Y de he cho el fatalismo de los débiles de voluntad se embellece de modo sorprendente cuando sabe presentarse a sí mismo como la religion de la souffrance humaine [la religión del sufrimiento humano]: ése es su «buen gusto».

22

Perdóneseme el que yo, como viejo filólogo que no puede dejar su malicia, señale con el dedo las malas artes de interpretación: pero es que esa «regularidad de la naturaleza» de que vosotros los físicos habláis con tanto orgullo, como si — no existe más que gracias a vuestra interpretación y a vuestra mala «filología», —¡ella no es un hecho, no es un «texto», antes bien es tan sólo un amaño y una distorsión ingenuamente humanitarios del sentido, con los que complacéis bastante a los instintos democráticos del alma moderna! «En todas partes, igualdad ante la ley, —la naturaleza no se encuentra en este punto en condiciones distintas ni mejores que nosotros»: graciosa reticencia con la cual se enmascara una vez más la hostilidad de los hombres de la plebe contra todo lo privilegiado y soberano, y asimismo un segundo y más sutil ateísmo. Ni dieu, ni maitre [ni Dios, ni amo] —también vosotros queréis eso: y por ello «¡viva la ley natural! » —ano es verdad? Pero, como hemos dicho, esto es interpretación, no texto; y podría venir alguien que con una intención y un arte interpretativo antitéticos supiese sacar de la lectura de esa misma naturaleza, y en relación a los mismos fenómenos, cabalmente el triunfo tiránico, despiadado e inexorable de pretensiones de poder, —un intérprete que os pusiese de tal modo ante los ojos la universalidad e incondicionalidad vigentes en toda «voluntad de poder», que casi toda palabra, hasta la propia palabra «tiranía», acabase pareciendo inutilizable o una metáfora debilitante y suavizadora —algo demasiado humano —; y que, sin embargo, afir—mase acerca de este mundo, en fin de cuentas, lo mismo que vosotros afirmáis, a saber, que tiene un curso «necesario» y «calculable», pero no porque en él dominen leyes, sino porque faltan absolutamente las leyes, y todo poder saca en cada instante su última consecuencia. Suponiendo que también esto sea nada más que interpretación —¿y no os apresuraréis vosotros a hacer esa objeción? —bien, tanto mejor. —

23

La psicología entera ha estado pendiendo hasta ahora de prejuicios y temores morales: no ha osado descender a la profundidad. Concebirla como morfología y corno teoría de la evolución de la voluntad del poder, tal como yo la concibo —eso es algo que nadie ha rozado siquiera en sus pensamientos: en la medida, en efecto, en que está permitido reconocer en lo que hasta ahora se ha escrito un síntoma de lo que hasta ahora se ha callado. La fuerza de los prejuicios morales ha penetrado a fondo en el mundo más espiritual, en un mundo aparentemente más frío y más libre de presupuestos —y, como ya se entiende, ha tenido efectos nocivos, paralizantes, ofuscadores, distorsivos. Una fisio-psicología auténtica se ve obligada a luchar con resistencias inconscientes que habitan en el corazón del investigador, ella tiene contra sí «el corazón»: ya una doctrina que hable del condicionamiento recíproco de los instintos «buenos» y los «malos» causa, cual si fuera una inmoralidad más sutil, pena y disgusto a una conciencia todavía fuerte y animosa, —y más todavía causa pena y disgusto una doctrina que hable de la derivabilidad de todos los instintos buenos de los instintos perversos. Pero suponiendo que alguien considere que incluso los afectos odio, envidia, avaricia, ansia de dominio son afectos condicionantes de la vida, algo que tiene que estar presente, por principio y de un modo fundamental y esencial, en la economía global de la vida, y que en consecuencia tiene que ser acre—centado en el caso de que la vida deba ser acrecentada, —ese alguien padecerá semejante orientación de su juicio como un mareo. Sin embargo, tampoco esta hipótesis es, ni de lejos, la más penosa y extraña que cabe hacer en este reino enorme, casi nuevo todavía, de conocimientos peligrosos: —¡y de hecho hay cien buenos motivos para que de él permanezca alejado todo el que —pueda! Por otro lado: una vez que nuestro barco ha desviado su rumbo hasta aquí, ¡bien!, ¡adelante!, ¡ahora apretad bien los dientes!, ¡abrid los ojos!, ¡firme la mano en el timón! —estamos dejando atrás, navegando derechamente sobre ella, sobre la moral, con ello tal vez aplastemos, machaquemos nuestro propio residuo de moralidad, mientras hacemos y osa—mos hacer nuestro viaje hacia allá, —¡pero qué importamos nosotros! Nunca antes se ha abierto un mundo más profundo de conocimiento a viajeros y aventureros temerarios: y al psicólogo que de este modo «realiza sacrificios» —no es el sacrifizio delf intelletto [sacrificio del entendimiento], ¡al contrario!, —le será lícito aspirar al menos a que la psicología vuelva a ser reconocida como señora de las ciencias, para cuyo servicio y preparación existen todas las otras ciencias. Pues a partir de ahora vuelve a ser la psicología el camino que conduce a los problemas fundamentales.

Sección segunda: El espíritu libre

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O sancta simplicitas! [¡Oh santa simplicidad!] ¡Dentro de qué simplificación y falseamiento tan extraños vive el hombre! ¡Imposible resulta dejar de maravillarse una vez que hemos acomodado nuestros ojos para ver tal prodigio! ¡Cómo hemos vuelto luminoso y libre y fácil y simple todo lo que nos rodea!, ¡cómo hemos sabido dar a nuestros sentidos un pase libre para todo lo superficial, y a nuestro pensar, un divino deseo de saltos y paralogismos traviesos!, —¡cómo hemos sabido desde el principio mantener nuestra ignorancia, a fin de disfrutar una libertad, una despreocupación, una imprevisión, una intrepidez, una jovialidad apenas comprensibles de la vida, a fin de disfrutar la vida! A la ciencia, hasta ahora, le ha sido lícito levantarse únicamente sobre este fundamento de ignorancia, que ahora ya es firme y granítico; a la voluntad de saber sólo le ha sido lícito levantarse sobre el fundamento de una voluntad mucho más fuerte, ¡la voluntad de no—saber, de incertidumbre, de no—verdad! No como su antítesis, sino —¡como su refinamiento! Aunque el lenguaje, aquí como en otras partes, sea incapaz de ir más allá de su propia torpeza y continúe hablando de antítesis allí donde únicamente existen grados y una compleja sutileza de gradaciones; aunque, asimismo, la inveterada tartufería de la moral, que ahora forma parte, de modo insuperable, de nuestra «carne y sangre», distorsione las palabras en la boca de nosotros mismos los que sabemos: sin embargo, acá y allá nos damos cuenta y nos reímos del hecho de que la mejor ciencia sea precisamente la que más quiere re—tenernos dentro de este mundo simplificado, completamente artificial, fingido, falseado, porque ella ama, queriéndolo sin quererlo, el error, porque ella, la viviente, —¡ama la vida!

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Después de tan jovial preámbulo no quisiera que no se oyese una palabra seria: se dirige a los más serios. ¡Tened cuidado, vosotros los filósofos y amigos del conocimiento, y guardaos del martirio! ¡De sufrir «por amor a la verdad»! ¡Incluso de defenderos a vosotros mismos! Corrompe toda la inocencia y toda la sutil neutralidad de vuestra conciencia, os vuelve testarudos en enfrentaros a objeciones y trapos rojos, os enton—tece, os animaliza, os convierte en toros el hecho de que vosotros, al luchar con el peligro, la difamación, la sospecha, la repulsa y otras consecuencias aún más toscas de la enemistad, tengáis que acabar presentándoos como defensores de la verdad en la tierra: —¡como si «la verdad» fuese una persona tan indefensa y torpe que necesitase defensores!, ¡y precisamente vosotros, caballeros de la tristísima figura, señores míos mozos de esquina y tejedores de telarañas del espíritu! ¡En última .instancia, bien sabéis que no debe im—portar nada el hecho de que seáis precisamente vosotros quienes tengáis razón, y asimismo sabéis que hasta ahora ningún filósofo ha tenido todavía razón, y que sin duda hay una veracidad más laudable en cada uno de los pequeños signos de interrogación que colocáis detrás de vuestras palabras favoritas y de vuestras doctrinas preferidas (y, en ocasiones, detrás de vosotros mismos), que en todos los solemnes gestos y argumentos invencibles presentados ante los acusadores y los tribunales! ¡Es preferible que os retiréis! ¡Huid a lo oculto! ¡Y tened vuestra máscara y sutileza para que os confundan con otros! ¡U os teman un poco! ¡Y no me olvidéis el jardín, el jardín con verjas de oro! Y tened a vuestro alrededor hombres que sean como un jardín, —o como música sobre aguas, a la hora del atardecer, cuando ya el día se convierte en recuerdo: —¡elegid la soledad buena, la soledad libre, traviesa y ligera, la cual os otorga también derecho a continuar siendo buenos en algún sentido! ¡Qué venenosos, qué arteros, qué malos hace a los hombres toda guerra prolongada que no se puede llevar a cabo utilizando abiertamente la fuerza! ¡Qué personales hace a los hombres un temor prolongado, un tener fijos los ojos largo tiempo en enemigos, en posibles enemigos! Estos expulsados de la sociedad, estos perseguidos durante mucho tiempo, hostigados de manera perversa, —también los eremitas a la fuerza, los Spinoza o los Giordano Bruno —acaban siempre convirtiéndose, aunque sea bajo la mascarada más espiritual, y tal vez sin que ellos mismos lo sepan, en refinados rencorosos y envenenadores (¡exhúmese alguna vez el fundamento de la ética y de la teología de Spinoza!), —para no hablar de esa majadería que es la indignación moral, la cual, en un filósofo, es el signo infalible de que ha perdido el humor filosófico. El martirio del filósofo, su «sacrificarse por la verdad», saca a luz por fuerza la parte de agitador y de comediante que se hallaba escondida dentro de él; y suponiendo que hasta ahora sólo se haya contemplado al filósofo con una curiosidad artística, puede resultar ciertamente comprensible, con respecto a más de uno de ellos, el peligroso deseo de verlo también alguna vez en su degeneración (degenerado en «mártir», en vocinglero del escenario y de la tribuna). Sólo que quien abrigue ese deseo tiene que saber con claridad qué es lo que, en todo caso, logrará ver aquí: —únicamente una comedia satírica, únicamente una farsa epilogal, únicamente la permanente demostración de que la tragedia prolongada y auténtica ha terminado: presuponiendo que toda filosofía naciente haya sido una tragedia prolongada. —

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Todo hombre selecto aspira instintivamente a tener un castillo y un escondite propios donde quedar redimi—do de la multitud, de los muchos, de la mayoría, donde tener derecho a olvidar, puesto que él es una excepción de ella, la regla «hombre»: —a excepción únicamente del caso en que un instinto aún más fuerte lo empuje derechamente hacia esa regla, como hombre de conocimiento en el sentido grande y excepcional de la expresión. Quien en el trato con los hombres no aparezca revestido, según las ocasiones, con todos los cambiantes colores de la necesidad, quien no se ponga verde y gris de náusea, de fastidio, de compasión, de melancolía, de aislamiento, ése no es ciertamente un hombre de gusto superior; mas suponiendo que no cargue voluntariamente con todo ese peso y displacer, que lo esquive constantemente y, como hemos dicho, permanezca escondido, silencioso y orgulloso, en su castillo, entonces una cosa es cierta: no está hecho, no está predestinado para el conocimiento. Pues si lo estuviera, algún día tendría que decirse «¡que el diablo se llene mi buen gusto!, ¡pero la regla es más interesante que la excepción, —que yo, que soy la excepción!» —y se pondría en camino hacia abajo, sobre todo «hacia dentro». El estudio del hombre medio, un estudio prolongado, serio, y, para esta finalidad, mucho disfraz, mucha superación de sí mismo, mucha familiaridad, mucha mala compañía —toda compañía es mala, excepto la de nuestros iguales —: esto constituye una parte necesaria de la biografía de todo filósofo, tal vez la parte más desagradable, la más maloliente, la más abundante en desilusiones. Mas si el filósofo tiene suerte, cual corresponde a un favorito del conocimiento, encontrará auténticos abreviadores y facilitadores de su tarea, —me refiero a los llamados cínicos, es decir, a aquellos que reconocen sencillamente en sí el animal, la vulgaridad, la «regla», y, al hacerlo, tienen todavía el grado necesario de espiritualidad y prurito como para tener que hablar sobre sí y sobre sus iguales ante testigos: — a veces se revuelcan incluso en libros como en su propio excremento. El cinismo es la única forma en que las almas vulgares rozan lo que es honestidad; y el hombre superior tiene que abrir los oídos siempre que tropiece con un cinismo bastante grosero y sutil, y felicitarse todas las veces que, justo delante de él, alcen su voz el bufón carente de pudor o el sátiro científico. Se dan incluso casos en que a la náusea se mezcla la fascinación: a saber, allí donde, por un capricho de la naturaleza, el genio va ligado a uno de esos machos cabríos y monos indiscretos, como ocurre con el Abbé [abate] Galiani, el hombre más profundo, más perspicaz y, tal vez, también el más sucio de su siglo —era mucho más profundo que Voltaire y, en consecuencia, también bastante menos locuaz. Con mayor frecuencia ocurre, como ya se ha insinuado, que la cabeza científica está asentada sobre un cuerpo de mono, y un sutil entendimiento de excepción, sobre un alma vulgar, —entre médicos y fisiólogos de la moral sobre todo, un caso nada raro. Y allí donde sin amargura, sino más bien despreocupadamente, hable alguien del hombre como de un vientre con dos necesidades y una cabeza con una sola; en todos los sitios donde alguien no vea, busque ni quiera ver nunca más que hambre, apetito sexual y vanidad, como si éstos fuesen los auténticos y únicos resortes de las acciones humanas; en suma, allí donde se hable «mal» (schlecht) — y no sólo «perversamente» (schlimm) — del hombre —, el amante del conocimiento debe escuchar sutil y diligentemente, debe tener sus oídos en todos aquellos lugares en que se hable sin indignación. Pues el hombre indignado, y todo aquel que con sus propios dientes se despedaza y desgarra a sí mismo (o, en sustitución de sí mismo, al mundo, o a Dios, o a la sociedad), ése quizá sea superior, según el cálculo de la moral, al sátiro reidor y autosatisfecho, pero en todos los demás sentidos es el caso más habitual, más indiferente, menos instructivo. Y nadie miente tanto como el indignado. —

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Es difícil ser comprendido: en especial si uno piensa y vive gangasrotogati [al ritmo del Ganges] entre hombres que piensan y viven de otro modo, a saber, kurmagati [al ritmo de la tortuga] o, en el mejor de los casos, mandeikagati, «según el modo de caminar de la rana» 35 —¿acabo de hacer todo lo posible para que resulte difícil comprenderme también a mí?, —y debemos estar cordialmente reconocidos por la buena voluntad de poner cierta sutileza en la interpretación. Mas en lo que se refiere a «los buenos amigos», los cuales son siempre demasiado cómodos y creen tener, justamente por ser amigos, derecho a la comodidad: hacemos bien en concederles de antemano un espacio libre y una palestra de incomprensión: —así tenemos algo más de qué reír; —o en eliminarlos del todo, a esos buenos amigos, —¡y también reír!

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Lo que peor se deja traducir de una lengua a otra es el tem po [ritmo] de su estilo: el cual tiene su fundamento en el carácter de la raza, o, hablando fisiológicamente, en el tempo medio de su «metabolismo». Hay traducciones hechas honestamente que casi son falsificaciones, pues constituyen vulgarizamientos involuntarios del original, y ello simplemente porque no se supo traducir el tempo valiente y alegre de éste, el tempo que salta por encima de todo lo que de peligroso hay en cosas y palabras y ayuda a dejarlo de lado. El alemán es casi incapaz de usar el presto [rápido] en su lengua: por lo tanto, es lícito inferir legítimamente, también es incapaz de muchas de las más divertidas y temerarias nuances [matices] del pensamiento libre, propio de espíritus libres. Así como el buffo [bufón] y el sátiro son ajenos a su cuerpo y a su conciencia, así Aristófanes y Petronio le resultan intraducibles. Todo lo serio, pesado, solemnemente torpe, todos los géneros fastidiosos y aburridos del estilo están desarrollados entre los alemanes con abundantísima multiformi—dad, —perdóneseme que diga, pues es un hecho, que ni siquiera la prosa de Goethe, con su mezcolanza de tiesura y gracia, constituye una excepción, ya que es reflejo de los «buenos tiempos antiguos», de los cuales forma parte, y expresión del gusto alemán en la época en que todavía existía un «gusto alemán»: el cual era un gusto rococó in moribus et artibus [en las costumbres y en las artes].