Todo me abofetea y escarnece. Y a veces, en pleno en medio de la calle ―inobservado, al final—, me paro, dudo, busco algo así como una súbita nueva dimensión, una puerta hacia el interior del espacio, donde huir sin demora de mi conciencia de los demás, de mi intuición demasiado objetivada de la realidad de las vivas almas ajenas.

¿Será que mi costumbre de colocarme en el alma de los demás me lleva a verme como me ven los demás, o me verían si se fijasen en mí? Sí. Y una vez que me doy cuenta de cómo sentirían respecto a mí si me conociesen, es como si lo sintiesen de verdad, lo estuviesen sintiendo, y sintiéndolo, expresándolo en aquel momento. Convivir con los otros es una tortura para mí. Y tengo a los otros en mí. Incluso lejos de ellos, estoy forzado a su convivencia. Solo, me rodean multitudes. No tengo hacia dónde huir, a no ser que huya de mí.

¡Oh grandes montes al crepúsculo, calles casi estrechas a la luz de la luna, tener vuestra inconsciencia de las (...) vuestra espiritualidad de Materia sólo, sin criterio, sin sensibilidad, sin dónde poner sentimientos ni pensamientos, ni desasosiegos espirituales! ¡Árboles tan sólo árboles con una verdura tan agradable a los ojos, tan exterior a mis cuidados y a mis penas, tan consoladora para mis angustias porque no tenéis ojos con que mirarlas ni alma que, mirable por esos ojos, puedan no comprenderlas y burlarse de ellas! ¡Piedras del camino, troncos /mutilados/, mera tierra anónima del suelo de todas partes, hermana mía porque vuestra insensibilidad ante mi alma es una caricia y un reposo [...] al sol o bajo la luna de la Tierra, mi madre, tan enternecidamente madre mía, porque ni siquiera puedes criticarme, como puede mi propia madre humana, porque no tienes alma con que, sin pensar en eso, analizarme, ni rápidas miradas que traigan pensamientos de mí que ni a ti misma te confieses. Mar enorme, mi ruidoso compañero de la infancia, que me descansas y me arrullas, porque tu voz no es humana y no puede un día citar en voz baja a oídos humanos mis flaquezas, y mis imperfecciones. Cielo vasto, cielo azul, cielo cercano al misterio de los ángeles [...] (...) tú no me miras con ojos verdes, tú, si te pones el sol al pecho, no lo haces para atraerme, ni si te (...) de estrellas la antehaces para desdeñarme... Paz inmensa de la Naturaleza, materna por su ignorancia de mí; sosiego apartado [...] tan hermano en tu nada poder saber de mí... Yo querría rezar a vuestra unidad y a vuestra calma, como muestra de gratitud que nos trae el poder amar sin sospechas ni dudas; querría prestar oídos a vuestro no poder oír, [...] dar ojos a vuestra sublime [...] y ser objeto de vuestras atenciones por esos supuestos ojos y oídos, consolado de estar presente ante vuestra Nada, atento, como de una muerte definitiva, para lejos, sin esperanza de otra vida, más allá de un Dios y una posibilidad de que fueses [97] voluptuosamente viejo y del color espiritual de todas las materias.

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Hablar es tener demasiadas consideraciones con los demás. Por la boca mueren el pez y Oscar Wilde.

51

Desde que las últimas lluvias han pasado hacia el sur, y sólo ha quedado el viento que las barrió, ha regresado a las aglomeraciones de la ciudad la alegría del sol seguro y ha aparecido mucha ropa blanca colgada saltando en las cuerdas estiradas por los palos en las ventanas altas de las casas de todos los colores.

También me he puesto yo contento, porque existo. He salido de casa con un gran objetivo, que era, al final, llegar a tiempo a la oficina. Pero, este día, la propia compulsión de la vida participaba de aquella otra buena compulsión que hace que el sol venga a las horas del almanaque, conforme a la latitud y a la longitud de los lugares de la tierra. Me he sentido feliz porque no podía sentirme desgraciado. He bajado la calle reposadamente, lleno de seguridad, porque, en fin, la oficina conocida, la gente conocida que hay en ella, eran seguridades. No es de admirar que me sintiese libre, sin saber de qué. En los cestos puestos en los bordes de las aceras de la Calle de la Plata [98] los plátanos en venta, bajo el sol, eran de un amarillo grande.

Me contento, después de todo, con muy poco: el que haya cesado la lluvia, el que haya un sol bueno en este Sur feliz, plátanos más amarillos porque tienen manchas negras, la gente que los vende porque habla, las aceras de la Calle de la Plata, el Tajo al fondo, azul verdoso tirando a oro, todo este rincón doméstico del sistema del Universo.

Llegará el día en que ya no vea esto, en que sobrevivirán los plátanos del borde de la acera, y las voces de las vendedoras sagaces, y los periódicos del día que el pequeño ha desplegado de un lado a otro de la esquina en la otra acera de la calle. Bien sé que los plátanos serán otros y que las vendedoras serán otras, y que los periódicos tendrán, para quien se incline [99] a verlos, una fecha que no es la de hoy. Pero ellos, porque no viven, duran aunque sean otros; yo, porque vivo, paso aunque sea el mismo.

Este momento, podría solemnizarlo comprando plátanos, pues me parece que en éstos se ha proyectado todo el sol del día como una linterna sin máquina. Pero me da vergüenza de los rituales, de los símbolos, de comprar cosas en la calle. Podrían no envolver bien los plátanos, no vendérmelos como deben ser vendidos por no saber yo comprarlos como deben ser comprados. Podrían extrañar mi voz al preguntar el precio. Más vale escribir que atreverse a vivir, aunque vivir no fuese [100] más que comprar plátanos al sol, mientras hay sol y hay plátanos en venta [101].

Más tarde, quizás... Sí, más tarde... Otro, quizás... No sé...

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Cuando duermo muchos sueños, salgo a la calle, con los ojos abiertos, todavía con el rastro y la seguridad de ellos. Y me pasmo de mi automatismo, con el que los demás me desconocen. Porque atravieso la vida cotidiana sin soltar la mano de la nodriza astral, y mis pasos por la calle van de acuerdo y consonantes con oscuros designios de la imaginación del sueño.