¿Qué puede, sin embargo, desear una vieja, que se halla a escasos pasos de la tumba? No obstante, voy a decirlo, porque me temo que si no lo hago así la idea me va a perseguir día y noche sin descanso.

—Sí, sí, dínoslo —exclamaron a la vez el marido y la mujer.

La anciana adoptó un aire de misterio, que hizo que el círculo de personas se estrechara más en torno al fuego, y comenzó a hablar, diciendo que, desde hacía años, venía preocupándose por las vestiduras con las que deseaba ser enterrada: una mortaja muy simple de hilo y una cofia de muselina. Esta noche, sin embargo, una extraña superstición la apresaba. En su juventud había oído contar que si, al enterrar a una persona, algo de su atavío quedaba desordenado, aunque fuera una simple arruga en el cuello de la mortaja o una mala colocación de la cofia, el cadáver se revolvía en el ataúd bajo tierra tratando de disponer de sus frías manos, para arreglar con ellas lo que no lo estuviera. La simple suposición de que pudiera acontecerle algo semejante a ella, la ponía nerviosa.

—¡Por Dios, abuela! —exclamó la nieta estremeciéndose—. ¡No creas esas cosas!

—Pues bien —prosiguió la abuela sin hacer caso, y con gran seriedad, aunque iluminado el rostro por una sonrisa—. Lo que deseo de ustedes, hijos míos, es que cuando me encuentre en el ataúd, me coloquen ante el rostro un espejo. ¿Quién sabe? Quizá me sea posible echar una mirada y ver si no está desarreglado nada de lo que llevo puesto.

—Todos, lo mismo jóvenes que viejos, no acertamos a hablar más que de tumbas y monumentos —observó el forastero—. Me gustaría saber qué es lo que sienten los marineros cuando el barco se hunde y todos se hallan en trance de ser sepultados a una en la inmensa y anónima sepultura del mar.

La fúnebre ocurrencia de la anciana había impresionado de tal forma durante unos momentos el cerebro de los allí reunidos, que nadie se había percatado de que afuera, en las tinieblas de la noche, un ruido semejante al bramar de cien gigantes había ido creciendo hasta alcanzar tonos profundos y terribles. La casa y todo lo que en ella había se estremeció; los mismos cimientos de la tierra parecían hallarse sacudidos como si el estruendo cada vez más próximo fuera el aviso de las trompetas del juicio final. Jóvenes y viejos cruzaron entre sí una mirada instintiva de pavor, y permanecieron inmóviles, lívidos, aterrorizados, sin fuerza para pronunciar una palabra ni para hacer un movimiento. Después un solo grito sonó en todas las gargantas.

—¡El alud!, ¡el alud!

Las palabras más elocuentes pueden sugerir, pero no describir el horror inexpresable de la catástrofe. Las víctimas se precipitaron fuera de la casa, buscando amparo en lo que ellas tenían por un lugar seguro, allí donde, pensando en aquella posibilidad, se había construido un muro de contención o barrera. ¡Ay! Los desgraciados habían renunciado a su salvación al hacerlo así, lanzándose inconscientemente en el seno del más fatal de todos los destinos. Toda una ladera de la montaña se vino abajo en una verdadera catarata de piedras y ruinas. Y precisamente pocos metros antes de llegar a la casa, aquella avalancha de muerte y destrucción se abrió en dos brazos, dejando en medio, casi intacta, la casa y arrasando en sus alrededores cuanto se oponía a su paso. Mucho antes de que se hubiera extinguido entre las montañas el estruendo del alud, había terminado ya la agonía de las víctimas y todas ellas gozaban de la paz. Sus cuerpos no fueron hallados jamás.

Al día siguiente una tenue columna de humo se elevaba todavía de la chimenea de la casa. Dentro el fuego ardía, a medio apagar, en el hogar, y las sillas se hallaban colocadas a su alrededor, como si los allí reunidos hubieran salido un momento a examinar los destrozos causados por el alud, y fueran a volver de un momento a otro para dar gracias a Dios por su milagrosa salvación. La historia recorrió todos los rincones de la comarca, y perdura eternizada en estas montañas como una leyenda. También los poetas han cantado el triste fin de la familia del Tajo.

Ciertos detalles parecían delatar que en la noche fatal un forastero se había acogido a la casa y había resultado víctima de la catástrofe con toda la familia. Otros negaban, en cambio, que hubiera indicios concluyentes para llegar a tal afirmación. ¡Triste fin para aquella juventud exaltada, con sus sueños de inmortalidad terrena! Su nombre y su persona han quedado absolutamente desconocidos; su historia, su camino en la vida y sus planes y proyectos permanecerán siempre perdidos en el misterio. Su misma muerte y su previa existencia son hechos que han quedado en duda…

Wakefield

Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre —llamémoslo Wakefield— que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco —sin una adecuada discriminación de las circunstancias— debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal —una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.

Este resumen es todo lo que recuerdo.