Las damas de la nobleza, en carroza abierta, exhiben sus perlas índicas; un numeroso enjambre de cortesanos escarcea por el castillo, luciendo sus atavíos, y el que vuelve de nuevo a la patria ha de reconocer que la sangre que han derramado él y sus camaradas en las Indias, por misterios de la química se ha convertido en oro. Mientras ellos luchaban, padecían, conocían las privaciones y daban la sangre bajo el sol implacable del Sur, Lisboa se convertía, gracias a sus gestas, en la heredera de Alejandría y de Venecia, y Manuel, el "Afortunado", llegaba a ser el monarca más rico de Europa. Su patria se ha transformado en todo, y todos viven en el mundo viejo más ricos, más ufanos, más pródigos y dados a los placeres como si las especias conquistadas y el oro ganado hubieran embriagado los sentidos. Só1o él vuelve a una patria donde nadie lo espera ni le demuestra gratitud. Pasa como un forastero, sin recibir de nadie un saludo. Así entra en su patria el "soldado desconocido", el portugués Fernando de Magallanes.

MAGALLANES SE EMANCIPA

 

Junio 1512-octubre 1517

 

Las épocas heroicas no son ni fueron nunca sentimentales, y muy pobre correspondencia obtuvieron de sus reyes aquellos esforzados conquistadores que ganaron mundos para España o para Portugal. Colón vuelve a Sevilla encadenado; Cortés cae en desgracia; Pizarro es asesinado; Núñez de Balboa, el descubridor del Mar del Sur, muere decapitado; Camoens, paladin y poeta de Portugal, calumniado por miserables funcionarios provinciales, pasa meses y años, como su gran colega Cervantes, en una prisión no mucho mejor que un estercolero. ¡Enorme ingratitud de la jornada de descubrimientos! Desamparados, invadidos de piojos, vagan por las callejas de Cádiz y de Sevilla, como mendigos o contrahechos, los mismos marineros y soldados que hicieron presa en las joyas de Moctezuma y en las cámaras del oro de los Incas para engrosar el tesoro de la Corona de España. Pocos son los que perdonó la muerte más allá en las colonias, y los supervivientes vagan ahora sin gloria vueltos a su patria. ¿Qué pueden importarles los actos de aquellos héroes innominados a los cortesanos que nunca dejaron el palacio donde se hallan seguros al amor de las riquezas conquistadas con tales luchas? Ellos, los abejones del palacio, son promovidos a los cargos de adelantados y gobernadores de las nuevas provincias, y amontonan el oro y, temiendo por él, apartan a un lado a los luchadores coloniales —los oficiales del frente de aquel tiempo— cuando cometen la locura de volver agotados a sus tares al cabo de años de abnegación. El haber tomado parte en los combates de Cannanore, de Malaca y en tantos otros; el haberse jugado una docena de veces la vida y la salud por el honor de Portugal, no da al repatriado Magallanes ni la más mínima opción a un cargo digno, a algo que asegure su existencia. Sólo a la casual circunstancia de su ascendencia noble y a que anteriormente había pertenecido a la casa del rey -criaçao do rey— ha de agradecer que lo incluyan en la lista de los que reciben pensiones, o más bien limosnas, y esto en la categoría inferior, o sea moço fidalgo, con la miseria de mil reis mensuales. Sólo al cabo de un mes, y probablemente no sin dificultades, le es concedido un pequeño ascenso a fidalgo escudeiro, con mil ochocientos cincuenta reis —o, según otra noticia, a la jerarquía de cavaleiro fidalgo, con mil doscientos cincuenta—. De todos modos, sea cual fuere el más ajustado de esos títulos, ninguno importaba gran cosa, ya que ninguno de ellos obliga o da derecho a Magallanes para nada más que holgar de antecámara en antecámara. Un hombre de honor y de ambiciones no se contenta durante mucho tiempo con una pensión mendicante como ésta. No es de extrañar que Magallanes aproveche, si no la mejor, la primera ocasión para alistarse de nuevo en el servicio militar, donde pueda poner en valor su actividad y sus cualidades.

Ha de esperar cosa de un año, pero llega el verano de 1513, y no bien el rey Manuel ha aprestado la gran expedición militar contra Marruecos, para acogotar, por fin, a los piratas moros, el luchador de Indias se da prisa a incorporarse, corazonada que sólo se explica como desquite de su forzada inactividad. Porque no será en una guerra en tierra firme donde Magallanes (que casi siempre ha servido en la marina y se ha revelado durante siete años expertísimo navegante) pueda hacer gala de las dotes que le son propias. En medio de la gran Armada que se dirige a Azamor no pasa, una vez más, de oficial sin categoría, de subalterno sin independencia en el mando. Una vez más, como en Indias, su nombre no figura en primer término en ningún informe, aunque su persona, lo mismo que en los combates de Indias, esté siempre en primer término en el peligro. También esta vez —y es la tercera— Magallanes sufre una herida en un cuerpo a cuerpo: una lanzada en la rodilla, que interesa al nervio y le deja la pierna entorpecida para siempre.

En el servicio del frente, un hombre que cojea impedido de andar aprisa y de montar a caballo, no sirve para gran cosa. A Magallanes se le presentaba ahora una cómoda oportunidad para dejar Africa y exigir, como herido, una crecida pensión. Pero vuelve a abrazarse al ejército, a la guerra, al peligro, que son su elemento. E1 herido es designado, junto con otro oficial, para el cargo de oficial de presas — quadrileiro das preses— y administra la enorme cantidad de caballos y ganadería tomados a los moros. A raíz de este cargo, Magallanes se halla envuelto en un ingrato incidente; una noche desaparecen de los gigantescos apriscos algunas docenas de carneros y se extiende el malévolo rumor de que Magallanes y su camarada han revendido secretamente a los moros una parte de las presas, o bien han facilitado con su negligencia que las sacaran de sus majadas al amparo de la oscuridad. Por singular coincidencia, esta miserable sospecha de infidelidad en perjuicio del Estado es la misma con que los empleados de las colonias portuguesas, unos decenios más tare, denigrarán a otro hombre famoso: el poeta Camoens. El honor de entrambos, que tuvieron cien facilidades para enriquecerse en el saqueo durante sus años de Indias y volvieron pobres, será manchado con las mismas injuriosas sospechas.

Pero, afortunadamente, Magallanes es de más fuerte madera que el blando Camoens. No se le ocurre que aquella clase de criaturas hayan de llamarle a juicio y dejarle consumir durante meses en las prisiones, como a Camoens. No vuelve la espalda a sus contrarios, como lo hiciera el suave autor de Os Lusíadas, sino que, apenas extendido el rumor y antes de que nadie se atreviera a acusarle públicamente, deja el ejército y se presenta en Portugal para pedir explicaciones.

La prueba de que Magallanes no se sentía culpable en lo más mínimo de los turbios actos que le imputaban es que, llegado a Lisboa, reclama audiencia del rey, pero no para defenderse, antes al contrario, para exigir por fin, plenamente satisfecho de la obligación cumplida, una ocupación más digna y mejor paga. De nuevo ha perdido otros dos años, de nuevo ha recibido en franca lucha una herida que casi le deja inútil. Pero es mal acogido; el rey Manuel no da tiempo al enérgico acreedor para exponer sus pretensiones.