De golpe se apagó y sentí un escalofrío mortal queme helaba la sangre en las venas. Tiraron de mi manta, después oí una vocecita que decía:

—Soy Camila, tu madrastra. Tengo frío, corazón. Hazme lugar bajo tu manta. Después otra voz:

—Soy Inesilla. Déjame entrar en tu cama. Tengo frío, tengo frío. Después sentí una mano helada que me tiraba del mentón. Juntando todas mis fuerzas dije en voz alta:

—¡Satán, retírate!

Entonces las vocecitas me dijeron:

—¿Por qué nos echas? ¿No eres acaso nuestro maridito? Tenemos frío. Haremos un poco de fuego.

En efecto, muy pronto vi una llama en el atrio de la cocina. Como la llama se aclarara, no vi a Inesilla y a Camila, sino a los dos hermanos de Soto colgados de la chimenea. Esta visión me puso fuera de mí. Salí de la cama, salté por la ventana y me eché a correr por los campos. Por un momento pude jactarme de haber escapado a tantos horrores, pero al volverme vi que me seguían los dos ahorcados. Entonces corrí más aún y vi que los ahorcados habían quedado atrás. Pero no duró mucho mi alegría. Los detestables seres se abalanzaron por los aires y en un instante los tuve sobre mí. Seguí corriendo. Por último las fuerzas me abandonaron.

Entonces sentí que uno de los ahorcados me apresaba por el tobillo izquierdo. Quise librarme de él, pero el otro ahorcado me cortó el camino. Se presentó ante mí, con ojos aterrorizadores y sacando una lengua roja como el hierro que se retira del fuego. Pedí gracia. Vanamente. Con una mano me aferró de la garganta y con la otra me arrancó el ojo que me falta. En el lugar del ojo hizo entrar su lengua abrasadora. Me lamió el cerebro y me hizo rugir de dolor.

Entonces el otro ahorcado, que me había apresado por la pierna izquierda, empezó a torturarme. Primero me cosquilleó la planta del pie que aferraba con la otra mano; después le arrancó la piel, separó todos los nervios, los dejó al desnudo y quiso tocar en ellos como en un instrumento de música, pero como no emitiera yo un sonido que le causara placer, hundió su espuela en mi pantorrilla, tiró de los tendones y los torció como se hace para acordar un arpa. Por último se puso a tocar en mi pierna de la cual había hecho un salterio. Escuché su risa diabólica. A los atroces bramidos que me arrancaba el dolor, hacían coro los alaridos del infierno.