Nunca ni en ningún lugar había existido hasta ese momento una audacia igual en invertir las cosas, nunca ni en ningún lugar se había dado algo tan terrible, interrogativo y problemático como esa fórmula: ella prometía una trans—valoración de todos los valores antiguos. —El Oriente, el Oriente profundo, el esclavo oriental fueron los que de esa manera se vengaron de Roma y de su aristocrática y frívola tolerancia, del «catolicismo» 46 romano de la fe: —y no fue nunca la fe, sino la libertad frente a la fe, aquella semiestoica y sonriente despreocupación frente a la seriedad de la fe lo que sublevaba a los esclavos en sus señores, contra sus señores. La «ilustración» subleva: en efecto, el esclavo quiere lo incondicional, comprende sólo lo tiránico, también en la moral, ama igual que odia, sin nuance [matiz], a fondo, hasta el dolor, hasta la enfermedad, —su mucho y escondido sufrimiento se subleva contra el gusto aristocrático, que parece negar el sufrimiento. El escepticismo con respecto al sufrimiento, que en el fondo es tan sólo un rasgo afectado de la moral aristocrática, ha contribuido no poco a la génesis de la última gran rebelión de esclavos, comenzada con la Revolución francesa.

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Dondequiera que ha aparecido hasta ahora en la tierra la neurosis religiosa, la encontramos ligada a tres peligrosas prescripciones dietéticas: soledad, ayuno y abstinencia sexual, —pero sin que aquí sea posible decidir con seguridad cuál es la causa y cuál es el efecto, y si en absoluto hay aquí una relación de causa y efecto. Lo que autoriza esta última duda es el hecho de que cabalmente uno de los síntomas más regulares de esa neurosis, tanto en los pueblos salvajes como en los domesticados, es también la lascivia más súbita y desenfrenada, la cual se transforma luego, de modo igualmente súbito, en convulsiones de penitencia y en una negación del mundo y de la voluntad: ¿ambas cosas serían interpretables acaso como epilepsia enmascarada? Pero en ningún otro lugar deberíamos abstenernos tanto de las interpretaciones como aquí: no hay ningún tipo en torno al cual haya proliferado hasta ahora tal multitud de absurdos y supersticiones, ningún otro tipo parece haber interesado más, hasta este momento, a los hombres, incluso a los filósofos, —sería hora de mostrarse un poco frío precisamente aquí, de aprender cautela o, mejor todavía, de apartar los ojos, de alejarse de aquí. —En el trasfondo de la última filosofía que ha aparecido, la schopenhaueriana, encuéntrase aún, constituyendo casi el problema en sí, ese espantoso signo de interrogación que son la crisis y el despertar religiosos. ¿Cómo es posible la negación de la voluntad?, ¿cómo es posible el santo? —ésta parece haber sido realmente la pregunta gracias a la cual se hizo filósofo Schopenhauer y por la que comenzó. Y de este modo fue una consecuencia genuinamente schopenhaueriana que su secuaz más convencido (acaso también el último, en lo que a Alemania se refiere —), es decir, Richard Wagner, finalizase justamente ahí la obra de toda su vida y acabase sacando a escena, en la figura de Kundry, ese tipo terrible y eterno, tipe vécu [tipo vivido], en carne y hueso; en la misma época en que los médicos alienistas de casi todos los países de Europa tenían ocasión de estudiarlo de cerca, en todos los lugares en que la neurosis religiosa —o, según lo llamo yo, «el ser religioso» —tuvo en el «Ejército de Salvación» su última irrupción y aparición epidémicas. — Si se pregunta, sin embargo, qué es en realidad lo que en el fenómeno entero del santo ha resultado tan irresistiblemente interesante a los hombres de toda índole y de todo tiempo, también a los filósofos: eso es, sin ninguna duda, la apariencia de milagro que lleva consigo, es decir, la apariencia de una inmediata sucesión de antítesis, de estados psíquicos de valoración moral antitética: se creía aferrar aquí con las manos el hecho de que de un «hombre malo» surgía de repente un «santo», un hombre bueno. La psicología habida hasta ahora ha naufragado en este punto: ¿y no habrá ocurrido esto principalmente porque ella se había colocado bajo el dominio de la moral, porque ella misma creía en las antítesis morales de los valores, y proyectaba tales antítesis sobre la visión, sobre la lectura, sobre la interpretación del texto y del hecho? —¿Cómo? ¿Sería el «milagro» tan sólo un error de interpretación? ¿Una carencia de filología? —

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Parece que a las razas latinas su catolicismo les es más íntimo y propio que el cristianismo entero en general a nosotros los hombres del Norte: y que, en consecuencia, la incredulidad en los países católicos ha de significar algo totalmente distinto que en los países protestantes —a saber, una especie de sublevación contra el espíritu de la raza, mientras que en nosotros es más bien un retorno al espíritu (o falta de espíritu —) de la raza. Nosotros los hombres del Norte provenimos indudablemente de razas bárbaras, también en lo que se refiere a nuestras dotes para la religión: nosotros estamos mal dotados para la religión. Es lícito hacer una excepción con los celtas, los cuales han proporcionado por ello también el mejor terreno para la recepción de la infección cristiana en el Norte: —en Francia es donde el ideal cristiano ha llegado a su pleno florecimiento, en la medida en que el pálido sol del Norte lo ha permitido. ¡Cuán extrañamente piadosos continúan siendo para nuestro gusto incluso esos últimos escépticos franceses, en la medida en que hay en su ascendencia algo de sangre celta! ¡Qué olor tan católico, tan noalemán tiene para nosotros la sociología de Auguste Comte, con su lógica romana de los instintos! ¡Qué olor jesuítico desprende aquel amable e inteligente cicerone de Port—Royal, Sainte—Beuve, a pesar de toda su hostilidad contra los jesuitas! Y el propio Ernest Renan: ¡cuán inaccesible nos resulta a nosotros los hombres del Norte el lenguaje de ese Renan, en el que, a cada instante, una pizca cualquiera de tensión religiosa hace perder el equilibrio a su alma, al—ma voluptuosa en el sentido refinado y amante de la comodidad! Basta con repetir tras él estas bellas frases suyas, —¡y cuánta malicia y petulancia se agitan enseguida, como respuesta, en nuestra alma, probablemente menos bella y más dura, es decir, más alemana! —disons donc hardiment que la religion est un produit de l'homme normal, que l'homme est le plus dans le vrai quand il est le plus religieux et le plus assuré d'une destinée infinie... C'est quand il est bon qu'il veut que la vertu corresponde á un ordre éternel, c'est quand il contemple les choses d'unemaniere désintéressée qu'il trouve la mort révoltante et absurde. Comment ne pas supposer que c'est dans ces moments—lá, que l'homme voit le mieux?... [digamos, pues, resueltamente que la religión es un producto del hombre normal, que el hombre está tanto más en lo verdadero cuanto más religioso es y cuanto más seguro está de un destino infinito... Cuando es bueno, quiere que la virtud corresponda a un orden eterno; cuando contempla las cosas de una manera desinteresada, encuentra que la muerte es indignante y absurda. ¿Cómo no suponer que es en estos momentos cuando el hombre ve mejor?]. Estas frases son tan antipódicas de mis oídos y de mis hábitos que, cuando las encontré, mi primer movimiento de cólera escribió al margen: la niaiserie religieusepar excellence! [ ¡la bobería religiosa por excelencia! ] —¡hasta que mi último movimiento de rabia terminó por hacérmelas gratas, esas frases, con su verdad puesta cabeza abajo! ¡Resulta tan exquisito, tan distinguido, tener antípodas propios!

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Lo que nos deja asombrados en la religiosidad de los antiguos griegos es la indómita plenitud de agradecimiento que de ella brota: —¡es una especie muy aristocrática de hombre la que adopta esa actitud ante la naturaleza y ante la vida! —Más tarde, cuando la plebe alcanza la preponderancia en Grecia, prolifera el temor también en la religión; y el cristianismo se estaba preparando. —

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La pasión por Dios: de ella hay especies rústicas, cándidas e importunas, así la de Lutero, —el protestantismo entero carece de la delicatezza [delicadeza] meridional. En ella hay ese oriental estar—fuera—de—sí que se presenta en un esclavo inmerecidamente agraciado o elevado, por ejemplo en San Agustín, el cual carece, de una manera ofensiva, de toda aristocracia de gestos y de deseos. En ella hay una delicadeza y concupiscencia femeninas que aspiran de manera púdica e ignorante a una unio mystica et physica [unión mística y física], como ocurre en Madame de Guyon 5°. En muchos casos la citada pasión aparece, bastante curiosa—mente, como disfraz de la pubertad de una muchacha o de un joven; a vepes incluso como histeria de una solterona, y también como la ultima ambición de ésta: —ya varias veces la Iglesia ha canonizado a la mujer en un caso así.

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Hasta ahora los hombres más poderosos han venido inclinándose siempre con respeto ante el santo como ante el enigma del vencimiento de sí y de la renuncia deliberada y suprema: ¿por qué se inclinaban? Atisbaban en él —y, por así decirlo, detrás del signo de interrogación de su apariencia frágil y miserable —la fuerza superior que quería ponerse a ,prueba a sí misma en ese vencimiento, la fortaleza de la voluntad, en la que ellos reconocían y sabían venerar su propia fortaleza y su propio placer de señores: honraban algo de sí mismos cuando honraban al santo. A esto se añadía que el »,pectáculo de un santo los volvía suspicaces: tal monstruo&ad de negación, de anti—naturaleza, no será deseada en Vano, así se decían, haciéndose preguntas. ¿Acaso hay un motivo para hacer eso, un peligro muy grande, que el asceta conoce más de cerca, gracias a sus secretos consoladores y visitantes? En suma, los poderosos del mundo aprendían un nuevo temor en presencia del santo, atisbaban un nuevo poder, un enemigo extraño, todavía no sojuzgado: —la «voluntad de poder» era la que los obligaba a detenerse delante del santo. Tenían que hacerle preguntas ——

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En el «Antiguo Testamento» judío, que es el libro de la justicia divina, hombres, cosas y discursos poseen un estilo tan grandioso que las escrituras griegas e indias no tienen nada que poner a su lado. Con terror y respeto nos detenemos ante ese inmenso residuo de lo que el hombre fue en otro tiempo, y al hacerlo nos asaltarán tristes pensamientos sobre la vieja Asia y sobre Europa, su pequeña península avanzada, la cual significaría, frente a Asia, el «progreso del hombre». Ciertamente: quien no es, por su parte, más que un flaco y manso animal doméstico y no conoce más que necesidades de animal doméstico (como nuestros hombres cultos de hoy, incluidos los cristianos del cristianismo «culto» —), ése no ha de asombrarse ni menos todavía afligirse bajo aquellas ruinas —el gusto por el Antiguo Testamento es una piedra de toque en lo referente a lo «grande» y lo «pequeño» —: tal vez ese hombre seguirá pensando que el Nuevo Testamento, el libro de la gracia, es más conforme a su corazón (hay en él mucho del genuino olor tierno y sofocante que exhalan los rezadores y las almas pequeñas). El haber encuadernado este Nuevo Testamento, que es una especie de rococó del gusto en todos los sentidos, con el Antiguo Testamento, formando un solo libro llamado la «Biblia», el «Libro en sí»: quizá sea ésa la máxima temeridad y el máximo «pecado contra el espíritu» que la Europa literaria tenga sobre su conciencia.

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¿Por qué el ateísmo hoy? —«El padre» en Dios está refutado a fondo; también «el juez», «el remunerador». Asimismo, su «voluntad libre»: no oye, —y si oyese, no sabría, a pesar de todo, prestar ayuda.