Adonde voy es a Christianshafen, a la calle del Mercado.

Los individuos lo miraron sin decir nada.

—Decidme sólo dónde está el puente —prosiguió—. Es vergonzoso que no estén encendidos los faroles; y, además, hay tanto barro que no parece sino que camine uno por un cenagal.

A medida que hablaba con los barqueros, se le hacían más y más incomprensibles.

—No entiendo vuestra jerga —dijo, finalmente, volviéndoles la espalda. No lograba dar con el puente, y ni siquiera había barandilla. «¡Esto es una vergüenza de dejadez!», dijo. Nunca le había parecido su época más miserable que aquella noche. «Creo que lo mejor será tomar un coche», pensó; pero, ¿coches me has dicho? No se veía ninguno. «Tendré que volver al Nuevo Mercado Real; de seguro que allí los hay; de otro modo, nunca llegaré a Christianshafen».

Volvió a la calle del Este, y casi la había recorrido toda cuando salió la luna.

«¡Dios mío, qué esperpento han levantado aquí!», exclamó al distinguir la puerta del Este, que en aquellos tiempos se hallaba en el extremo de la calle.

Entretanto encontró un portalito, por el que salió al actual Mercado Nuevo; pero no era sino una extensa explanada cubierta de hierba, con algunos matorrales, atravesada por una ancha corriente de agua. Varias míseras barracas de madera, habitadas por marineros de Halland, de quienes venía el nombre de Punta de Halland, se levantaban en la orilla opuesta.

«O lo que estoy viendo es un espejismo o estoy borracho —suspiró el Consejero—. ¿Qué diablos es eso?».

Volvióse persuadido de que estaba enfermo; al entrar de nuevo en la calle observó las casas con más detención; la mayoría eran de entramado de madera, y muchas tenían tejado de paja.

«¡No, yo no estoy bien! —exclamó—, y, sin embargo, sólo he tomado un vaso de ponche; cierto que es una bebida que siempre se me sube a la cabeza. Además, fue una gran equivocación servirnos ponche con salmón caliente; se lo diré a la señora del Agente. ¿Y si volviese a decirle lo que me ocurre? Pero sería ridículo, y, por otra parte, tal vez estén ya acostados».

Buscó la casa, pero no aparecía por ningún lado.

«¡Pero esto es espantoso, no reconozco la calle del Este, no hay ninguna tienda! Sólo veo casas viejas, míseras y semiderruidas, como si estuviese en Roeskilde o Ringsted. ¡Yo estoy enfermo! Pero de nada sirve hacerse imaginaciones. ¿Dónde diablos está la casa del Agente? Ésta no se le parece en nada, y, sin embargo, hay gente aún. ¡Ah, no hay duda, estoy enfermo!».

Empujó una puerta entornada, a la que llegaba la luz por una rendija. Era una posada de los viejos tiempos, una especie de cervecería. La sala presentaba el aspecto de una taberna del Holstein; cierto número de personas, marinos, burgueses de Copenhague y dos o tres clérigos, estaban enfrascados en animadas charlas sobre sus jarras de cerveza, y apenas se dieron cuenta del forastero.

—Usted perdone —dijo el Consejero a la posadera, que se adelantó a su encuentro—. Me siento muy indispuesto. ¿No podría usted proporcionarme un coche que me llevase a Christianshafen? La mujer lo miró, sacudiendo la cabeza; luego dirigióle la palabra en lengua alemana. Nuestro consejero, pensando que no conocía la danesa, le repitió su ruego en alemán. Aquello, añadido a la indumentaria del forastero, afirmó en la tabernera la creencia de que trataba con un extranjero; comprendió, sin embargo, que no se encontraba bien, y le trajo un jarro de agua; y por cierto que sabía un tanto a agua de mar, a pesar que era del pozo de la calle.

El Consejero, apoyando la cabeza en la mano, respiró profundamente y se puso a cavilar sobre todas las cosas raras que le rodeaban.

—¿Es éste «El Día» de esta tarde? —preguntó, sólo por decir, algo, viendo que la mujer apartaba una gran hoja de papel.

Ella, sin comprender la pregunta, alargóle la hoja, que era un grabado en madera que representaba un fenómeno atmosférico visto en Colonia.

—Es un grabado muy antiguo —exclamó el Consejero, contento de ver un ejemplar tan raro—. ¿Cómo ha venido a sus manos este rarísimo documento? Es de un interés enorme, aunque sólo se trata de una fábula. Se afirma que estos fenómenos lumínicos son auroras boreales, y probablemente son efectos de la electricidad atmosférica.

Los que se hallaban sentados cerca de él, al oír sus palabras lo miraron con asombro; uno se levantó, y, quitándose respetuosamente el sombrero, le dijo muy serio:

—Seguramente sois un hombre de gran erudición, Monsieur.

—¡Oh, no! —respondió el Consejero—. Sólo sé hablar de unas cuantas cosas que todo el mundo conoce.

—La modestia es una hermosa virtud —observó el otro—. Por lo demás, debo contestar a vuestro discurso: mihi secus videtur; pero dejo en suspenso mi juicio.

—¿Tendríais la bondad de decirme con quién tengo el honor de hablar? —preguntó el Consejero.

—Soy bachiller en Sagradas Escrituras —respondió el hombre.

Aquella respuesta bastó al magistrado; el título se correspondía con el traje. «Seguramente —pensó— se trata de algún viejo maestro de pueblo, un original de ésos que uno encuentra con frecuencia en Jutlandia».

—Aunque esto no es en realidad un locus docendi —prosiguió el hombre—, os ruego que os dignéis hablar. Indudablemente habéis leído mucho sobre la Antigüedad.

—Desde luego —contestó el Consejero—. Me gusta leer escritos antiguos y útiles, pero también soy aficionado a las cosas modernas, con excepción de esas historias triviales, tan abundantes en verdad.

—¿Historias triviales? —preguntó el bachiller.

—Sí, me refiero a estas novelas de hoy, tan corrientes.

—¡Oh! —dijo, sonriendo, el hombre—, sin embargo, tienen mucho ingenio y se leen en la Corte. El Rey gusta de modo particular de la novela del Señor de Iffven y el Señor Gaudian, con el rey Artús y los Caballeros de la Tabla Redonda; se ha reído no poco con sus altos dignatarios.

—Pues yo no la he leído —dijo el Consejero—. Debe de ser alguna edición recientísima de Heiberg.

—No —rectificó el otro—. No es de Heiberg, sino de Godofredo de Gehmen.

—Ya.