Cuando el señor Smedley anunció que su hija se había prometido con Arthur Beecham, la señora Crowe se aprestó a comentar que en tal caso se convertiría en prima segunda de la señora Firebrace y, hasta cierto punto, en sobrina de la señora Burns por causa de su primer matrimonio con el señor Minchin de Blackwater Grange. Pero en su fuero interno, la señora Crowe no era una esnob, sino tan solo una coleccionista de relaciones, y su increíble pericia en aquellas lides confería un ambiente familiar y doméstico a sus reuniones, ya que no deja de sorprender cuántas personas resultarían ser primos en vigésimo grado si llegaran a descubrirlo.

Así pues, ser recibido en casa de la señora Crowe equivalía a convertirse en miembro de un club, y la cuota de suscripción ascendía al pago de una cantidad determinada de chismes al año. Cuando se incendiaba una casa, cuando las cañerías reventaban o cuando la doncella se fugaba con el mayordomo, el primer pensamiento que acudía a la mente de muchos era «voy a contárselo enseguida a la señora Crowe». Sin embargo, se imponía observar ciertas distinciones. Algunas personas tenían derecho a pasar por su casa a la hora del almuerzo, mientras que otros, los más numerosos, debían presentarse entre las cinco y siete de la tarde. Los visitantes que gozaban del privilegio de cenar en compañía de la señora Crowe formaban un grupo selecto y reducido. Tal vez solo el señor Graham y la señora Burke cenaran con ella, pues no era una mujer rica. Su vestido negro se veía algo raído, y siempre lucía el mismo broche de diamantes. Su ágape predilecto era el té, porque la mesa del té puede abastecerse de forma económica y además proporciona una flexibilidad que casaba a la perfección con el talante sociable de la señora Crowe. Pero en cualquier caso, tratárase del almuerzo o del té, el ágape poseía una idiosincrasia propia, al igual que el vestido y las joyas encajaban por completo con ella y sentaban su propia moda. Siempre servía un pastel o un pudin especiales, algún plato singular de la casa y tan inherente a ella como Maria, la vieja doncella, el señor Graham, el viejo amigo, el viejo chintz que tapizaba el sillón o la vieja alfombra que cubría el suelo.

Por supuesto, la señora Crowe salía de vez en cuando a tomar el aire y en ocasiones almorzaba o tomaba el té en casa de otras personas. Sin embargo, en sociedad parecía furtiva, fragmentada, incompleta, como si tan solo pasara por el banquete nupcial, la cena o el funeral para recabar retazos de información que necesitara para terminar su propio tapiz. Rara vez se la veía tomar asiento, y siempre se mantenía al margen. Parecía fuera de lugar entre las sillas y las mesas de otras personas; necesitaba su propio chintz, su vitrina y a su señor Graham junto a ella para ser ella misma. Con los años, aquellas pequeñas incursiones al mundo exterior cesaron casi por completo. Había creado un nido tan compacto y absoluto que el mundo exterior no podía agregarle pluma ni ramita algunas. Además, sus amistades eran tan fieles que siempre podía contar con ellas para que le transmitieran cualquier dato que le conviniera añadir a su colección. No tenía ninguna necesidad de abandonar su sillón junto al fuego en invierno y junto a la ventana en verano. Y con el paso de los años, sus conocimientos se tornaron si no más profundos, pues la profundidad no era su fuerte, sí más redondos, más completos. Así pues, si una obra recién estrenada alcanzaba gran éxito, al día siguiente la señora Crowe era capaz no solo de referirlo salpicado con algún chisme divertido de entre bambalinas, sino también de remontarse a otras noches de estreno en los ochenta y los noventa, y describir a la sazón qué había llevado Ellen Terry, qué había hecho Duse y qué había dicho el querido señor Henry James. Nada sobresaliente, quizá, pero al hablar producía la impresión de hojear las páginas de la vida londinense de los pasados cincuenta años, para deleite de sus visitas. Había muchas páginas, y las ilustraciones eran radiantes retratos de personas famosas. No obstante, la señora Crowe no vivía anclada en el pasado, de modo alguno lo anteponía al presente.

De hecho, era siempre la última página, el momento presente, lo que más importaba. El rasgo más delicioso de Londres residía en que siempre proporcionaba algo nuevo que contemplar y de que hablar; bastaba con mantener los ojos bien abiertos y sentarse en el sillón de cinco a siete todos los días de la semana. Sentada en su sillón y rodeada de sus invitados, la señora Crowe lanzaba ocasionales miradas de soslayo a la ventana, como si parte de su atención estuviera siempre puesta en la calle, en los coches, los omnibuses y los gritos de los repartidores de periódico que pasaban bajo su ventana. En cualquier momento podía estar sucediendo algo nuevo. No convenía detenerse demasiado en el pasado, pero tampoco centrarse de forma exclusiva en el presente.

Lo más característico y tal vez un poco desconcertante de la señora Crowe era la avidez con que alzaba la vista y se interrumpía a media frase cuando la puerta se abría y Maria, ya muy corpulenta y algo dura de oído, anunciaba a un nuevo visitante. ¿Quién estaría a punto de entrar en el salón? ¿Qué podría añadir a la conversación? Pero su pericia a la hora de hacerse con cualquiera que fuera el regalo que le llevaban y agregarlo al fondo común era tal que nunca surgía problema alguno, y parte de su peculiar triunfo residía en que la puerta nunca se abría con excesiva frecuencia, que el círculo nunca escapaba a su control.

Así pues, para conocer Londres no tan solo como bello espectáculo, mercado, tribunal y hervidero de industriosa actividad, sino como lugar donde la gente se conoce, habla, ríe, se casa, muere, pinta, escribe, actúa, gobierna y legisla, resultaba esencial conocer a la señora Crowe. Era en su salón donde los innumerables fragmentos de la vasta metrópoli parecían confluir en un todo vivaz, comprensible, divertido y agradable. Viajeros ausentes durante años, hombres maltrechos y curtidos recién llegados de la India o de África, de largos viajes y aventuras entre tigres y salvajes, acudían derechos a la casita en la callejuela tranquila para sumirse sin demora en el corazón de la civilización.