Del otro lado una casa señorial de piedra, que denotaba a las claras las señales de la comodidad y del lujo, en la cochera grande, en los paseos que conducían a los invernaderos y en las cosas bellas entrevistas detrás de las lujosas cortinas. Pero, a pesar de todo, parecía una casa solitaria, sin vida; no había niños que jugaran en el césped, ni rostro maternal que sonriera desde la ventana, y con la excepción del viejo señor y su nieto, poca gente salía y entraba.
A los ojos de Jo era un palacio encantado, lleno de placeres y esplendores, que nadie disfrutaba. Por mucho tiempo había deseado contemplar aquellas glorias escondidas y tratar al muchacho Laurence, que parecía desear aquella amistad, aunque no sabía cómo entablarla. Desde el baile había tenido aún más interés en tratarlo y había imaginado varios modos de entrar en conversación con él; pero no lo había visto por aquellos días y Jo ya empezaba a creer que se habría marchado, cuando un día, en una ventana del piso alto, vio una cara morena mirando con nostalgia al jardín de ellas, donde Beth y Amy se arrojaban bolas de nieve.
"Ese muchacho sufre por falta de compañía y diversión -se dijo -. Su abuelo no sabe lo que le conviene y lo tiene encerrado siempre solo. Necesita la compañía de chicos alegres que jueguen con él, o por lo menos de alguien que sea joven y animado. Ganas me dan de pasar y decírselo así al viejo caballero.”
Aficionada a las aventuras, la idea le encantaba, y aunque sus acciones escandalizaran a Meg, no echó al olvido el plan de “pasar” a la casa vecina, y cuando llegó la tarde de la nevada, Jo estaba lista para intentarlo. Vio salir en coche al señor Laurence, y entonces se puso a abrir un sendero hasta el seto, donde se paró para hacer un reconocimiento. Todo estaba tranquilo; no se veían criados; en una ventana del piso alto, una cabeza de pelo rizado y negro, apoyada sobre una mano delgada, era la única señal de vida.
"Allá está -pensó Jo -. ¡Pobre chico! ¡Completamente solo y enfermo en un día tan triste! ¡Qué lástima! Arrojaré una bola de nieve y cuando mire le diré algo para animarlo.”
Allá fue la pelota de nieve y al momento el chico volvió la cabeza, mostrando una cara que perdió su aspecto de tristeza, con ojos que se alegraban y labios que sonreían. Jo hizo una señal, rió y agitó la escoba mientras gritaba:
–¿Cómo está usted? ¿Está enfermo?
Abrió la ventana Laurie y gritó, ronco como un cuervo:
–Mejor, gracias. He tenido un catarro terrible y llevo una semana encerrado en casa.
–Lo siento mucho. ¿Cómo se distrae usted?
–De ningún modo; esto es más aburrido que un sepulcro.
–¿No lee usted?
–No mucho; no me lo permiten.
–¿No hay alguien que le lea algo en voz alta?
–Algunas veces mi abuelo lo hace; pero mis libros no le interesan y no me gusta pedirle siempre a Brook que me lea.
–Entonces, llame a alguien que vaya a visitarlo.
–No quiero ver a nadie. Los chicos hacen mucho ruido y me duele la cabeza.
–¿No hay alguna muchacha amable que pueda leerle y entretenerlo? Las muchachas son más tranquilas y desempeñan con gusto el papel de enfermeras.
–No conozco a ninguna.
–Me conoce usted a mí -comenzó a decir Jo, riéndose al punto y parándose.
–¡Claro que la conozco! ¿Quiere usted hacerme el favor de venir? – gritó Laurie.
–Yo no soy una persona agradable y tranquila, pero iré si mamá me lo permite. Voy a preguntárselo. Cierre esa ventana, como buen muchacho, y espere que vuelva.
Con estas palabras, Jo se cargó al hombro la escoba y entró en la casa, preguntándose que pensarían de ella. Laurie estaba algo excitado con la idea de recibir una visita y se apresuró a prepararse, porque, como la señora March decía, era un "caballerito"
Para hacer honor a su visita, se peinó el cabello rizado, se puso un cuello limpio y trató de arreglar el cuarto, que, a pesar de seis criadas, estaba de todo menos en orden. Pronto sonó una campana y se oyó una voz decidida preguntando por don Laurie, y una criada, sorprendida, entró precipitadamente para anunciar la visita de una señorita.
–Bueno, que pase; es la señorita Jo -dijo Laurie, acercándose a la puerta de su pequeño despacho para recibir a Jo, que entró sonriendo y colorada, sin timidez alguna, con un plato tapado en una mano y en la otra los tres gatitos de Beth.
–Aquí estoy con alforja y equipaje -dijo animadamente -. Mamá lo saluda y se alegra de que yo pueda ayudarle a pasar el tiempo. Meg me pidió que le trajera un poquito de su pudding blanco; lo hace muy bien; Beth pensó que la vista de los gatitos lo alegraría. Yo sabía que iban a molestarle, pero no pude rehusar, ya que deseaba tanto contribuir con algo.
Resultó que el gracioso préstamo de Beth tuvo gran éxito, porque al reírse de los gatitos olvidó Laurie su timidez y entró en conversación fácilmente.
–Esto parece demasiado bello para comerlo -dijo sonriendo con placer, cuando Jo destapó el plato y mostró el pudding blanco, adornado con una guirnalda de hojas verdes y rojas del geranio favorito de Amy.
–No vale nada; es sólo una manera de expresar nuestros buenos deseos. Diga a la criada que lo guarde para cuando tome usted el té; es muy ligero y no le hará daño; como es tan suave, se deslizará por la garganta sin lastimarla. ¡Qué cuarto tan bonito!
–Podría serlo si estuviera bien arreglado; pero las criadas son perezosas y no sé cómo hacer para que se esmeren. Me hacen perder la paciencia.
–Yo se lo pondré en orden en un abrir y cerrar de ojos; sólo necesita que se barra delante de la chimenea, así… y arreglar las cosas sobre la repisa, así… poner los libros aquí y los frascos allá, volver el sofá de espalda a la luz y esponjar un poco los almohadones. Ahora está bien.
Lo estaba, efectivamente; porque, riendo y charlando, Jo había puesto las cosas en su sitio, de manera que el cuarto tenía otro aspecto. Laurie la observaba manteniendo un silencio respetuoso, y cuando ella lo invitó a acomodarse en el sofá, se sentó, dando un suspiro de satisfacción y diciendo con gratitud:
–¡Qué amable es usted! Sí, eso era lo que faltaba. Ahora hágame el favor de sentarse en la butaca y permítame que haga algo para entretener a mi visita.
–No; yo soy quien ha venido para entretenerlo a usted. ¿Quiere que le lea en voz alta? – dijo Jo, mirando cariñosamente los libros que le parecían llenos de interés.
–Muchas gracias, pero los he leído todos; y, si no le desagrada, preferiría charlar -respondió Laurie.
–Ni en lo más mínimo; puedo hablar todo el día si me da usted cuerda. Dice Beth que soy una cotorra.
–¿Es Beth la de las mejillas rosadas, que se queda mucho en casa y sale, a veces, con una cesta? – preguntó Laurie con interés.
–Sí, esa es Beth; es muy amiga mía y una niña bonísima.
–La hermana bonita es Meg y la del pelo rizado es Amy, ¿No es así?
–¿Cómo ha descubierto usted todo eso?
Laurie se ruborizó, pero contestó francamente:
–Muchas veces las oigo llamarse unas a otras, y cuando estoy aquí arriba solo no puedo evitar mirar a su casa; ustedes siempre parecen estar contentas. Dispénseme si soy descortés, pero a veces se olvidan de correr las cortinas donde están las flores, y cuando están encendidas las lámparas, es un verdadero cuadro el que forman ustedes con su madre, todas alrededor de la mesa; su madre se sienta siempre enfrente y parece tan amable detrás de las flores, que no puedo dejar de mirarla.
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