La estancia, durante una hora, en la casa número cinco de Cheyne Row nos revelará más acerca de ellos y de su vida de lo que jamás podamos llegar a saber mediante sus biografías. Metámonos en la cocina. Allí, en dos segundos, nos enteramos de un hecho que no llamó la atención de Froude, y que, sin embargo, es de incalculable importancia: no tenían agua corriente. Cada gota de agua que los Carlyle usaban -y eran escoceses, fanáticos de la limpieza- tenía que ser extraída, mediante una bomba de mano, del pozo situado en la cocina. En la actualidad se conserva todavía este pozo, la bomba manual y el receptáculo de piedra en el que el agua iba a caer. Y allí está también el ancho y viejo fogón, con su excesivo consumo, en el que era preciso poner a hervir todos los recipientes, si se quería tomar un baño caliente. Y tampoco falta la resquebrajada bañera de hojalata amarillenta, muy profunda y estrecha, que era preciso llenar con los cubos de agua caliente que la criada extraía manualmente del pozo y luego calentaba, y subía después a lo largo de tres tramos de peldaños, desde la planta baja.
Esta alta y vieja casa sin agua, sin luz eléctrica, sin calefacción de gas, repleta de libros, con el aire denso de humo de carbón, con grandes camas y con aparadores de caoba, en la que vivieron dos de las personas más nerviosas y exigentes de su tiempo año tras año durante décadas, estaba atendida por una sola y desdichada doméstica. Durante todo el período intermedio de la época victoriana, esta casa forzosamente tuvo que ser un campo de batalla en el que todos los días, verano e invierno, ama y criada lucharon contra el polvo y el frío, en busca de la limpieza y del calor. La escalera, de madera labrada, ancha y digna, parece tener los peldaños desgastados por los pies de ajetreadas mujeres transportando cubos de agua. Las altas estancias con paneles de madera parecen vibrar con el eco del sonido de la bomba manual y el siseo del fregar. La voz de esta casa, y cada casa tiene su voz, es la voz de sacar agua del pozo y de fregotear, del toser y del gemir. Arriba, en el ático, bajo una claraboya, Carlyle gemía, luchaba con la historia, sentado en un sillón de crin, mientras un amarillento chorro de luz londinense incidía en sus papeles, y la musiquilla de un burdo organillo y los roncos gritos de los vendedores ambulantes traspasaban los muros de la casa, cuyo doble grosor deformaba los sonidos pero en modo alguno impedía su paso. Y la temporada de la casa, ya que cada casa tiene su temporada, parece que era siempre el mes de febrero, cuando el frío y las nieblas invaden las calles, y las luces llamean rojizas, y el sonido de las ruedas traqueteantes se eleva bruscamente y se apaga a lo lejos. Febrero tras febrero, la señora Carlyle yacía tosiendo en la gran cama con cortinas de color castaño oscuro en la que había nacido, y, mientras tosía, la asaltaban los muchos problemas de su incesante batalla contra la suciedad y contra el frío. Sí, era preciso tapizar de nuevo el sofá de crin, era preciso limpiar el papel de las paredes de la sala de estar, con sus dibujos menudos y oscuros, el amarillento barniz de los paneles de madera se cuarteaba y se desprendía. Todo tenía que coserlo, limpiarlo y fregarlo con sus propias manos. ¿Y había o no había exterminado el carcoma que se reproducía incesantemente en las viejas maderas? De esta manera transcurrían las largas vigilias de las noches de insomnio, y, entonces, la señora Carlyle oía rebullir a su marido, arriba, y la señora se preguntaba si Helen se habría ya levantado, si habría encendido el fuego y calentado el agua para que el señor Carlyle se afeitara. Había amanecido otro día, y el bombeo y el fregoteo debían comenzar de nuevo.
Por esto, la casa número cinco de Cheyne Row no es tanto una vivienda cuanto un campo de batalla, el escenario de trabajos, esfuerzos y una perpetua lucha. Pocos son los trofeos de vida, de sus placeres y sus lujos, que hayan quedado para decirnos que la batalla merecía el esfuerzo puesto en ella. Las reliquias de la sala de estar y del estudio son como las reliquias recogidas en otros campos de batalla. Aquí hay un paquete de viejas plumillas de acero, una pipa de arcilla rota, un soporte de mangos de pluma cual el que suelen utilizar los colegiales, unas cuantas tazas, muy desportilladas, de porcelana blanca con adornos dorados, un sofá de crin y una bañera amarilla, de hojalata. Aquí hay también el vaciado en yeso de las flacas y fatigadas manos que en este lugar trabajaron, y la mascarilla de la torturada, asolada, cara de Carlyle, sacada cuando yacía aquí sin vida. Ni siquiera el jardín, situado en la parte trasera de la casa, parece un lugar de descanso y recreo, sino, antes bien, otro campo de batalla, aunque más pequeño, en el que destaca una lápida debajo de la cual hay un perro enterrado. Desde luego, gracias al bombeo y al fregoteo se consiguieron días de triunfo, veladas de paz y esplendor. Tal como vemos en el cuadro, la señora Carlyle, vestida de bellas sedas, se sentaba en un sillón junto al alegre fuego del hogar, rodeada de solidez y decencia. Pero a cuán alto precio lo pagaba. Tiene las mejillas hundidas, y la amargura y el sufrimiento se mezclan en la expresión entre tierna y torturada de sus ojos. Estos son los efectos de la bomba del pozo y de la bañera amarilla de hojalata, tres tramos de escaleras más arriba. Los dos, marido y mujer, tenían talento, se amaban, pero ¿qué puede el amor contra el carcoma, las bañeras de hojalata y las bombas manuales en la planta baja?
Es imposible no creer que se hubieran evitado la mitad de sus peleas y que sus vidas hubieran sido en gran medida dulcificadas, si la casa número cinco de Cheyne Row hubiera tenido, tal como los agentes de la propiedad inmobiliaria dicen, baño, con agua caliente y fría, calefacción de gas en los dormitorios, todas las modernas comodidades y servicios sanitarios interiores. Pero, cuando cruzamos el viejo vestíbulo hacia la salida, pensamos que Carlyle con instalación de agua caliente no hubiera sido Carlyle.
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