Los Miserables
Jean Valjean es un ex-presidiario. Rumbo a su pueblo natal, se detiene antes en otro pueblo. En el Ayuntamiento presenta su pasaporte, en el que figura como ex-reo y “hombre peligroso”. Nadie se digna a hospedarlo ni a darle de comer, salvo don Bienvenido, el párroco del pueblo. Traicionando a su protector, Valjean le roba un juego de cubiertos de plata, pero lo detienen en los alrededores, llevándolo frente al párroco. Don Bienvenido decide no denunciarlo, pero le arranca una promesa: usar lo que ha tomado para hacerse un hombre de bien…

Víctor Hugo
Los Miserables
ePUB v1.2
deor67 09.06.11

PRÓLOGO
Mientras a consecuencia de las leyes y de las costumbres exista una condenación social, creando artificialmente, en plena civilización, infiernos, y complicando con una humana fatalidad el destino, que es divino; mientras no se resuelvan los tres problemas del siglo: la degradación del hombre por el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre, la atrofia del niño por las tinieblas; en tanto que en ciertas regiones sea posible la asfixia social; en otros términos y bajo un punto de vista más dilatado todavía, mientras haya sobre la tierra ignorancia y miseria, los libros de la naturaleza del presente podrán no ser inútiles.
Víctor Hugo
PRIMERA PARTE
FANTINA
LIBRO PRIMERO
Un justo
I
Monseñor Myriel
En 1815, era obispo de D. el ilustrísimo Carlos Francisco Bienvenido Myriel, un anciano de unos setenta y cinco años, que ocupaba esa sede desde 1806. Quizás no será inútil indicar aquí los rumores y las habladurías que habían circulado acerca de su persona cuando llegó por primera vez a su diócesis.
Lo que de los hombres se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino, y sobre todo en su vida, como lo que hacen. El señor Myriel era hijo de un consejero del Parlamento de Aix, nobleza de toga. Se decía que su padre, pensando que heredara su puesto, lo había casado muy joven. Se decía que Carlos Myriel, no obstante este matrimonio, había dado mucho que hablar. Era de buena presencia, aunque de estatura pequeña, elegante, inteligente; y se decía que toda la primera parte de su vida la habían ocupado el mundo y la galantería.
Sobrevino la Revolución; se precipitaron los sucesos; las familias ligadas al antiguo régimen, perseguidas, acosadas, se dispersaron, y Carlos Myriel emigró a Italia. Su mujer murió allí de tisis. No habían tenido hijos. ¿Qué pasó después en los destinos del señor Myriel?
El hundimiento de la antigua sociedad francesa, la caída de su propia familia, los trágicos espectáculos del 93, ¿hicieron germinar tal vez en su alma ideas de retiro y de soledad? Nadie hubiera podido decirlo; sólo se sabía que a su vuelta de Italia era sacerdote.
En 1804 el señor Myriel se desempeñaba como cura de Brignolles. Era ya anciano y vivía en un profundo retiro.
Hacia la época de la coronación de Napoleón, un asunto de su parroquia lo llevó a París; y entre otras personas poderosas cuyo amparo fue a solicitar en favor de sus feligreses, visitó al cardenal Fesch. Un día en que el Emperador fue también a visitarlo, el digno cura que esperaba en la antesala se halló al paso de Su Majestad Imperial. Napoleón, notando la curiosidad con que aquel anciano lo miraba, se volvió, y dijo bruscamente:
¿Quién es ese buen hombre que me mira?
Majestad —dijo el señor Myriel—, vos miráis a un buen hombre y yo miro a un gran hombre. Cada uno de nosotros puede beneficiarse de lo que mira.
Esa misma noche el Emperador pidió al cardenal el nombre de aquel cura y algún tiempo después el señor Myriel quedó sorprendido al saber que había sido nombrado obispo de D.
Llegó a D. acompañado de su hermana, la señorita Baptistina, diez años menor que él. Por toda servidumbre tenían a la señora Maglóire, una criada de la misma edad de la hermana del obispo.
La señorita Baptistina era alta, pálida, delgada, de modales muy suaves. Nunca había sido bonita, pero al envejecer adquirió lo que se podría llamar la belleza de la bondad. Irradiaba una transparencia a través de la cual se veía, no a la mujer, sino al ángel.
La señora Magloire era una viejecilla blanca, gorda, siempre afanada y siempre sofocada, tanto a causa de su actividad como de su asma.
A su llegada instalaron al señor Myriel en su palacio episcopal, con todos los honores dispuestos por los decretos imperiales, que clasificaban al obispo inmediatamente después del mariscal de campo.
Terminada la instalación, la población aguardó a ver cómo se conducía su obispo.
II
El señor Myriel se convierte en monseñor Bienvenido
El palacio episcopal de D. estaba contiguo al hospital, y era un vasto y hermoso edificio construido en piedra a principios del último siglo. Todo en él respiraba cierto aire de grandeza: las habitaciones del obispo, los salones, las habitaciones interiores, el patio de honor muy amplio con galerías de arcos según la antigua costumbre florentina, los jardines plantados de magníficos árboles.
El hospital era una casa estrecha y baja, de dos pisos, con un pequeño jardín atrás.
Tres días después de su llegada, el obispo visitó el hospital. Terminada la visita, le pidió al director que tuviera a bien acompañarlo a su palacio.
—Señor director —le dijo una vez llegados allí—: ¿cuántos enfermos tenéis en este momento?
Veintiséis, monseñor.
—Son los que había contado —dijo el obispo.
—Las camas —replicó el director— están muy próximas las unas a las otras.
—Lo había notado.
—Las salas, más que salas, son celdas, y el aire en ellas se renueva difícilmente.
—Me había parecido lo mismo.
—Y luego, cuando un rayo de sol penetra en el edificio, el jardín es muy pequeño para los convalecientes.
También me lo había figurado.
—En tiempo de epidemia, este año hemos tenido el tifus, se juntan tantos enfermos; más de ciento, que no sabemos qué hacer.
—Ya se me había ocurrido esa idea.
—¡Qué queréis, monseñor! —dijo el director—: es menester resignarse.
Esta conversación se mantenía en el comedor del piso bajo.
El obispo calló un momento; luego, volviéndose súbitamente hacia el director del hospital, preguntó:
¿Cuántas camas creéis que podrán caber en esta sala?
—¿En el comedor de Su Ilustrísima?— exclamó el director estupefacto.
El obispo recorría la sala con la vista, y parecía que sus ojos tomaban medidas y hacían cálculos.
—Bien veinte camas —dijo como hablando consigo mismo; después, alzando la voz, añadió: Mirad, señor director, aquí evidentemente hay un error. En el hospital sois veintiséis personas repartidas en cinco o seis pequeños cuartos. Nosotros somos aquí tres y tenemos sitio para sesenta. Hay un error, os digo; vos tenéis mi casa y yo la vuestra. Devolvedme la mía, pues aquí estoy en vuestra casa.
Al día siguiente, los veintiséis enfermos estaban instalados en el palacio del obispo, y éste en el hospital.
Monseñor Myriel no tenía bienes.
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