sin éxito... la fuente pública de una gran plaza cesa de correr... pasan semanas... sin correr... los obreros la limpian... brota el agua... suegro descubierto... la cabeza contra el caño principal, con una declaración en su bota derecha... lo sacaron, y la fuente volvió a correr lo mismo que antes.

—¿Me permite usted que anote este romántico suceso, sir? —dijo Mr. Snodgrass hondamente afectado.

—Claro, sir, claro... cincuenta más, si usted quiere oírlos... vida extraña la mía... curiosa historia... no extraordinaria, pero singular.

De este modo, con un vaso de cerveza de cuando en cuando, como paréntesis, durante los cambios de tiro, continuó el intruso hasta que llegaron al puente de Rochester, en cuya sazón los cuadernos de notas de Mr. Pickwick y Mr. Snodgrass se hallaban completamente llenos con los rasgos notables de sus aventuras.

—¡Magníficas ruinas! —dijo Mr. Augusto Snodgrass con todo el fervor poético que le caracterizaba, cuando se hizo a la vista el hermoso y viejo castillo.

—¡Qué objeto de estudio para un arqueólogo! —fueron las palabras que salieron de boca de Mr. Pickwick al tiempo que enfilaba su anteojo.

—¡Ah! Hermoso sitio —dijo el intruso—; gloriosa mole... imponentes muros... vacilantes arcos... oscuros rincones... Escaleras derruidas... antigua catedral... olor de tierra... pies de peregrinos que desgastaron los peldaños... puertecillas sajonas... confesonarios como taquillas de teatro... raras costumbres las de aquellos monjes... abates y limosneros, y toda suerte de antiguos tipos, de anchas caras rojas y de deformes narices, cada día más chatas... coletos de ante...