Nadie estaba siendo quien era, y el patrón Vasques apareció a la puerta del despacho para pensar en decir algo. Moreira sonrió, teniendo todavía en los alrededores de la cara la amarillez del miedo súbito. Y su sonrisa decía que sin duda el trueno siguiente debería sonar más lejos. Un coche rápido estorbó alto los ruidos de la calle. Involuntariamente, el teléfono tiritó. El patrón Vasques, en vez de retroceder hacia la oficina, avanzó hacia el aparato de la habitación grande. Se produjo un reposo y un silencio y la lluvia caía como una pesadilla. El patrón Vasques se olvidó del teléfono, que no había sonado más. El mancebo se movió, al fondo de la casa, como una cosa incómoda.
Una alegría grande, llena de reposo y de liberación, nos desconcertó a todos. Trabajamos medio aturdidos, agradables, sociables con una profusión natural. El mancebo, sin que nadie se lo dijese, abrió las ventanas de par en par. Un olor a cosa fresca entró, con el aire de agua, por la habitación grande. La lluvia, ya leve, caía humildemente. Los ruidos de la calle, que seguían siendo los mismos, eran diferentes. Se oía la voz de los carreteros, y eran gente de verdad. Nítidamente, en la calle de al lado, las campanillas de los tranvías mostraban cierta sociabilidad con nosotros. Una carcajada de niño desierto [94] hizo de canario en la atmósfera limpia. La lluvia leve decreció.
Eran las seis. Se cerraba la oficina. El patrón Vasques dijo, con la antepuerta entreabierta, «Pueden salir», y lo dijo como una bendición comercial. Me levanté en seguida, cerré el libro y lo guardé. Puse el portaplumas, visiblemente, en la depresión del tintero y, avanzando hacia Moreira, le dije «hasta mañana» lleno de esperanza, y le estreché la mano como después de un gran favor.
46
Cuando otra virtud no haya en mí, hay por lo menos la de la perpetua novedad de la sensación libre.
Bajando hoy por la Calle Nueva de Almada [95], me fijé de repente en la espalda del hombre que bajaba delante de mí. Era la espalda vulgar de un hombre cualquiera, la chaqueta de un traje modesto en una espalda de transeúnte ocasional. Llevaba una cartera vieja bajo el brazo izquierdo, y ponía en el suelo, al ritmo de ir andando, un paraguas cerrado, que cogía por el puño con la mano derecha.
Sentí de repente por aquel hombre algo parecido a la ternura. Sentí en él la ternura que se siente por la común vulgaridad humana, por lo trivial cotidiano del cabeza de familia que va a trabajar, por su hogar humilde y alegre, por los placeres alegres y tristes de que forzosamente se compone su vida, por la inocencia de vivir sin analizar, por la naturaleza animal de aquella espalda vestida.
Volví los ojos a la espalda del hombre, ventana por la que vi estos pensamientos.
La sensación era exactamente idéntica a la que nos asalta ante alguien que duerme. Todo lo que duerme es niño de nuevo. Tal vez porque en el sueño no se puede hacer mal, y no se da cuenta de la vida, el mayor criminal, el más redomado egoísta es sagrado, por una magia natural, mientras duerme. Entre matar a quien duerme y matar a un niño no conozco diferencia que se sienta.
Ahora duerme la espalda de este hombre. Todo él, que camina delante de mí con pasos iguales a los míos, duerme.
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