El virrey tiene, además, a su cargo el aniquilamiento del poder naval del sultán de Egipto, así como el del rajá indio, y una vigilancia de todos los puestos tan severa, que ningún buque sin pasaporte portugués podrá cargar desde este año del Señor, 1505, ni, siquiera un gramo de especias. Y van de la mano esta misión militar y otra misión ideológica religiosa: la expansión del cristianismo a todas las tierras conquistadas; por esto la expedición guerrera tiene, al mismo tiempo, el ceremonial de una Cruzada. Por su propia mano confía el rey a Francisco d'Almeida, en la catedral, la nueva bandera de damasco blanco que lleva entretejida la Cruz de Cristo y ha de tremolar victoriosa sobre los territorios paganos y moriscos. De rodillas la aceptan el almirante y los mil quinientos soldados, que hacen Juramento de fidelidad a su señor en la Tierra, el rey de Portugal, después de haber confesado y comulgado para unirse con su Señor celestial, cuyo reinado han de establecer sobre aquellos países forasteros. Con solemnidad procesional atraviesan la ciudad, camino del puerto; retruena la artillería en señal de despedida, y los galeones resbalan con grandiosidad en la corriente del Tajo hacia el mar abierto que su almirante es el llamado a conquistar para Portugal hasta el otro extremo de la Tierra.
Entre los mil quinientos que prestan juramento de fidelidad ante el altar, con la mano levantada, hay también de rodillas un hombre de veinticuatro años, hasta entonces de nombre oscuro. Es Fernando de Magallanes. Poco se conoce de su pasado, a no ser que nació en 1480; ya no hay acuerdo al tratar del lugar del nacimiento: el de Sabrosa, en la provincia de Trasos Montes, que defienden los cronistas del tiempo, se ha demostrado como falso en posteriores investigaciones, por ser falsificado el testamento del cual se sacó la noticia; el más verosímil de los datos es el que sitúa a Porto su nacimiento. Tampoco se tienen más datos de su familia que el de su nobleza, y ésta de cuarto grado, la de "fidalgos de cota de armas”, ascendencia que da a Magallanes el derecho de llevar y traspasar en herencia un escudo propio y le abre las puertas de la corte real. Se supone que, siendo más joven, sirvió a la reina Leonor de Portugal como paje, sin que esto aclare nada sobre otra posición cualquiera de mayor importancia durante los años anónimos. Así, cuando el "fidalgo" entra en la flota a los veinticuatro años, no es más que un "sobresaliente" entre tantos, y uno más entre los mil quinientos hombres de guerra subalternos que comen, viven y duermen en la cámara del barco, en común con los trabajadores de a bordo y los grumetes, un "soldado desconocido" más, de los que a millares salen a la conquista del mundo en esta campaña, de los cuales muchísimos caerán, y quedarán una docena para contar la aventura, y uno sólo que se llevará la gloria imperecedera del hecho colectivo.
Magallanes es, pues, en este viaje, uno de los mil quinientos, y nada más. Buscaríamos en vano su nombre en las crónicas de la guerra de Indias, y poco más podemos asegurar honradamente de todos aquellos años, a no ser su inigualable valor como años de aprendizaje para el futuro viajero del mundo. Un sobresaliente no se escapa de manejar las velas en las tormentas y de aguantar firme al servicio de las bombas del agua, y hoy ha de formar en el asalto de una ciudad, y mañana le toca acarrear la arena para construir fortificaciones bajo un sol ardiente. Tiene que llevar a cuestas fardos de mercancías para el trueque y hacer centinela en las factorías, y pelear en tierra firme o a bordo, y ser tan diestro en el manejo de la sonda como de la espada, y saber obedecer y saber mandar. Participe de todo aprende a poner el alma en todo, y será a la vez soldado, navegante, mercader y conocedor de la gente, de las tierras, de los mares y de los astros. Ya de joven el destino le asoció a los grandes acontecimientos que determinarán el aprecio de su nación en el mundo y la estructura de la Tierra para los siglos. Por esos derroteros recibe Magallanes el auténtico bautismo de fuego en el combate naval de Cannanore —16 marzo 1506—, después de algunas escaramuzas que tuvieron más carácter de pillaje que de verdaderas batallas.
El ataque de Cannanore señala el punto decisivo en la historia de las conquistas portuguesas. El zamorín de Calicut —la actual Kozhikode— había recibido afablemente a Vasco de Gama en su primer desembarque, manifestándose dispuesto a entablar relaciones comerciales con la nación desconocida. Pero pronto tuvo que reconocer, cuando los vio volver pocos años después con una flota más grande y, bien provista que los portugueses aspiraban a un notorio derecho de dominación sobre las Indias. Con terror vieron los mercaderes indios y mahometanos la súbita aparición de un esturión voraz en medio de las carpas de su tranquilo estanque. Porque lo cierto es que aquellos forasteros se apoderan de todos los mares. Ya no hay navío que se arriesgue a salir de un puerto por miedo a los brutales piratas de nuevo cuño, y se entorpece el negocio de las especias, y las caravanas de Egipto son esperadas en vano. Hasta el Rialto de Venecia llega la aprensión de que una mano muy dura ha debido de cortar el antiguo curso de los acontecimientos. El sultán de Egipto, que ve menguar la recaudación de sus derechos, es el primero que levanta la voz, instando al Papa. Le escribe que en el caso de que los portugueses insistan en portarse como salteadores en el mar Índico, demolerá el Santo Sepulcro de Jerusalén. Pero ni el Papa ni otro emperador o rey tiene ya ninguna autoridad sobre la voluntad imperialista de Portugal. La única salida que a los perjudicados se ofrece es juntarse y dar jaque a los portugueses en Indias, antes de que sienten allí sus reales definitivamente. El zamorín de Calicut prepara el ataque ayudado secretamente por el sultán de Egipto, así como por los venecianos, que mandan bajo mano a Calicut —porque el oro pesa más que la sangre— fundidores de cañones y maestros artilleros. Con un ataque por sorpresa, la flota cristiana quedará abatida para no levantarse más.
Pero, a veces, una figura de último término, con su presencia de espíritu y su energía, da a la Historia un giro que durará siglos. Una feliz casualidad salva a los portugueses. Vaga por el mundo en aquellos tiempos un temerario aventurero italiano a quien llaman Ludovico Varthema.
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