Cuando todos los soldados apenas se atrevían a asomar sus cabezas detrás de los pretiles del pórtico, él, a la pálida claridad del amanecer, destacaba airosamente su esbelta silueta y su capa dragona, que el aire hinchaba de vez en vez.

—¡Ah, me acuerdo del cuartelazo!…

Como su vida militar se reducía a la aventura en que se vio envuelto como alumno de la Escuela de Aspirantes al verificarse la traición al presidente Madero, siempre que un motivo propicio se presentaba, traía a colación la hazaña de la Ciudadela.

—Teniente Campos —ordenó enfático—, baje usted con diez hombres a chicotearme a esos bandidos que se esconden… ¡Canallas!… ¡Sólo son bravos para comer vacas y robar gallinas!

En la puertecilla del caracol apareció un paisano. Llevaba el aviso de que los asaltantes estaban en un corral, donde era facilísimo cogerlos inmediatamente.

Eso informaban los vecinos prominentes del pueblo, apostados en las azoteas y listos para no dejar escapar al enemigo.

—Yo mismo voy a acabar con ellos —dijo con impetuosidad el oficial. Pero pronto cambió de opinión. De la puerta misma del caracol retrocedió:

—Es posible que esperen refuerzos, y no será prudente que yo desampare mi puesto. Teniente Campos, va usted y me los coge vivos a todos, para fusilarlos hoy mismo al mediodía, a la hora que la gente esté saliendo de la misa mayor. ¡Ya verán los bandidos qué ejemplares sé poner!… Pero si no es posible, teniente Campos, acabe con todos. No me deje uno solo vivo. ¿Me ha entendido?

Y, satisfecho, comenzó a dar vueltas, meditando la redacción del parte oficial que rendiría: “Señor ministro de la Guerra, general don Aureliano Blanquet.—México.—Hónrome, mi general, en poner en el superior conocimiento de usted que en la madrugada del día… una partida de quinientos hombres al mando del cabecilla H… osó atacar esta plaza. Con la violencia que el caso demandaba, me fortifiqué en las alturas de la población. El ataque comenzó al amanecer, durando más de dos horas un nutrido fuego. No obstante la superioridad numérica del enemigo, logré castigarlo severamente, infligiéndole completa derrota. El número de muertos fue el de veinte y mayor el de heridos, a juzgar por las huellas de sangre que dejaron en su precipitada fuga. En nuestras filas tuvimos la fortuna de no contar una sola baja.—Me honro en felicitar a usted, señor ministro, por el triunfo de las armas del gobierno. ¡Viva el señor general don Victoriano Huerta! ¡Viva México!”

“Y luego —siguió pensando— mi ascenso seguro a ‘mayor’.” Y se apretó las manos con regocijo, en el mismo momento en que un estallido lo dejó con los oídos zumbando.

XVII

—¿De modo es que si por este corral pudiéramos atravesar saldríamos derecho al callejón? —preguntó Demetrio.

—Sí; sólo que del corral sigue una casa, luego otro corral y una tienda más adelante —respondió el paisano.

Demetrio, pensativo, se rascó la cabeza. Pero su decisión fue pronta.

—¿Puedes conseguir un barretón, una pica, algo así como para agujerear la pared?

—Sí, hay de todo…, pero…

—¿Pero qué?… ¿En dónde están?

—Cabal que ai están los avíos; pero todas esas casas son del patrón, y…

Demetrio, sin acabar de escucharlo, se encaminó hacia el cuarto señalado como depósito de la herramienta.

Todo fue obra de breves minutos.

Luego que estuvieron en el callejón, uno tras otro, arrimados a las paredes, corrieron hasta ponerse detrás del templo.

Había que saltar primero una tapia, en seguida el muro posterior de la capilla.

“Obra de Dios”, pensó Demetrio. Y fue el primero que la escaló.

Cual monos, siguieron tras él los otros, llegando arriba con las manos estriadas de tierra y de sangre. El resto fue más fácil: escalones ahuecados en la mampostería les permitieron salvar con ligereza el muro de la capilla; luego la cúpula misma los ocultaba de la vista de los soldados.

—Párense tantito —dijo el paisano—; voy a ver dónde anda mi hermano. Yo les hago la señal…, después sobre las clases, ¿eh?

Sólo que no había en aquel momento quien reparara ya en él.

Demetrio contempló un instante el negrear de los capotes a lo largo del pretil, en todo el frente y por los lados, en las torres apretadas de gente, tras la baranda de hierro.

Se sonrió con satisfacción, y volviendo la cara a los suyos, exclamó:

—¡Hora!…

Veinte bombas estallaron a un tiempo en medio de los federales, que, llenos de espanto, se irguieron con los ojos desmesuradamente abiertos. Mas antes de que pudieran darse cuenta cabal del trance, otras veinte bombas reventaban con fragor, dejando un reguero de muertos y heridos.

—¡Tovía no!… ¡Tovía no!… Tovía no veo a mi hermano… —imploraba angustiado el paisano.

En vano un viejo sargento increpa a los soldados y los injuria, con la esperanza de una reorganización salvadora. Aquello no es más que una correría de ratas dentro de la trampa. Unos van a tomar la puertecilla de la escalera y allí caen acribillados a tiros por Demetrio; otros se echan a los pies de aquella veintena de espectros de cabeza y pechos oscuros como de hierro, de largos calzones blancos desgarrados, que les bajan hasta los guaraches. En el campanario algunos luchan por salir, de entre los muertos que han caído sobre ellos.

—¡Mi jefe! —exclama Luis Cervantes alarmadísimo—. ¡Se acabaron las bombas y los rifles están en el corral! ¡Qué barbaridad!…

Demetrio sonríe, saca un puñal de larga hoja reluciente. Instantáneamente brillan los aceros en las manos de sus veinte soldados; unos largos y puntiagudos, otros anchos como la palma de la mano, y muchos pesados como marrazos.

—¡El espía! —clama en son de triunfo Luis Cervantes—. ¡No se los dije!

—¡No me mates, padrecito! —implora el viejo sargento a los pies de Demetrio, que tiene su mano armada en alto.

El viejo levanta su cara indígena llena de arrugas y sin una cana. Demetrio reconoce al que la víspera los engañó.

En un gesto de pavor, Luis Cervantes vuelve bruscamente el rostro. La lámina de acero tropieza con las costillas, que hacen crac, crac, y el viejo cae de espaldas con los brazos abiertos y los ojos espantados.

—¡A mi hermano, no!… ¡No lo maten, es mi hermano! —grita loco de terror el paisano, que ve a Pancracio arrojarse sobre un federal.

Es tarde. Pancracio, de un tajo, le ha rebanado el cuello, y como de una fuente borbotan dos chorros escarlata.

—¡Mueran los juanes!… ¡Mueran los mochos!…

Se distinguen en la carnicería Pancracio y el Manteca, rematando a los heridos. Montañés deja caer su mano, rendido ya; en su semblante persiste su mirada dulzona, en su impasible rostro brillan la ingenuidad del niño y la amoralidad del chacal.

—Acá queda uno vivo —grita la Codorniz.

Pancracio corre hacia él. Es el capitancito rubio de bigote borgoñón, blanco como la cera, que, arrimado a un rincón cerca de la entrada al caracol, se ha detenido por falta de fuerzas para descender.

Pancracio lo lleva a empellones al pretil.