Casi podría haber jurado que la aparición de su difunto padre le hacía señas para que avanzara, mirándolo desde una vedija de humo, mientras que una mujer con desvaído gesto de desesperación extendía la mano para prevenirlo. ¿Era su madre? Pero él no tuvo fuerzas para retroceder un solo paso, ni para resistirse, aun de pensamiento, cuando el pastor y el buen diácono Gookin lo tomaron de los brazos y lo condujeron a la roca incendiada. Allí llegó también la esbelta figura de una mujer cubierta con un velo, arrastrada entre la tía Cloyse, aquella pía maestra de catecismo, y Martha Carrier, a quien el diablo le había prometido el trono del infierno, bruja desvergonzada como era. Los prosélitos fueron ubicados bajo la cúpula de fuego.
—Bienvenidos, hijos míos —dijo la aparición misteriosa—, a la comunión de la raza de ustedes. Han descubierto, así tan jóvenes, su naturaleza y su destino. Hijos míos, miren tras de ustedes.
Se volvieron y contemplaron a los adoradores del demonio, que con un fogonazo, por así decirlo, aparecieron retratados contra una cortina de candela.
En cada rostro fulguraba una siniestra sonrisa de saludo.
—Allí —prosiguió la figura renegrida— están todos los que han venerado desde niños. Ustedes los consideran más santos que ustedes y aborrecen su pecado, poniéndolo en contraste con sus vidas de rectitud y de devotas aspiraciones celestiales. Sin embargo, aquí están todos en mi asamblea de adoradores. Esta noche les será permitido conocer sus actos secretos: cómo han susurrado los ancianos de la Iglesia, tras sus barbas blanquecinas, palabras de lujuria a las doncellas de sus casas; cómo, ávida de luto, más de una mujer le ha dado a su marido un bebedizo a la hora de acostarse y ha dejado que duerma el postrer sueño en su regazo; cómo se han dado prisa algunos jóvenes imberbes para heredar las fortunas de sus padres; y cómo las lindas damiselas —no se ruboricen, dulces muchachas— han cavado pequeñas tumbas en el jardín y me han convidado, como único invitado, al funeral de una criatura. Por la simpatía que hacia el pecado sienten sus corazones humanos, rastrearán todos los lugares, bien sea la iglesia, la alcoba, la calle, el campo o el bosque, en donde el crimen ha sido perpetrado; y se regocijarán al ver que el mundo entero es una mácula de culpa, una descomunal mancha de sangre. Mucho más que esto: les será dado columbrar en cada pecho el profundo misterio del pecado, la fuente de todas las artes malignas, la cual genera de modo inagotable tal cantidad de malvados impulsos, que ni el poder humano ni mi suma potencia serían capaces de convertirlos en acciones. Y ahora, hijos míos, mírense unos a otros.
Así lo hicieron. Y bajo el resplandor de las antorchas infernales el desgraciado joven descubrió a su Fe, y ella a su marido, estremecidos ante aquel altar profano.
—¡Miren! Ahí están, hijos míos —dijo la aparición con tonos hondos y solemnes, casi tristes en su desconsolada atrocidad, como si su antigua naturaleza angélica todavía pudiera llorar por nuestra raza abyecta—. Confiando en sus respectivos corazones, todavía esperaban que la virtud no fuera sólo un sueño. Ahora han salido del engaño. El mal es la naturaleza de la humanidad. El mal ha de ser su única dicha. Otra vez bienvenidos, hijos míos, a la comunión de su raza.
—¡Bienvenidos! —corearon los adoradores del Maligno, con un grito de desesperación y de victoria.
Y allí seguían ellos, los dos únicos, según parecía, que todavía vacilaban al borde de la perversidad en este mundo tenebroso. Labrada en la roca había una pila natural. ¿Contenía agua, enrojecida por la luz espectral? ¿O sangre? ¿O acaso fuego líquido? Allí introdujo la mano la aparición del mal, preparándose para imponerles en la frente la señal del bautismo de modo que pudieran compartir el misterio del pecado y fueran más conscientes de la culpa secreta de los otros, tanto de obra como de pensamiento más de lo que por su propia cuenta podían ser ahora. El marido dirigió una mirada a la pálida esposa; y Fe lo miró a él. Otra mirada, y se verían como corruptos infelices, temblando tanto por lo que revelaban como por lo que descubrían.
—¡Fe, Fe! —gritó el esposo—. ¡Mira hacia el cielo y repudia al maligno!
No supo si Fe obedeció. Acabando de hablar se encontró en medio de la noche tranquila y de la soledad, escuchando el bramido del viento que se iba extinguiendo por el bosque. Tambaleándose, tropezó con la roca, que estaba fría y húmeda. Una ramita que colgaba y que había estado ardiendo le salpicó la mejilla con el rocío más helado.
Al otro día el joven Goodman Brown entró despacio por la calle de la aldea de Salem, mirando con asombro en derredor como un hombre perplejo. El anciano pastor, que daba un paseo por el cementerio haciendo apetito para el desayuno y preparando el sermón, le concedió una bendición cuando lo vio pasar. Goodman Brown huyó del venerable santo como evitando un anatema. El viejo diácono Gookin se encontraba enfrascado en el culto doméstico y las sagradas palabras de sus rezos se escuchaban salir por la ventana.
—¿A qué deidad rezará el brujo? —se preguntó Goodman Brown.
La tía Cloyse, esa eximia cristiana de antaño, disfrutaba del sol tempranero ante la verja de su casa, catequizando a una niñita que le había traído una pinta de leche ordeñada esa mañana. Goodman Brown arrebató a la niña de su sitio como si la librara de las garras del Maligno.
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