La boda tuvo lugar en Sevilla, y mi padre, algunos días después, volvió a Córdoba en compañía de Camila, su nueva esposa, y de una hermana de Camila llamada Inesilla.

Mi nueva madrastra respondió perfectamente a la mala opinión que se tenía de ella, y no bien entró en nuestra casa pretendió seducirme. No lo consiguió. Me enamoré, sin embargo, pero de su hermana Inesilla. Mi pasión llegó a ser tan impetuosa que me arrojé a los pies de mi padre y le pedí la mano de su cuñada.

Mi padre, bondadosamente, me obligó a levantarme. Después me dijo:

—Hijo mío, os prohíbo pensar en ese matrimonio, y os lo prohíbo por tres razones. Primero: sería ridículo que llegarais a ser en cierto modo el cuñado de vuestro padre. Segundo: los santos cánones de la Iglesia no aprueban esta clase de matrimonios. Tercero: no quiero que os caséis con Inesilla.

Habiéndome hecho conocer sus tres razones, me volvió la espalda y se fue. Me retiré a mi aposento, donde me abandoné a la desesperación. Mi madrastra, a quien mi padre informó inmediatamente de lo sucedido, vino a buscarme y me dijo que hacía mal en afligirme; que si no podía ser el marido de Inesilla, podía ser su corte jo, es decir, su amante, de lo cual ella se ocuparía; pero a la vez me declaró el amor que sentía por mí, y el sacrificio que llevaba a cabo al cederme a su hermana. Escuché atentamente este discurso que halagaba mi pasión, pero Inesilla era tan modesta que me parecía imposible que pudieran comprometerla a ceder a mis sentimientos. Durante ese tiempo mi padre resolvió hacer un viaje a Madrid, con la intención de obtener el cargo de corregidor de Córdoba, y llevó con él a su mujer y a su cuñada. Su ausencia duraría dos meses, pero el tiempo me pareció muy largo porque estaba alejado de Inesilla.

Pasados escasamente los dos meses, recibí una carta de mi padre en la cual me ordenaba que fuera a su encuentro y lo esperara en Venta Quemada, a la entrada de Sierra Morena. Yo no habría accedido fácilmente a pasar por Sierra Morena algunas semanas antes, pero acababan de colgar a los dos hermanos de Soto. Su banda estaba dispersa, y los caminos se consideraban bastante seguros.

Partí pues a Córdoba hacia las diez de la maña a iba a pasar la noche en Andújar, en un albergue cuyo huésped es de los más charlatanes que existan en Andalucía. Ordené una copiosa cena, comí de ella y guardé el resto para mi viaje. Al día siguiente comí en Los Alcornoques lo que había reservado la víspera, y llegué por la tarde a Venta Quemada. No encontré a mi padre, pero como en su carta me ordenaba que lo aguardase, decidí quedarme de buena gana por cuanto me hallé en un albergue espacioso y cómodo. El huésped era entonces un tal González de Murcia, hombre bastante bueno aunque charlatán, que no dejó de prometerme una cena digna de un Grande de España. En tatas to que se ocupaba de prepararla, fui a pasearme por las orillas del Guadalquivir, y cuando volví encontré que la cena, en efecto, no era mala. Cuando acabé de comer, le dije a González que me preparase la cama. Entonces, turbándose, respondió con algunas insensateces. Por fin me confesó que el albergue estaba rondado por aparecidos, y que él y su familia pasaban las noches en una alquería, a la orilla del río; si yo también quería pasar la noche, haría una cama junto a la suya. Esta proposición me pareció fuera de lugar; le dije que fuera a acostarse donde le viniera en gana, y que me enviase a mis servidores. González me obedeció y se fue meneando la cabeza y encogiéndose de hombros.

Llegaron mis servidores un momento después; también ellos habían oído hablar de los aparecidos y quisieron convencerme de que pasara la noche en la alquería. Recibí un poco brutalmente sus consejos y les ordené que me preparasen una cama en el aposento donde había comido. Me obedecieron a regañadientes y, cuando la cama estuvo hecha, todavía me exhortaron a dormir en la alquería. Seriamente impacientado por sus adjuraciones, me permití algunas palabras que los pusieron en fuga y, como no estaba acostumbrado a que mis servidores me desnudaran, prescindí fácilmente de ellos para acostarme: sin embargo, habían sido más atentos de lo que merecía la manera con que los traté. Dejaron junto a la cama un candelero encendido, una vela de repuesto, dos pistolas y algunos volúmenes cuya lectura podía mantenerme despierto, pero la verdad es que yo había perdido el sueño.

Pasé un par de horas, ya leyendo, ya dándome vueltas en la cama. Por fin oí el sonido de un reloj o de un campanario que dio las doce.