Entonces alguien llamó desde e1 interior del cajón, donde Sofía, la muñeca de Ida, yacía junto a los restantes juguetes; el deshollinador echó a correr hasta el canto de la mesa, y, echándose sobre la barriga, se puso a tirar del cajón. Levantóse entonces Sofía y dirigió una mirada de asombro a su alrededor.
—¡Conque hay baile! —dijo—. ¿Por qué no me avisaron?
—¿Quieres bailar conmigo? —preguntó el deshollinador.
—¡Bah! ¡Buen bailarín eres tú! —replicó ella, volviéndole la espalda. Y, sentándose sobre el cajón, pensó que seguramente una de las flores la solicitaría como pareja. Pero ninguna lo hizo. Tosió: ¡hm, hm, hm!, mas ni por ésas. El deshollinador bailaba solo y no lo hacía mal.
Viendo que ninguna de las flores le hacía caso, Sofía se dejó caer del cajón al suelo, produciendo un gran estrépito. Todas las flores se acercaron presurosas a preguntarle si se había herido, y todas se mostraron amabilísimas, particularmente las que hablan ocupado su cama. Pero Sofía no se había lastimado; y las flores de Ida le dieron las gracias por el bonito lecho, y la condujeron al centro de la habitación, en el lugar iluminado por la luz de la luna, y bailaron con ella, mientras las otras formaban corro a su alrededor. Sofía sintióse satisfecha, dijo que podían seguir utilizando su cama, que ella dormiría muy a gusto en el cajón.
Pero las flores respondieron:
—Gracias de todo corazón, mas ya no nos queda mucho tiempo de vida. Mañana habremos muerto. Pero dile a Ida que nos entierre en el jardín, junto al lugar donde reposa el canario. De este modo en verano resucitaremos aún más hermosas.
—¡No, no debéis morir! —dijo Sofía, y besó a las flores. Abrióse en esto la puerta de la sala y entró una gran multitud de flores hermosísimas, todas bailando. Ida no comprendía de dónde venían; debían de ser las del palacio real. Delante iban dos rosas espléndidas, con sendas coronas de oro: eran un rey y una reina; seguían luego los alhelíes y claveles más bellos que quepa imaginar, saludando en todas direcciones. Se traían la música: grandes adormideras y peonias soplaban en vainas de guisantes, con tal fuerza que tenían la cara encarnada como un pimiento. Las campanillas azules y los diminutos rompenieves sonaban cual si fuesen cascabelitos. Era una música la mar de alegre. Venían detrás otras muchas flores, todas danzando: violetas y amarantos rojos, margaritas y muguetes. Y todas se iban besando entre sí. ¡Era un espectáculo realmente maravilloso!
Finalmente, se dieron unas a otras las buenas noches, y la pequeña Ida se volvió a la cama, donde soñó en todo lo que acababa de presenciar.
Al despertarse al día siguiente, corrió a la mesita para ver si estaban en ella las flores; descorrió las cortinas de la camita: sí, todas estaban; pero completamente marchitas, mucho más que la víspera. Sofía continuaba en el cajón, donde la dejara Ida, y tenía una cara muy soñolienta.
—¿Te acuerdas de lo que debes decirme? —le preguntó Ida. Pero Sofía estaba como atontada y no respondió.
—Eres una desagradecida —le dijo Ida—. Ya no te acuerdas de que todas bailaron contigo. Cogió luego una caja de papel que tenía dibujados bonitos pájaros, y depositó en ella las flores muertas:
—Este será vuestro lindo féretro —dijo—, y cuando vengan mis primos noruegos me ayudarán a enterraros en el jardín, para que en verano volváis a crecer y os hagáis aún más hermosas.
Los primos noruegos eran dos alegres muchachos, Jonás y Adolfo. Su padre les había regalado dos arcos nuevos, y los traían para enseñárselos a Ida. Ella les habló de las pobres flores muertas, y en casa les dieron permiso para enterrarlas. Los dos muchachos marchaban al paso con sus arcos al hombro, e Ida seguía con las flores muertas en la bonita caja. Excavaron una pequeña fosa en el jardín; Ida besó a las flores y las depositó en la tumba, encerradas en su ataúd, mientras Adolfo y Jonás disparaban sus arcos, a falta de fusiles o cañones.
Los chanclos de la suerte
(Lykkens galocher)
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