Y, entre vuelo y vuelo, se lo podía ver sentado entre las piedras —en la boca un mondadientes— con la vista perdida en el vacío.

Llegó al extremo de descuidar por completo su comercio de corbatas.

Y entonces, cierta noche, se produjo una relación terrible. El propietario del inmueble —un viejo gruñón y chismoso— hizo su aparición en el destacamento de policía exigiendo que se forzara la entrada a la tienda y se secuestraran todas las existencias, ya que no estaba dispuesto a seguir esperando un sólo día más el pago del alquiler adeudado.

—¡Hum! ¡Qué extraño! ¿El señor Knodlseder adeuda el alquiler? —el oficial de guardia no podía creerlo—, ¿y para qué demonios tirar abajo la puerta? ¡A esta hora debe estar en casa durmiendo, con despertarlo basta!

—¿Ése y en casa? —el viejo lirón estalló en una sonora carcajada— ¿Nada menos que ése? ¡Pero si nunca regresa antes de las cinco de la madrugada y siempre borracho como una cuba!

—¿Borracho? —el oficial de guardia comenzó a impartir órdenes.

Ya comenzaban a asomar las primeras luces del alba, y los esbirros seguían chorreando sudor tratando de forzar el pesado candado que mantenía cerrada la parte del fondo de la tienda.

Una multitud excitadísima se paseaba de aquí para allá en la plaza del mercado.

—¡Quiebra fraudulenta! No, falsificación de letras de cambio —y así iban cambiando sucesivamente las diversas versiones.

—¡Ji, ji, quiebra fraudulenta! ¡Háganme el favor! ¡Jí! —El que así se expresaba era nada menos que el anciano comerciante de granos, que desde aquel encuentro tan enojoso con Knodlseder no se había dejado ver nunca más en la vía pública.

El desconcierto general iba creciendo y creciendo.

Hasta las elegantes damitas que regresaban a casa —de vaya a saber uno qué diversiones— envueltas en sus finas pieles, hacían parar sus coches para preguntar qué sucedía.

Y de pronto un ruido formidable: la puerta había cedido por fin a la presión de los más forzudos. ¡Y qué horrible espectáculo se ofrecía ahora a la vista de los azorados concurrentes!

De la habitación abierta salía un olor nauseabundo, y adonde quiere uno dirigiera la mirada: trozos de piel masticados y vueltos a escupir, huesos roídos apilados en montones que llegaban hasta casi el cielorraso, huesos sobre la mesa, huesos en los estantes, hasta en los cajones de la cómoda y en la caja fuerte: huesos y más huesos.

La multitud quedó como paralizada; ahora ya no cabía duda acerca del paradero de los vecinos desaparecidos. Knodlseder se los había comido, no sin antes despojarlos de la mercadería previamente adquirida… ¡un segundo «Joyero Cardillac» de la novela de la señorita de Scuderi!

—¿Y qué me cuentan ahora de la quiebra fraudulenta? —comenzó de nuevo el viejo marmota acaparador de granos. Ahora todos lo admiraban por haber sido tan inteligente como para prohibirle a su familia todo trato con ese asesino sinvergüenza.

—¿Cómo es posible estimado vecino que usted fuese el único que mantuviera en pie su desconfianza? ¿Había tantas razones para suponer que podía haber cambiado…?

—¿Un buitre de los Alpes y cambiar? —preguntó el anciano, siempre con el mismo tono de burla— ¡El que fue buitre alguna vez, seguirá siendo buitre durante el resto de su vida, y más si se trata de un buitre de los Alp…! —no pudo seguir hablando: voces humanas se acercaban. ¡Turistas!

En un abrir y cerrar de ojos, todos los lirones desaparecieron.

Incluyendo al marmota sabio.

—¡Qué belleza! ¡Una verdadera maravilla! ¡Qué soberbio amanecer! ¡Ohhhh! —exclamaba una de las voces. Pertenecía a una rubicunda damisela, de nariz respingada, que acto seguido se hizo ver en la meseta horadando el aire con su ondulante busto, los ojos muy abiertos y redondos como dos huevos fritos (sólo que no tan amarillos, sino más bien azules) y enterando a quien quisiera enterarse de su romántica apreciación de la naturaleza—. ¡Ohhhh! Y ahora, en medio de este paisaje, con el que madre natura ha sido tan, pero tan pródiga, ya no le permitiría repetir, Sr. Klempe, lo que me dijera abajo en el valle acerca de los italianos. Ya verá usted, cuando la guerra haya terminado, los italianos van a ser los primeros en venir a tendernos la mano y reconocer:

«¡Querida Alemania, perdónanos, pero esta vez prometemos cambiar!»

LA VISITA QUE J. H. OBERHEIT HACE A LAS TEMPIJUELAS

A mi abuelo lo enterraron para su eterno descanso en el cementerio de Runkel, una pequeña ciudad totalmente alejada del ruido del mundo.

Sobre una lápida cubierta por el musgo se hallan grabadas cuatro letras enmarcadas por una cruz, y tan relucientes en su dorado esplendor, que parecen haber sido pintadas ayer:

vivo

«V-I-V-O»[2], o sea, «sigo viviendo», así me explicaron, cuando siendo aún muy pequeño, fui llevado por vez primera a visitar la tumba de mi abuelo; y el significado de esta inscripción quedó tan hondamente grabada en mi alma como si el mismo muerto la hubiese dictado desde su sepultura.

Vivo —sigo viviendo—: ¡extraña inscripción para una lápida! Aún hoy llevo dentro de mí el eco de su sonido, y cada vez que pienso en ella me siento como aquel día en que supe por primera vez su significado: veo a mi abuelo —a quien no he llegado a conocer— yaciendo ahí abajo, intacto, las manos plegadas y los ojos abiertos e inmóviles, claros y transparentes como el cristal; como alguien que se mantiene incólume en el reino de la corrupción, aguardando paciente y serenamente el instante de su resurrección.

He visitado los cementerios de muchas ciudades, siempre llevado por el mismo propósito de volver a encontrar inscripta en alguna de sus lápidas la misma palabra, pero este deseo que secretamente guiaba mis pasos sólo se vio cumplido en dos oportunidades: —una en Danzig y la otra en Nüremberg—, y en ambos casos el nombre del muerto había sido borrado por la mano del tiempo, pero la palabra «vivo» se mantenía clara y fresca como si cada una de sus letras estuviera llena de vida.

Siempre había dado por sentado que mi abuelo —como ya lo había oído decir cuando era niño— no dejó una sola línea escrita por su mano, tanto más me sorprendió, pues, encontrar no hace mucho tiempo una serie de anotaciones de las que no me cabe la menor duda que son de su puño y letra, ocultas en un compartimento secreto de mi escritorio, una vieja reliquia de la familia que ahora, desde hace poco, me pertenece.

Estaban cuidadosamente ordenadas en una carpeta caratuladas con esta frase asombrosa: «¿Cómo habría de escapar un hombre a la muerte, a no ser que no espere nunca nada de nada?». Inmediatamente volvieron a resurgir ante mí las llameantes letras en cruz de la palabra «vivo» que me habían estado acompañando a lo largo de toda mi vida como una luz que de tanto en tanto se echaba a dormir para volver a despertar, siempre de nuevo, tanto en momentos de su sueño como de vigilia. Si hasta entonces había creído que podía ser casualidad que aquel vivo estuviese grabado en la lápida que cubría la tumba de mi abuelo —una inscripción que había dependido de la azarosa voluntad del sacerdote— estaba convencido ahora, después de leer la frase que encabezaba sus escritos, que debía tratarse de algo mucho más importante, cuyo significado signara tal vez toda su existencia.

Y lo que luego fui leyendo, página tras página, me iba convenciendo cada vez más.

Su contenido se refiere demasiado a circunstancias privadas como para darlo a conocer a un público totalmente extraño, de modo que me voy a limitar a mencionar solamente aquello que se relacione con los hechos que me llevaron a conocer a Johann Hermann Oberheit y con la visita que éste hiciera a las tempijuelas.

Como se puede entender a través de sus escritos, mi abuelo pertenecía a la sociedad de los «Hermanos de Filadelfia», una orden cuyos orígenes conducen hasta el antiguo Egipto y que tiene como fundador, dicen, al legendario Hermes Trimegisto. También estaban detalladamente explicados los «gestos» con que sus miembros se reconocían entre sí.

Aparecía muchísimas veces el nombre de Johann Hermann Oberheit, un químico muy amigo de mi abuelo y que debió haber vivido en Runkel; y como a la sazón yo estaba profundamente interesado en conocer más detalles acerca de la vida de mi antepasado y de la obscura filosofía que se desprendía de cada línea, decidí trasladarme a Runkel y averiguar allí mismo si era posible dar con algún descendiente del mencionado Oberheit o si existía una crónica familiar que pudiera consultar.

Uno no puede imaginarse nada más digno de haber salido de un ensueño que aquella ciudad diminuta que parece un trocito de la Edad Media enclavada al pie del castillo montañés de Runkelstein, que fuera residencia permanente de los príncipes von Wied, atravesada por sus callejuelas torcidas de empedrado jiboso, totalmente despreocupada del paso del tiempo.

En las primeras horas de la mañana me dirigí al pequeño cementerio, y toda mi juventud pareció revivir como por encanto mientras me encaminaba bajo los rayos del sol de un montículo florido a otro, leyendo mecánicamente los nombres de aquéllos que dormían para siempre debajo de las cruces.

De lejos pude reconocer la reluciente inscripción que adornaba la tumba de mi abuelo.

Delante de la misma estaba sentado un anciano de cabello totalmente blanco, sin barba, de rasgos muy marcados y el mentón apoyado en la empuñadura de marfil de su bastón, que me contemplaba con ojos particularmente vivaces, como alguien que comienza a reavivar un sinfín de recuerdos a la vista de un rostro conocido.

Vestia de un modo anticuado, casi al estilo biedermeier[3], con alzacuello tiesamente almidonado y ancha corbata de seda negra, lo que lo hacía parecer el retrato de su propio antepasado.

Quedé tan sorprendido por su aspecto anacrónico y absolutamente ajeno a nuestra época, y estaba, además, tan ensimismado a raíz de los recuerdos que el lugar me traía, que debo haber pronunciado en voz alta el nombre «Oberheit».

—Efectivamente, mi nombre es Johann Hermann Oberheit— dijo el anciano caballero sin demostrar el menor asombro.

Casi me quedo sin aliento, y lo que pude saber a través del diálogo que entablamos a continuación no me serviría para salir del estado de extrañeza en que me sentía envuelto, resulta ya de por sí extraño encontrarse con alguien que no aparenta ser mucho mayor que uno pero que ya lleva a sus espaldas un siglo y medio de vida; casi me siento como un jovenzuelo —a pesar de mis ya numerosas canas— cuando, mientras íbamos caminando, me hablaba de Napoleón y otras personalidades históricas, que él había conocido personalmente, como se habla de alguien que ha muerto hace poco.

—En la ciudad me toman por algo así como mi propio nieto —dijo señalando sonriente una lápida cuya fecha de muerte rezaba: 1798—; bueno, en realidad, yo debería estar enterrado aquí; le hice grabar esa fecha, porque no quiero ser admirado en público como un Matusalén moderno. La palabra vivo— agregó, como si hubiese podido leer mis pensamientos— será agregada recién cuando esté realmente muerto.

Pronto nos hicimos grandes amigos, y él insistió en que me hospedara en su casa.

Así transcurrió casi un mes, durante el cual nos quedábamos muchas, veces conversando hasta muy entrada la noche, pero siempre cambiaba de tema cuando yo insinuaba querer conocer el significado de la frase que servía de carátula a los escritos de mi abuelo: «Cómo habría de escapar un hombre a la muerte, a no ser que no espere nada de nada». Cierta noche, sin embargo, la última que pasábamos juntos (nuestra conversación trataba de los procesos a las brujas de la Antigüedad, y yo opinaba que debían haber sido mujeres histéricas), él me interrumpió bruscamente:

—¿Usted no cree que el hombre puede abandonar su cuerpo y volar, digamos, hasta una montaña?

Yo me limité a mover negativamente la cabeza.

—¿Quiere que le haga una demostración? —preguntó simplemente mirándome a los ojos.

—Estoy dispuesto a reconocer —traté a mi vez de suavizar la tensión que se había producido—, que mediante el uso de ciertos narcóticos las tales brujas entraban en un estado de éxtasis que les permitía creer a pie juntillas que volaban por los aires montadas en una escoba.

Pareció meditar mis palabras largo rato.

—Claro, diga yo lo que diga, usted seguirá pensando que todo no es más que el fruto de mi imaginación —observó muy quedamente, y se sumió otra vez en sus cavilaciones. De pronto se puso de pie y retiró un cuaderno de uno de los anaqueles de su biblioteca—. Pero tal vez le interese saber qué escribí en estas páginas cuando, hace años, hice el experimento. Debo agregar que por aquel entonces era todavía un hombre joven y lleno de ilusiones —en su mirada podía verse que había retrocedido con la mente a tiempos muy lejanos— que creía en eso que los hombres llaman vida, hasta que llegaron los golpes, uno tras otro: perdí aquello que uno más ama en esta tierra, mi mujer, mis hijos… todo. Fue entonces que el destino hizo que conociese a su abuelo, y él me enseñó a comprender qué son los deseos, qué es la espera, qué son las ilusiones, cómo se enmarañan entre sí y cómo hay que hacer para arrancarles la máscara a todos esos fantasmas. Nosotros les dimos el nombre de «tempijuelas», porque del mismo modo en que las sanguijuelas nos chupan la sangre, éstas nos chupan el tiempo, el verdadero jugo de la vida. Aquí, en esta misma habitación, fue que me enseñó a dar los primeros pasos en el camino por el cual se puede vencer a la muerte y triturar las víboras de la esperanza… Y a partir de entonces —pareció dudar por un instante—, sí, a partir de entonces fui como de madera, como el leño que no siente cuando se lo acaricia o cuando se lo parte con una sierra, ni cuando se lo arroja al fuego o al agua. Desde entonces he quedado vacío por dentro; desde entonces no necesité buscar consuelo. ¿Para qué habría de buscarlo? Yo sé: soy, y recién ahora vivo. Hay una diferencia muy sutil entre vivir y estar vivo.

—¡Usted lo expresa todo con tanta sencillez, siendo en realidad algo tan terrible! —lo interrumpí profundamente conmovido.

—Sólo lo parece —me tranquilizó con una sonrisa—, de la inmovilidad del corazón puede surgir un sentimiento de felicidad que usted ni se imagina. Es como una melodía muy dulce que canta «soy» y que una vez iniciada no podrá acallarse nunca más, ni en sueños ni cuando nuestros sentidos despiertan nuevamente a la realidad… ni con la muerte.

—¿Quiere que le diga por qué los hombres mueren tan temprano y no viven 1000 años, como los patriarcas de la Biblia? Porque son como esas verdes y tiernas hojas de un árbol que brotan raudamente con las lluvias de primavera… se olvidan que son parte de un tronco y por eso se caen con la llegada del otoño. Pero lo que en realidad quería contarle es cómo fue que por primera vez abandoné mi cuerpo.

»Existe una doctrina secreta y muy antigua, tan antigua como el género humano, que se ha ido transmitiendo de boca en boca hasta nuestros días, pero que sólo muy pocos conocen. Nos enseña los medios para cruzar los umbrales de la muerte sin perder el conocimiento, y aquél que lo logre, será de ahí en más dueño de sí mismo: habrá adquirido un yo nuevo, y lo que hasta entonces le pareció que era su yo se habrá convertido en un simple instrumento, del mismo modo que son nada más que instrumentos nuestros pies y nuestras manos.

»Cuando el espíritu recién descubierto se va, nuestro corazón y nuestro aliento se paralizan como los de cualquier cadáver, pero nosotros nos vamos con él como se fueron los israelitas de Egipto, y las aguas se abrirán a nuestro paso y permanecerán erguidas como muros de piedra. He tenido que ensayarlo muchas veces, sufriendo grandes tormentos hasta que por fin logré separarme de mi cuerpo.