Permítame que sea enteramente franco. Usted no comprende todavía su verdadera, su alta y nobilísima misión. Usted, hombre modesto y sin ambiciones, no quiere ver el importantísimo papel que le toca en esta revolución. Mentira que usted ande por aquí por don Mónico, el cacique; usted se ha levantado contra el caciquismo que asola toda la nación. Somos elementos de un gran movimiento social que tiene que concluir por el engrandecimiento de nuestra patria. Somos instrumentos del destino para la reivindicación de los sagrados derechos del pueblo. No peleamos por derrocar a un asesino miserable, sino contra la tiranía misma. Eso es lo que se llama luchar por principios, tener ideales. Por ellos luchan Villa, Natera, Carranza; por ellos estamos luchando nosotros.

—Sí, sí; cabalmente lo que yo he pensado —dijo Venancio entusiasmadísimo.

—Pancracio, apéate otras dos cervezas…

XIV

—Si vieras qué bien explica las cosas el curro, compadre Anastasio —dijo Demetrio, preocupado por lo que esa mañana había podido sacar en claro de las palabras de Luis Cervantes.

—Ya lo estuve oyendo —respondió Anastasio—. La verdad, es gente que, como sabe leer y escribir, entiende bien las cosas. Pero lo que a mí no se me alcanza, compadre, es eso de que usted vaya a presentarse con el señor Natera con tan poquitos que semos.

—¡Hum, es lo de menos! Desde hoy vamos a hacerlo ya de otro modo. He oído decir que Crispín Robles llega a todos los pueblos sacando cuantas armas y caballos encuentra; echa fuera de la cárcel a los presos, y en dos por tres tiene gente de sobra. Ya verá. La verdad, compadre Anastasio, hemos tonteado mucho. Parece a manera de mentira que este curro haya venido a enseñarnos la cartilla.

—¡Lo que es eso de saber leer y escribir!…

Los dos suspiraron con tristeza.

Luis Cervantes y muchos otros entraron a informarse de la fecha de salida.

—Mañana mismo nos vamos —dijo Demetrio sin vacilación.

Luego la Codorniz propuso traer música del pueblito inmediato y despedirse con un baile. Y su idea fue acogida con frenesí.

—Pos nos iremos —exclamó Pancracio y dio un aullido—; pero lo que es yo ya no me voy solo… Tengo mi amor y me lo llevo.

Demetrio dijo que él de muy buena gana se llevaría también a una mozuela que traía entre ojos, pero que deseaba mucho que ninguno de ellos dejara recuerdos negros, como los federales.

—No hay que esperar mucho; a la vuelta se arregla todo —pronunció en voz baja Luis Cervantes.

—¡Cómo! —dijo Demetrio—. ¿Pues no dicen que usté y Camila…?

—No es cierto, mi jefe; ella lo quiere a usted… pero le tiene miedo…

—¿De veras, curro?

—Sí; pero me parece muy acertado lo que usted dice: no hay que dejar malas impresiones… Cuando regresemos en triunfo, todo será diferente; hasta se lo agradecerán.

—¡Ah, curro!… ¡Es usté muy lanza! —contestó Demetrio, sonriendo y palmeándole la espalda.

Al declinar la tarde, como de costumbre, Camila bajaba por agua al río. Por la misma vereda y a su encuentro venía Luis Cervantes.

Camila sintió que el corazón se le quería salir.

Quizá sin reparar en ella, Luis Cervantes, bruscamente, desapareció en un recodo de peñascos.

A esa hora, como todos los días, la penumbra apagaba en un tono mate las rocas calcinadas, los ramajes quemados por el sol y los musgos resecos. Soplaba un viento tibio en débil rumor, meciendo las hojas lanceoladas de la tierna milpa. Todo era igual; pero en las piedras, en las ramas secas, en el aire embalsamado y en la hojarasca, Camila encontraba ahora algo muy extraño: como si todas aquellas cosas tuvieran mucha tristeza.

Dobló una peña gigantesca y carcomida, y dio bruscamente con Luis Cervantes, encaramado en una roca, las piernas pendientes y descubierta la cabeza.

—Oye, curro, ven a decirme adiós siquiera.

Luis Cervantes fue bastante dócil. Bajó y vino a ella.

—¡Orgulloso!… ¿Tan mal te serví que hasta el habla me niegas?…

—¿Por qué me dices eso, Camila? Tú has sido muy buena conmigo… mejor que una amiga; me has cuidado como una hermana. Yo me voy muy agradecido de ti y siempre lo recordaré.

—¡Mentiroso! —dijo Camila transfigurada de alegría—. ¿Y si yo no te he hablado?

—Yo iba a darte las gracias esta noche en el baile.

—¿Cuál baile?… Si hay baile, no iré yo…

—¿Por qué no irás?

—Porque no puedo ver al viejo ese… al Demetrio.

—¡Qué tonta!… Mira, él te quiere mucho; no pierdas esta ocasión que no volverás a encontrar en toda tu vida. Tonta, Demetrio va a llegar a general, va a ser muy rico… Muchos caballos, muchas alhajas, vestidos muy lujosos, casas elegantes y mucho dinero para gastar… ¡Imagínate lo que serías al lado de él!

Para que no le viera los ojos, Camila los levantó hacia el azul del cielo. Una hoja seca se desprendió de las alturas del tajo y, balanceándose en el aire lentamente, cayó como mariposita muerta a sus pies. Se inclinó y la tomó en sus dedos. Luego, sin mirarlo a la cara, susurró:

—¡Ay, curro… si vieras qué feo siento que tú me digas eso!… Si yo a ti es al que quero… pero a ti nomás… Vete, curro; vete, que no sé por qué me da tanta vergüenza… ¡Vete, vete!…

Y tiró la hoja desmenuzada entre sus dedos angustiosos y se cubrió la cara con la punta de su delantal.

Cuando abrió de nuevo los ojos, Luis Cervantes había desaparecido.

Ella siguió la vereda del arroyo. El agua parecía espolvoreada de finísimo carmín; en sus ondas se removían un cielo de colores y los picachos mitad luz y mitad sombra. Miríadas de insectos luminosos parpadeaban en un remanso. Y en el fondo de guijas lavadas se reprodujo con su blusa amarilla de cintas verdes, sus enaguas blancas sin almidonar, lamida la cabeza y estiradas las cejas y la frente; tal como se había ataviado para gustar a Luis.

Y rompió a llorar.

Entre los jarales las ranas cantaban la implacable melancolía de la hora.

Meciéndose en una rama seca, una torcaz lloró también.

XV

En el baile hubo mucha alegría y se bebió muy buen mezcal.

—Extraño a Camila —pronunció en voz alta Demetrio.

Y todo el mundo buscó con los ojos a Camila.

—Está mala, tiene jaqueca —respondió con aspereza señá Agapita, amoscada por las miradas de malicia que todos tenían puestas en ella.

Ya al acabarse el fandango, Demetrio, bamboleándose un poco, dio las gracias a los buenos vecinos que tan bien los habían acogido y prometió que al triunfo de la revolución a todos los tendría presentes, que “en la cama y en la cárcel se conoce a los amigos”.

—Dios los tenga de su santa mano —dijo una vieja.

—Dios los bendiga y los lleve por buen camino —dijeron otras.

Y María Antonia, muy borracha:

—¡Que güelvan pronto… pero repronto!…

Otro día María Antonia, que aunque cacariza y con una nube en un ojo tenía muy mala fama, tan mala que se aseguraba que no había varón que no la hubiese conocido entre los jarales del río, le gritó así a Camila:

—¡Epa, tú!… ¿Qué es eso?… ¿Qué haces en el rincón con el rebozo liado a la cabeza?… ¡Huy!… ¿Llorando?… ¡Mira qué ojos! ¡Ya pareces hechicera! ¡Vaya… no te apures!… No hay dolor que al alma llegue, que a los tres días no se acabe.

Señá Agapita juntó las cejas, y quién sabe qué gruñó para sus adentros.

En verdad, las comadres estaban desazonadas por la partida de la gente, y los mismos hombres, no obstante díceres y chismes un tanto ofensivos, lamentaban que no hubiera ya quien surtiera el rancho de carneros y terneras para comer carne a diario.