Se tropezaba, desde el entrar, con pies de muebles, fondos y respaldos de sillas, todo sucio de tierra y bazofia.

A las diez de la noche, Luis Cervantes bostezó muy aburrido y dijo adiós al güero Margarito y a la Pintada, que bebían sin descanso en una banca de la plaza.

Se encaminó al cuartel. El único cuarto amueblado era la sala. Entró, y Demetrio, que estaba tendido en el suelo, los ojos claros y mirando al techo, dejó de contar las vigas y volvió la cara.

—¿Es usted, curro?… ¿Qué trae?… Ande, entre, siéntese.

Luis Cervantes fue primero a despabilar la vela, tiró luego de un sillón sin respaldo y cuyo asiento de mimbres había sido sustituido con un áspero cotense. Chirriaron las patas de la silla y la yegua prieta de la Pintada bufó, se removió en la sombra describiendo con su anca redonda y tersa una gallarda curva.

Luis Cervantes se hundió en el asiento y dijo:

—Mi general, vengo a darle cuenta de la comisión… Aquí tiene…

—¡Hombre, curro… si yo no quería eso!… Moyahua casi es mi tierra… ¡Dirán que por eso anda uno aquí!… —respondió Demetrio mirando el saco apretado de monedas que Luis le tendía.

Éste dejó el asiento para venir a ponerse en cuclillas al lado de Demetrio. Tendió un sarape en el suelo y sobre él vació el talego de hidalgos relucientes como ascuas de oro.

—En primer lugar, mi general, esto lo sabemos sólo usted y yo… Y por otra parte, ya sabe que al buen sol hay que abrirle la ventana… Hoy nos está dando de cara; pero ¿mañana?… Hay que ver siempre adelante. Una bala, el reparo de un caballo, hasta un ridículo resfrío… ¡y una viuda y unos huérfanos en la miseria!… ¿El gobierno? ¡Ja, ja, ja!… Vaya usted con Carranza, con Villa o con cualquier otro de los jefes principales y hábleles de su familia… Si le responden con un puntapié… donde usted ya sabe, diga que le fue de perlas… Y hacen bien, mi general; nosotros no nos hemos levantado en armas para que un tal Carranza o un tal Villa lleguen a presidentes de la República; nosotros peleamos en defensa de los sagrados derechos del pueblo, pisoteados por el vil cacique… Y así como ni Villa, ni Carranza, ni ningún otro han de venir a pedir nuestro consentimiento para pagarse los servicios que le están prestando a la patria, tampoco nosotros tenemos necesidad de pedirle licencia a nadie.

Demetrio se medio incorporó, tomó una botella cerca de su cabecera, empinó y luego, hinchando los carrillos, lanzó una bocanada a lo lejos.

—¡Qué pico largo es usted, curro!

Luis sintió un vértigo. La cerveza regada parecía avivar la fermentación del basurero donde reposaban: un tapiz de cáscaras de naranjas y plátanos, carnosas cortezas de sandía, hebrosos núcleos de mangos y bagazos de caña, todo revuelto con hojas enchiladas de tamales y todo húmedo de deyecciones.

Los dedos callosos de Demetrio iban y venían sobre las brillantes monedas a cuenta y cuenta.

Repuesto ya, Luis Cervantes sacó un botecito de fosfatina Falliéres y volcó dijes, anillos, pendientes y otras muchas alhajas de valor.

—Mire, mi general; si, como parece, esta bola va a seguir, si la revolución no se acaba, nosotros tenemos ya lo suficiente para irnos a brillarla una temporada fuera del país —Demetrio meneó la cabeza negativamente—. ¿No haría usted eso?… Pues ¿a qué nos quedaríamos ya?… ¿Qué causa defenderíamos ahora?

—Eso es cosa que yo no puedo explicar, curro; pero siento que no es cosa de hombres…

—Escoja, mi general —dijo Luis Cervantes mostrando las joyas puestas en fila.

—Déjelo todo para usted… De veras, curro… ¡Si viera que no le tengo amor al dinero!… ¿Quiere que le diga la verdad? Pues yo, con que no me falte el trago y con traer una chamaquita que me cuadre, soy el hombre más feliz del mundo.

—¡Ja, ja, ja!… ¡Qué mi general!… Bueno, ¿y por qué se aguanta a esa sierpe de la Pintada?

—Hombre, curro, me tiene harto; pero así soy. No me animo a decírselo… No tengo valor para despacharla a… Yo soy así, ése es mi genio. Mire, de que me cuadra una mujer, soy tan boca de palo, que si ella no comienza…, yo no me animo a nada —y suspiró—. Ahí está Camila, la del ranchito… La muchacha es fea; pero si viera cómo me llena el ojo…

—El día que usted quiera, nos la vamos a traer, mi general.

Demetrio guiñó los ojos con malicia.

—Le juro que se la hago buena, mi general…

—¿De veras, curro?… Mire, si me hace esa valedura, pa usté es el reló con todo y leopoldina de oro, ya que le cuadra tanto.

Los ojos de Luis Cervantes resplandecieron. Tomó el bote de fosfatina, ya bien lleno, se puso en pie y, sonriendo, dijo:

—Hasta mañana, mi general… Que pase buena noche.

VII

—¿Yo qué sé? Lo mismo que ustedes saben. Me dijo el general: “Codorniz, ensilla tu caballo y mi yegua mora. Vas con el curro a una comisión”. Bueno, así fue: salimos de aquí a mediodía y, ya anocheciendo, llegamos al ranchito. Nos dio posada la tuerta María Antonia… Que cómo estás tanto, Pancracio… En la madrugada me despertó el curro: “Codorniz, Codorniz, ensilla las bestias. Me dejas mi caballo y te vuelves con la yegua del general otra vez para Moyahua. Dentro de un rato te alcanzo”. Y ya estaba el sol alto cuando llegó con Camila en la silla. La apeó y la montamos en la yegua mora.

—Bueno, y ella, ¿qué cara venía poniendo? —preguntó uno.

—¡Hum, pos no le paraba la boca de tan contenta!…

—¿Y el curro?

—Callado como siempre; igual a como es él.

—Yo creo —opinó con mucha gravedad Venancio— que si Camila amaneció en la cama de Demetrio, sólo fue por una equivocación. Bebimos mucho… ¡Acuérdense!… Se nos subieron los espíritus alcohólicos a la cabeza y todos perdimos el sentido.

—¡Qué espíritus alcohólicos ni qué!… Fue cosa convenida entre el curro y el general.

—¡Claro! Pa mí el tal curro no es más que un…

—A mí no me gusta hablar de los amigos en ausencia —dijo el güero Margarito—; pero sí sé decirles que de dos novias que le he conocido, una ha sido para… mí y la otra para el general…

Y prorrumpieron en carcajadas.

Luego que la Pintada se dio cuenta cabal de lo sucedido, fue muy cariñosa a consolar a Camila.

—¡Pobrecita de ti, platícame cómo estuvo eso!

Camila tenía los ojos hinchados de llorar.

—¡Me mintió, me mintió!… Fue al rancho y me dijo: “Camila, vengo nomás por ti. ¿Te sales conmigo?” ¡Hum, dígame si yo no tendría ganas de salirme con él! De quererlo, lo quero y lo requero… ¡Míreme tan encanijada sólo por estar pensando en él! Amanece y ni ganas del metate… Me llama mi mama al almuerzo, y la gorda se me hace trapo en la boca… ¡Y aquella pinción!… ¡Y aquella pinción!…

Y comenzó a llorar otra vez, y para que no se oyeran sus sollozos se tapaba la boca y la nariz con un extremo del rebozo.

—Mira, yo te voy a sacar de esta apuración. No seas tonta, ya no llores. Ya no pienses en el curro… ¿Sabes lo que es ese curro?… ¡Palabra!… ¡Te digo que nomás para eso lo trae el general!… ¡Qué tonta!… Bueno, ¿quieres volver a tu casa?

—¡La Virgen de Jalpa me ampare!… ¡Me mataría mi mama a palos!

—No te hace nada. Vamos haciendo una cosa. La tropa tiene que salir de un momento a otro; cuando Demetrio te diga que te prevengas para irnos, tú le respondes que tienes muchas dolencias de cuerpo, y que estás como si te hubieran dado de palos, y te estiras y bostezas muy seguido. Luego te tientas la frente y dices: “Estoy ardiendo en calentura”. Entonces yo le digo a Demetrio que nos deje a las dos, que yo me quedo a curarte y que luego que estés buena nos vamos a alcanzarlo. Y lo que hacemos es que yo te pongo en tu casa buena y sana.

VIII

Ya el sol se había puesto y el caserío se envolvía en la tristeza gris de sus calles viejas y en el silencio de terror de sus moradores, recogidos a muy buena hora, cuando Luis Cervantes llegó a la tienda de Primitivo López a interrumpir una juerga que prometía grandes sucesos. Demetrio se emborrachaba allí con sus viejos camaradas.