Fuese luego en busca de la ratonera, donde halló seis ratones, todos vivos. Dijo a la Cenicienta que levantara un poquito la trampa, y cuando salía uno, le daba un golpecito con su varilla, transformándose inmediatamente el ratón en un soberbio caballo; de modo que reunió un magnífico tiro de seis corceles de un hermoso gris de rata que admiraba.
Pensando estaba de qué haría un cochero, cuando la Cenicienta dijo:
—Veré si ha quedado algún ratón en la ratonera y le convertiremos en cochero.
—Buena idea, —contestole.— Ve a mirarlo.
La Cenicienta volvió con la ratonera en la que había tres grandes ratas. La Hada escogió una entre las tres, dándole la preferencia por su barba; y habiéndola tocado con la varilla, se transformó en un fornido cochero con gruesos bigotes.
Luego le dijo:
—Ve al jardín y tráeme seis lagartos que encontrarás detrás de la regadera.
Así lo hizo, y en el acto su madrina convirtió los lagartos en otros tantos lacayos, que inmediatamente subieron a la carroza con sus libreas galoneadas, manteniéndose firmes como si en su vida hubiesen hecho otra cosa.
La Hada dijo entonces a la Cenicienta:
—¡Vaya!, ya tienes lo necesario para ir al baile. ¿Estás contenta?
—Sí, madrina; pero, ¿iré al baile con mi feo vestido?
Su madrina tocola con la varita y sus ropas se convirtieron en vestidos de oro y seda recamados de pedrería. Luego le dio unas chinelas de cristal, las más lindas que humanos ojos hayan visto. Subió la Cenicienta a la carroza y su madrina le recomendó con mucho empeño que saliese del baile antes de medianoche, advirtiéndola que si permanecía en él un momento más, la carroza volvería a convertirse en calabaza, los caballos en ratones, los lacayos en lagartos y sus hermosos vestidos tomarían la primitiva forma que tenían.
Después de haber prometido a su madrina que se retiraría del baile antes de medianoche, fuese llena de alegría. Diose aviso al hijo del rey de que acababa de llegar una gran princesa desconocida y corrió a recibirla. Le dio la mano para que bajara de la carroza y llevola al salón donde estaban los convidados. A su entrada reinó un gran silencio, cesaron todos de bailar y pararon los violines, tanta fue la impresión producida por la extraordinaria belleza de la desconocida y tan grande el deseo de contemplarla. Sólo se oía el confuso murmullo producido por esta exclamación que salía de todos los labios.
—¡Qué hermosa es!
El mismo rey, a pesar de su vejez, no se cansaba de mirarla y decía en voz baja a la reina que hacía mucho tiempo que no había visto una mujer tan bella y amable. Todas las damas estaban absortas en la contemplación de su tocado y vestidos con el propósito de tener otros iguales al día siguiente, sí bien dudaban encontrar telas tan bellas y modistas hábiles para hacerlos.
El hijo del rey llevola al puesto más distinguido y luego la invitó a danzar. Bailó con tanta gracia que aun la admiraron más. Sirviose un espléndido refresco, pero nada probó el joven príncipe, pues sólo pensaba en mirarla. La Cenicienta fue a sentarse al lado de sus hermanas, con quienes mostrose muy amable, dándoles naranjas y limones de los que el príncipe le había ofrecido, lo que las admiró mucho, porque no la conocieron.
Mientras estaban hablando, la Cenicienta oyó que el reloj daba las doce menos cuarto. Hizo una gran reverencia a los asistentes y se fue tan deprisa como pudo. En cuanto llegó a su casa dirigiose al encuentro de su madrina, y después de haberle dado las gracias le dijo que desearía volver al baile el siguiente día, por que el hijo del rey se lo había rogado. Ocupada estaba en referir a su madrina todo lo que había ocurrido, cuando las dos hermanas llamaron a la puerta. La Cenicienta fue a abrir, y les dijo:
—¡Cuánto habéis tardado en volver!
Al mismo tiempo se frotaba los ojos y se desperezaba como si acabara de despertar, por más que no hubiere pensado en dormir desde que se separaron. Una de sus hermanas exclamó:
—Si hubieses estado en el baile no te hubieras fastidiado, pues ha ido la más hermosa princesa que pueda verse, quien se ha mostrado con nosotras muy amable y nos ha dado naranjas y limones.
Extraordinario era el júbilo de la Cenicienta. Preguntoles el nombre de la princesa, y le contestaron que se ignoraba, añadiendo que esto hacía sufrir mucho al hijo el rey, que daría todo lo del mundo por saberlo. Sonrió la Cenicienta, y les dijo:
—¿Era muy bella? ¡Dios mío!, cuán dichosas sois vosotras; también lo sería yo si pudiese verla. Hermana mía, préstame tu vestido amarillo, el que te pones cada día.
—¿Crees que he perdido el juicio? No estoy loca rematada para prestar mi vestido a una fea y sucia como tú.
La Cenicienta contaba con esta negativa, que no le pesó, pues no hubiera sabido qué hacerse si su hermana hubiese accedido a su demanda.
Al día siguiente las dos hermanas fueron al baile y también la Cenicienta, pero más adornada que la vez primera. El hijo del Rey no se apartó de su lado y no cesó de hablarle con gracia. Con gusto le oía la joven, hasta tal punto que olvidó lo que su madrina le había encargado y sonó la primera campanada de medianoche, cuando creía que no eran las once. Levantose y huyó con la ligereza de una corza, seguida del príncipe, pero sin que pudiera alcanzarla, y en su fuga perdió una de las chinelas[5] de cristal, que el hijo el rey recogió. La Cenicienta llegó a su casa muy cansada, sin carroza, sin lacayos y con su feo vestido, pues de su magnificencia solo le había quedado una de las chinelas de cristal, la pareja de la que había perdido. Preguntaron a los guardias de las puertas el palacio si habían visto salir a una princesa, y contestaron que sólo habían visto salir a una joven muy mal vestida, cuyo porte era más bien el de una campesina que el de una señorita.
Cuando las dos hermanas regresaron del baile preguntoles la Cenicienta si se habían divertido mucho y si la hermosa princesa había asistido. Contestaron afirmativamente, añadiendo que al dar medianoche había huido con tanto apresuramiento que había dejado caer una de sus chinelas de cristal, la más linda del mundo. También contaron que el hijo del rey la había recogido, y que hasta acabar el baile no había hecho otra cosa que mirarla, lo que demostraba que estaba enamorado de la joven a quien la diminuta chinela pertenecía.
Dijeron la verdad, pues pocos días después el hijo del rey mandó publicar a son de trompeta que se casaría con aquella a cuyo pie se amoldase exactamente la chinela. Se comenzó por probarla a las princesas, luego a las duquesas y después a todas las señoritas de la corte.
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