—Perdóneseme la broma de esta caricatura y este giro sombríos: pues precisamente yo mismo he aprendido hace ya mucho tiempo a pensar de otro mo—do, a juzgar dé otro modo sobre el engañar y el ser engañado, y tengo preparados al menos un par de empe—llones para la ciega rabia con que los filósofos se resisten a ser engañados. ¿Por qué no? Que la verdad sea más valiosa que la apariencia, eso no es más que un prejuicio moral; es incluso la hipótesis peor de—mostrada que hay en el mundo. Confesémonos al menos una cosa: no existiría vida alguna a no ser sobre la base de apreciaciones y de apariencias perspectivistas; y si alguien, movido por la virtuosa exaltación y majadería de más de un filósofo, quisiera eliminar del todo el «mundo aparente», entonces, suponiendo que vosotros pudierais hacerlo, —¡tampoco quedaría ya nada de vuestra «verdad»! Sí, ¿qué es lo que nos fuerza a suponer que existe una antítesis esencial entre «verdadero» y «falso»? ¿No basta con suponer grados de apariencia y, por así decirlo, sombras y tonos generales, más claros y más oscuros, de la apariencia, —va—leurs [valores] diferentes, para decirlo en el lenguaje de los pintores? ¿Por qué el mundo que nos concierne en algo — no iba a ser una ficción? Y a quien aquí pregunte: «¿es que de la ficción no forma parte un autor?», —¿no sería lícito responderle francamente: por qué? ¿Acaso ese «forma parte» no forma parte de la ficción? ¿Es que no está permitido ser ya un poco irónico con el sujeto, así corno con el predicado y el complemento? ¿No le sería lícito al filósofo elevarse por encima de la credulidad en la gramática? Todo nuestro respeto por las gobernantas: ¿mas no sería hora de que la filosofía apostatase de la fe en las gobernantas? —
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¡Oh Voltaire! ¡Oh humanitarismo! ¡Oh imbecilidad! La «verdad», la búsqueda de la verdad, son cosas difíciles; y si el hombre se comporta aquí de un modo demasiado humano —il ne cherche le vrai que pour faire de bien [no busca la verdad más que para hacer el bien], —¡apuesto a que no encuentra nada!
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Suponiendo que lo único que esté «dado» realmente sea nuestro mundo de apetitos y pasiones, suponiendo que nosotros no podamos descender o ascender a ninguna otra «realidad» más que justo a la realidad de nuestros instintos, —pues pensar es tan sólo un relacionarse esos instintos entre sí —: ¿no está permitido realizar el intento y hacer la pregunta de si eso dado no basta para comprender también, partiendo de lo idéntico a ello, el denominado mundo mecánico (o «material»)? Quiero decir, concebir este mundo no como una ilusión, una «apariencia», una «representación» (en el sentido de Berkeley y Schopenhauer), sino como algo dotado de idéntico grado de realidad que el poseído por nuestros afectos, —como una forma más tosca del mundo de los afectos, en la cual está aún englobado en una poderosa unidad todo aquello que luego, en el proceso orgánico, se ramifica y se configura (y también, como es obvio, se atenúa y debilita —), como una especie de vida instintiva en la que todas las funciones orgánicas, la autorregulación, la asimilación, la alimentación, la secreción, el metabolismo, permanecen aún sintéticamente ligadas entre sí, —como una forma previa de la vida? —En última instancia, no es sólo que esté permitido hacer ese intento: es que, visto desde la conciencia del metodo, está mandado. No aceptar varias especies de causalidad mientras no se haya llevado hasta su límite extremo (— hasta el absurdo, dicho sea con permiso) el intento de bastarnos con una sola: he ahí una moral del método a la que hoy no es lícito sustraerse; —es algo que se sigue «de su definición», como diría un matemático. En último término, la cuestión consiste en si nosotros reconocemos que la voluntad es realmente algo que actúa, en si nosotros creemos en la causalidad de la voluntad: si lo creemos —y en el fondo la creencia en esto es cabalmente nuestra creencia en la causalidad misma —, entonces tenemos que hacer el intento de considerar hipotéticamente que la causalidad de la voluntad es la única. La «voluntad», naturalmente, no puede actuar más que sobre la «voluntad» —y no sobre «materias» (no sobre «nervios», por ejemplo —): en suma, hay que atreverse a hacer la hipótesis de que, en todos aquellos lugares donde reconocemos que hay «efectos», una voluntad actúa sobre otra voluntad, —de que todo acontecer mecánico, en la medida en que en él actúa una fuerza, es precisamente una fuerza de la voluntad, un efecto de la voluntad. —Suponiendo, finalmente, que se consiguiese explicar nuestra vida instintiva entera como la ampliación y ramificación de una única forma básica de voluntad, —a saber, de la voluntad de poder, como dice mi tesis —; suponiendo que fuera posible reducir todas las funciones orgánicas a esa voluntad de poder, y que se encontrase en ella también la solución del problema de la procreación y nutrición —es un único problema —, entonces habríamos adquirido el derecho a definir inequívocamente toda fuerza agente como: voluntad de poder. El mundo visto desde dentro, el mundo definido y designado en su «carácter inteligible», —sería cabalmente «voluntad de poder» y nada más. —
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«¿Cómo? ¿No significa esto, para hablar de manera popular: está refutado Dios, pero no el diablo —?» ¡Al contrario! ¡Al contrario, amigos míos! Y, ¡qué diablos!, ¡quién os obliga a vosotros a hablar de manera popular! –
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Lo mismo que ha ocurrido todavía últimamente, a plena luz de los tiempos modernos, con la Revolución francesa, esa farsa horrible y, vista desde cerca, superflua, dentro de la cual, sin embargo, los espectadores nobles y exaltados de toda Europa que la veían desde lejos han venido proyectando durante mucho tiempo y de manera muy apasionada la interpretación de sus propias indignaciones y entusiasmos, hasta que el texto desapareció bajo la interpretación: también podría ocurrir que una posteridad noble malentendiese alguna vez el pasado entero y acaso de ese modo hiciese tolerable por vez primera su aspecto. —O más bien: ¿no ha ocurrido ya eso?, ¿no hemos sido nosotros mismos —esa «posteridad noble»? ¿Y cabalmente ahora, en la medida en que nosotros nos damos cuenta de ello, —no es eso ya cosa pasada?
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Nadie tendrá fácilmente por verdadera una doctrina tan sólo porque ésta haga felices o haga virtuosos a los hombres: exceptuados, acaso, los queridos «idealistas», que se entusiasman con lo bueno, lo verdadero, lo bello, y que hacen nadar mezcladas en su estanque todas las diversas especies de multicolores, burdas y bonachonas idealidades. La felicidad y la virtud no son argumentos. Pero ala gente, también a los espíritus reflexivos, le gusta olvidar que el hecho de que algo haga infelices y haga malvados a los hombres no es tampoco un argumento en contra. Algo podría ser verdadero: aunque resultase perjudicial y peligroso en grado sumo; podría incluso ocurrir que el que nosotros perezcamos a causa de nuestro conocimiento total formarse parte de la constitución básica de la existencia, —de tal modo que la fortaleza de un espíritu se mediría justamente por la cantidad de «verdad» que soportase o, dicho con más claridad, por el grado en que necesitase que la verdad quedase diluida, encubierta, edulcorada, amortiguada, falseada. Pero no cabe ninguna duda de que, para descubrir ciertas partes de la verdad, los malvados y los infelices están mejor dotados y tienen mayor probabilidad de obtener éxito; para no hablar de los malvados que son felices, —species que los moralistas pasan en silencio. Para la génesis del espíritu y filósofo fuerte, independiente, acaso la dureza y la astucia proporcionen condiciones más favorables que no aquella bonachonería suave, fina, complaciente, y aquel arte de tomar todo ala ligera, cosas ambas que la gente aprecia, y aprecia con razón, en un docto. Presuponiendo, y esto es algo previo, que no se restrinja el concepto de «filósofo» al filósofo que escribe libros —¡o que incluso lleva su filosofía a los libros! —A la imagen del filósofo de espíritu libre Stendhal agrega un último rasgo que yo no quiero dejar de subrayar en razón del gusto alemán: —pues ese rasgo va contra el gusto alemán. Pour étre bon philosophe — dice este último psicólogo grande —il faut étre sec, clarr, sans illusion. Un banqueer, qui a fait fortune, a une partie du caractere requis pour faire des découvertes en philosophie, c'est—iá—dire pour voir clarr dans ce qui est [Para ser un buen filósofo hace falta ser seco, claro, sin ilusiones. Un banquero que haya hecho fortuna posee una parte del carácter requerido para hacer descubrimientos en filosofía, es decir, para ver claro en lo que es].
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Todo lo que es profundo ama la máscara; las cosas más profundas de todas sienten incluso odio por la imagen y el símil. ¿No sería la antítesis tal vez el disfraz adecuado con que caminaría el pudor de un dios? Es ésta una pregunta digna de ser hecha: sería extraño que ningún místico se hubiera atrevido aún a hacer algo así consigo mismo. Hay acontecimientos de especie tan delicada que se obra bien al recubrirlos y volverlos irreconocibles con una grosería; hay acciones realizadas por amor y por una magnanimidad tan desbordante que después de ellas nada resulta más aconsejable que tomar un bastón y apalear de firme al testigo de vista: a fin de ofuscar su memoria. Más de uno es experto en ofuscar y maltratar a su propia memoria, para vengarse al menos de ese único enterado: —el pudor es rico en invenciones. No son las cosas peores aquellas de que más nos avergonzamos: no es sólo perfidia lo que se oculta detrás de una máscara, —hay mucha bondad en la astucia. Yo podría imaginarme que Un hombre que tuviera que ocultar algo precioso y frágil rodase por la vida grueso y redondo como un verde y viejo tonel de vino, de pesados aros: así lo quiere la sutileza de su pudor. A un hombre que posea profundidad en el pudor también sus destinos, así como sus decisiones delicadas, le salen al encuentro en caminos a los cuales pocos llegan alguna vez y cuya existencia no les es lícito conocer ni a sus más próximos e íntimos: a los ojos de éstos queda oculto el peligro que corre su vida, así como también su reconquistada seguridad vital. Semejante escondido, que por instinto emplea el hablar para callar y silenciar, y que es inagotable en escapar a la comunicación, quiere y procura que sea una máscara suya lo que circule en lugar de él por los corazones y cabezas de sus amigos; y suponiendo que no lo quiera, algún día se le abrirán los ojos y verá que, a pesar de todo, hay allí una máscara suya, —y que es bueno que así sea. Todo espíritu profundo necesita una máscara: aún más, en torno a todo espíritu profundo va creciendo continuamente una máscara, gracias a la interpretación constantemente falsa, es decir, superficial, de toda palabra, de todo paso, de toda señal de vida que él da. —
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Tenemos que darnos a nosotros mismos nuestras pruebas de que estamos destinados a la independencia y al mando; y hacer esto a tiempo. No debernos eludir nuestras pruebas, a pesar de que acaso sean ellas el juego más peligroso que quepa jugar y sean, en última instancia, sólo pruebas que exhibimos ante nosotros mismos como testigos, y ante ningún otro juez. No quedar adheridos a ninguna persona: aunque sea la más amada, —toda persona es una cárcel, y también un rincón.
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