Luego algo como un automóvil que va muy recio. Y haga usté de cuenta un pájaro grande, muy grande, que parece de repente que ni se bulle siquiera. Y aquí va lo mero bueno: adentro de ese pájaro, un gringo lleva miles de granadas. ¡Afigúrese lo que será eso! Llega la hora de pelear, y como quien les riega maíz a las gallinas, allí van puños y puños de plomo pa’l enemigo… Y aquello se vuelve un camposanto: muertos por aquí, muertos por allí, y ¡muertos por todas partes!
Y como Anastasio Montañés preguntara a su interlocutor si la gente de Natera había peleado ya junto con la de Villa, se vino a cuenta de que todo lo que con tanto entusiasmo estaban platicando sólo de oídas lo sabían, pues que nadie de ellos le había visto jamás la cara a Villa.
—¡Hum…, pos se me hace que de hombre a hombre todos semos iguales!… Lo que es pa mí naiden es más hombre que otro. Pa peliar, lo que uno necesita es nomás tantita vergüenza. ¡Yo, qué soldado ni qué nada había de ser! Pero, oiga, ai donde me mira tan desgarrao… ¿Voy que no me lo cree? Pero, de veras, yo no tengo necesidá…
—¡Tengo mis diez yuntas de bueyes!… ¿A que no me lo cree? —dijo la Codorniz a espaldas de Anastasio, remedándolo y dando grandes risotadas.
XXI
El atronar de la fusilería aminoró y fue alejándose. Luis Cervantes se animó a sacar la cabeza de su escondrijo, en medio de los escombros de unas fortificaciones, en lo más alto del cerro.
Apenas se daba cuenta de cómo había llegado hasta allí. No supo cuándo desaparecieron Demetrio y sus hombres de su lado. Se encontró solo de pronto, y luego, arrebatado por una avalancha de infantería, lo derribaron de la montura, y cuando, todo pisoteado, se enderezó, uno de a caballo lo puso a grupas. Pero, a poco, caballo y montados dieron en tierra, y él sin saber de su fusil, ni del revólver, ni de nada, se encontró en medio de la blanca humareda y del silbar de los proyectiles. Y aquel hoyanco y aquellos pedazos de adobes amontonados se le habían ofrecido como abrigo segurísimo.
—¡Compañero!…
—¡Compañero!…
—Me tiró el caballo; se me echaron encima; me han creído muerto y me despojaron de mis armas… ¿Qué podía yo hacer? —explicó apenado Luis Cervantes.
—A mí nadie me tiró… Estoy aquí por precaución…, ¿sabe?…
El tono festivo de Alberto Solís ruborizó a Luis Cervantes.
—¡Caramba! —exclamó aquél—. ¡Qué machito es su jefe! ¡Qué temeridad y qué serenidad! No sólo a mí, sino a muchos bien quemados nos dejó con tamaña boca abierta.
Luis Cervantes, confuso, no sabía qué decir.
—¡Ah! ¿No estaba usted allí? ¡Bravo! ¡Buscó lugar seguro a muy buena hora!… Mire, compañero; venga para explicarle. Vamos allí, detrás de aquel picacho. Note que de aquella laderita, al pie del cerro, no hay más vía accesible que lo que tenemos delante; a la derecha la vertiente está cortada a plomo y toda maniobra es imposible por ese lado; punto menos por la izquierda: el ascenso es tan peligroso, que dar un solo paso en falso es rodar y hacerse añicos por las vivas aristas de las rocas. Pues bien; una parte de la brigada Moya nos tendimos en la ladera, pecho a tierra, resueltos a avanzar sobre la primera trinchera de los federales. Los proyectiles pasaban zumbando sobre nuestras cabezas; el combate era ya general; hubo un momento en que dejaron de foguearnos. Nos supusimos que se les atacaba vigorosamente por la espalda. Entonces nosotros nos arrojamos sobre la trinchera. ¡Ah, compañero, fíjese!… De media ladera abajo es un verdadero tapiz de cadáveres. Las ametralladoras lo hicieron todo; nos barrieron materialmente; unos cuantos pudimos escapar. Los generales estaban lívidos y vacilaban en ordenar una nueva carga con el refuerzo inmediato que nos vino. Entonces fue cuando Demetrio Macías, sin esperar ni pedir órdenes a nadie, gritó:
—¡Arriba, muchachos!…
—¡Qué bárbaro! —clamé asombrado.
“ Los jefes, sorprendidos, no chistaron. El caballo de Macías, cual si en vez de pesuñas hubiese tenido garras de águila, trepó sobre estos peñascos. ‘¡Arriba, arriba!’, gritaron sus hombres, siguiendo tras él, como venados, sobre las rocas, hombres y bestias hechos uno. Sólo un muchacho perdió pisada y rodó al abismo; los demás aparecieron en brevísimos instantes en la cumbre, derribando trincheras y acuchillando soldados. Demetrio lazaba las ametralladoras, tirando de ellas cual si fuesen toros bravos. Aquello no podía durar. La desigualdad numérica los habría aniquilado en menos tiempo del que gastaron en llegar allí. Pero nosotros nos aprovechamos del momentáneo desconcierto, y con rapidez vertiginosa nos echamos sobre las posiciones y los arrojamos de ellas con la mayor facilidad. ¡Ah, qué bonito soldado es su jefe!”
De lo alto del cerro se veía un costado de La Bufa, con su crestón, como testa empenachada de altivo rey azteca.
1 comment