella como Segismundo «super-grammaticam». ¡Maravilloso símbolo! Cada hombre que sabe decir lo que dice es, a su manera, Rey de Roma. El título es regio y la razón del título es serse [55].

17

Desde que las últimas lluvias han dejado el cielo y se han quedado en la tierra ―cielo limpio, tierra húmeda y brillante― la claridad mayor de la vida que como el azul ha vuelto a lo alto, y en la frescura de haber habido agua se ha alegrado abajo, ha dejado un cielo propio en las almas, una frescura suya en los corazones.

Somos, por poco que lo queramos, siervos del tiempo y de sus colores y formas, súbditos del cielo y de la tierra. Aquel de nosotros que más se embreñe en sí mismo, despreciando lo que le rodea, ese mismo no se embreña por los mismos caminos cuando llueve que cuando el cielo está sereno. Oscuras transmutaciones, sentidas tal vez sólo en lo íntimo de los sentimientos abstractos, se producen porque llueve o porque ha dejado de llover, se sienten sin que se sientan porque, sin sentir, se ha sentido al tiempo. Cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una prolijidad de sí mismos. Por eso, aquel que desprecia al ambiente no es el mismo que por él se alegra o padece. En la vasta colonia de nuestro ser hay gente de muchas especies, pensando y sintiendo de manera diferente. En este mismo momento, en que escribo, en un intervalo legítimo del hoy escaso trabajo, estas pocas palabras de impresión, soy yo quien las escribe atentamente, soy yo el que está contento de no tener que trabajar en este momento, soy yo el que está viendo el cielo allá fuera, invisible desde aquí, soy yo el que está pensando todo esto, soy yo el que siente al cuerpo contento y a las manos vagamente frías. Y todo este mundo mío de gente ajena entre sí proyecta, como una multitud diversa pero compacta, una sombra única ―este cuerpo quieto y escribiente con que me reclino, de pie, contra el escritorio alto de Borges, donde he venido a buscar mi secante, que le había prestado.

30-12-1932.

18

Todo se me evapora. Mi vida entera, mis recuerdos, mi imaginación y lo que contiene, mi personalidad, todo se me evapora. Continuamente siento que he sido otro, que he sentido otro, que he pensado otro.