Un acontecimiento exterior e intrascendente me acaba de mostrar su cara interior.
—¿Tan trágicas fueron las cosas que le ocurrieron en la vida, es decir, durante el tiempo en el que fue eclesiástico? —preguntó Mr. Finch, agregando muy despacio, casi murmurando—: ¿Cómo se explicaría si no que su alma haya quedado tan malherida?
Radspieller no respondió y parecía estar viendo un cuadro recién surgido ante su vista; luego se sentó nuevamente junto a la mesa, posó su mirada en los rayos de luna que atravesaban la ventana y comenzó su relato como un sonámbulo, casi sin tomar aliento:
—Nunca fui eclesiástico, pero ya desde muy joven había algo en mí, una ansiedad obscura y potente que me alejaba de las cosas terrenales. He vivido horas en que el rostro de la naturaleza se transformaba ante mis ojos en la máscara siniestra del diablo, en tanto que las montañas, el agua, el cielo, todo el paisaje e incluso mi propio cuerpo me parecieron ser los muros insalvables de una cárcel. A ningún niño lo va a impresionar demasiado que una nube pasajera arroje fugazmente su sombra sobre una pradera iluminada por el sol, pero a mí ya me acometía en aquel entonces un terror paralizante y me parecía que una mano invisible y violenta me estaba arrancando una venda de los ojos, permitiéndome ver hasta lo más profundo de ese mundo secreto y tormentoso habitado por millones de minúsculos seres vivientes, que ocultos tras las briznas y raíces de las yerbas, se destrozaban mutuamente movidos por el odio.
»Tal vez sólo se tratase de una insania hereditaria —mi padre murió sumido en el delirio religioso— que me impedía ver a la tierra de otro modo que no fuese como a una cueva de bandidos inundada de sangre.
»Poco a poco toda mi vida se fue convirtiendo en el tormento constante de sentir que mi alma se moría de sed. No podía dormir ni pensar, y tanto de día como de noche mis labios formaban temblando y sin parar, mecánicamente, siempre la misma frase: ¡Sálvanos de todo mal!… hasta, que un día la debilidad me venció y perdí el conocimiento.
»En el valle en que he nacido existe una secta religiosa llamada por todos «los Hermanos Azules», cuyos miembros, cuando sienten que su fin está cercano, se hacen enterrar vivos. Todavía puede verse el convento que mandaron construir y el escudo de piedra esculpido sobre la entrada principal: un acónito formado por cinco pétalos azules, de los cuales el superior se asemeja a una capucha de monje: el aconitum napellus, más conocido por «matalobos azul».
»Yo era un hombre muy joven cuando busqué refugio en esa orden… y casi un anciano cuando la abandoné.
»Detrás de los muros del convento hay un jardín en el que durante el verano florece un cantero repleto de esas flores azules de la muerte, y los monjes lo riegan con la sangre derramada por las heridas que ellos mismos se producen. Cada uno tiene la obligación, al quedar incorporado a la comunidad, de plantar una de esas plantas, que al igual que en la ceremonia bautismal, recibe el nombre cristiano de quien la plantó.
»La mía se llamó Hieronymus y bebió de mi sangre mientras yo mismo me consumía durante años rogando en vano que se cumpliera el milagro de que el «jardinero invisible» regara las raíces de mi vida con una sola gota de agua.
»El contenido simbólico de este bautismo de sangre consiste en que el hombre plante mágicamente su alma en el jardín del Paraíso y que la fertilice con la sangre de sus deseos.
»Dice la leyenda, que sobre el sepulcro del fundador de aquella secta de ascetas, el también legendario cardenal Napellus, creció en una sola noche de luna llena uno de esos matalobos azules de una altura similar a la de un hombre: y que estaba totalmente cubierto de flores: y que cuando abrieron nuevamente la tumba, el cadáver había desaparecido. Se supuso por lo tanto que aquel santo varón se había convertido en esa planta y que de ella, la primera en el mundo, proceden todas las demás.
»Cuando en el otoño las flores se marchitaban, nosotros recolectábamos sus semillas venenosas muy similares a pequeños corazones humanos y que, según la doctrina secreta de los Hermanos Azules, son el «grano de mostaza» de la fe; quien la posee puede mover montañas, motivo por el cual… nosotros las comíamos.
»Y del mismo modo en que un veneno muy fuerte puede alterar el corazón de un hombre colocándolo entre la vida y la muerte, así se esperaba que la esencia de la fe transformara nuestra sangre y se convirtiera en fuerza milagrosa en horas de miedo mortal y maravilloso éxtasis.
»Pero yo logré llegar con la sonda de mi conocimiento a profundidades mucho mayores que esas milagrosas metáforas, di un paso más allá y pude enfrentarme con la cuestión cara a cara: ¿Qué sucederá con mi sangre cuando haya quedado preñada por el veneno de la flor azul? Y entonces las cosas a mi alrededor cobraron vida, hasta las piedras al borde del camino me gritaron con mil voces diferentes: Una y otra vez, con el retorno de cada primavera, será vertida para que crezca una nueva planta venenosa que llevará tu propio nombre.
»Y a partir de ese mismo instante pude despojar de su máscara al vampiro que había estado alimentando dentro mío y me sentí presa de un odio inextinguible. Salí al jardín y con mis pies hundí en el suelo la planta que me había robado mi nombre Hieronymus y que se había cebado con mi propia vida.
»De ahí en adelante mi vida pareció estar sembrada de acontecimientos milagrosos.
»Aquella misma noche tuve una visión: se me apareció el cardenal Napellus, llevando en la mano —con los dedos en la misma posición de quien transporta una vela— el acónito azul con su flor de cinco pétalos. Sus rasgos eran los de un cadáver, sólo en su mirada brillaba indestructible la vida.
»Se parecía tanto a mí mismo que creí verme ante mi propio rostro, al punto de tocarme espantado la cara como quien insiste en querer comprobar la existencia del brazo que le acaba de ser arrancado por una explosión…
»Luego me llegué hasta el refectorio y encendido por mi odio violé el armario —que según había oído decir, contenía las reliquias del cardenal Napellus— con el firme propósito de destruirlas.
»Pero sólo encontré ese globo terráqueo que ven allí en la repisa. —Radspieller se levantó, fue a buscar el globo y lo colocó sobre la mesa, prosiguiendo luego su relato: —Lo llevé conmigo al huir del convento para hacerlo añicos y para que así no quedara nada de lo que alguna vez perteneciera al fundador de aquella secta.
»Más tarde cambié de idea y pensé que le haría sentir mucho más mi desprecio por él y su reliquia si la vendía y regalaba el dinero a una prostituta.
»Y así lo hice en cuanto se me presentó la ocasión.
»Desde entonces han pasado muchos años, pero yo no he dejado de pensar ni un solo minuto rastreando siempre las raíces invisibles de aquél otro acónito que envenena la sangre y los corazones de toda la humanidad, para poder arrancarlas de cuajo de mi propio corazón. Y como ya les dije al comenzar este relato, desde el momento mismo en que desperté a la claridad, fui tropezando con un milagro tras otro; pero yo me mantuve firme: ya no hubo fuego fatuo que me pudiera hacer volver al lodazal.
»Cuando comencé a coleccionar antigüedades… todo lo que ustedes pueden ver en esta habitación proviene de aquella época de mi vida… me topé con diversos objetos que me hicieron recordar los obscuros ritos de origen gnóstico y del siglo de los camisardos; incluso el anillo de zafiros que llevo en este dedo —que tiene grabado el mismo acónito que sirve de emblema a los Hermanos Azules— llegó a mis manos casualmente mientras revisaba la tienda de un vendedor de alhajas antiguas… y les aseguro que no despertó en mí ni los más remotos ecos de una emoción. Y el día en que un amigo me trajo de regalo este globo —el mismo que robé de un convento para luego venderlo y regalar el dinero obtenido, la reliquia del cardenal Napellus—, bueno, ese día no pude menos que reírme de esta amenaza pueril que parecía provenir de un azar absurdo y necio.
»No, hasta aquí, donde el aire es claro y transparente, ya no ha de llegarme nunca más el veneno de la fe y la esperanza; en estas alturas, donde sólo reinan los ventisqueros, el acónito azul no podrá crecer jamás. En mí tomó cuerpo la verdad con un sentido nuevo a través del viejo adagio: «Quien quiera sondear las profundidades debe vivir en las alturas».
»Es por eso que no quiero bajar nunca más a ningún valle. Ahora he sanado; y aunque todos los milagros de los mundos angélicos me fuesen regalados, yo los arrojaría de mí como inservibles baratijas. Que el acónito azul siga siendo un medicamento ponzoñoso para los enfermos del corazón y los débiles habitantes de los valles; yo quiero vivir aquí arriba y morir a la vista de la rígida ley diamantina de las necesidades vitales inalterables, luz que no puede ser quebrada por ningún fantasma demoníaco. Yo seguiré sondeando y sondeando, sin meta y sin añoranza, alegre como un niño al que le basta con el juego y que aún no está apestado por la mentira según la cual la vida tiene objetivos más profundos; seguiré sondeando y sondeando… pero cada vez que logre tocar fondo se alzará en mí un grito de júbilo: siempre, siempre es tierra lo que toco, y nada más que tierra… esa orgullosa tierra que rechaza fríamente la traicionera luz del sol para devolverla al éter; la tierra que se mantiene fiel a sí misma por dentro y por fuera; del mismo modo que este globo terráqueo, la última triste herencia del gran cardenal Napellus, seguirá siendo siempre un tonto pedazo de madera, por fuera y por dentro.
»Y las negras fauces del lago me lo dirán siempre de nuevo: sobre la costra de la tierra siguen creciendo —nutridos por el sol— venenos espantosos, pero en su interior los abismos y los grandes precipicios permanecen inmunes, las profundidades se mantienen puras. —El rostro de Radspieller estaba desencajado a causa de la emoción que lo embargaba y su enfático discurso se quebró; ahora daba rienda suelta a su rencor. —Si yo pudiera expresar un único deseo y esperar que éste se cumpliera —gritó casi apretando los puños—, desearía poder llegar con mi sonda hasta el centro mismo de la tierra, para poder gritarlo luego y que el mundo entero me escuchara: ¡Miren, miren: tierra y nada más que tierra!
Nosotros levantamos la vista, asombrados por el repentino silencio que siguió al estallido.
Ahora estaba en pie delante de la ventana.
El botánico Eshcuid había sacado su lupa y se agachaba sobre el globo terráqueo; enseguida dijo en voz bien alta, como para disipar el malestar que entre todos nosotros habían despertado las últimas palabras de Radspieller:
—Esta reliquia debe ser una falsificación y provenir, si no me equivoco demasiado, de este mismo siglo; aquí están señalados —y puso el dedo sobre América— los cinco continentes.
Por más que esta frase haya sido dicha en un tono totalmente neutro y desapasionado, no logró quebrar la atmósfera deprimente en la que todos habíamos quedado aprisionados, y que se volvía más densa y amenazante según pasaban los segundos hasta convertirse en indisimulable angustia.
Súbitamente, un olor dulce y perturbador, como de arraclán o adelfilla, invadió la habitación.
«Lo trae el viento desde el parque», quise decir, pero Eshcuid ya se había adelantado a mi desesperado intento por despejar ese aire de pesadilla que nos envolvía: había introducido la punta de una aguja en el globo y murmuraba algo como: «Es extraño que este lago, un punto tan minúsculo, figure en el mapa», y en ese mismo momento la voz de Radspieller volvió a despertar y lo interrumpió con tono agudo:
—¿Alguien puede explicarme por qué ya no me persigue más de día y de noche… como antes la imagen de su eminencia el gran cardenal Napellus? En el Código Nazareno, el libro de los azules monjes gnósticos, escrito 200 años antes de Cristo, está la profecía para el neófito: «Quien riegue la planta mística con su propia sangre hasta el fin, será fielmente acompañado por ella hasta las mismas puertas de la vida eterna; pero al impío que ose arrancarla lo enfrentará cara a cara con la misma muerte, y su espíritu vagará sin derrotero para perderse en las tinieblas hasta que llegue la nueva primavera». ¿Dónde está el valor de estas palabras? ¿Se ha muerto acaso? Yo sólo les diré una cosa: contra mí se estrelló una profecía de dos milenios. ¿Por qué no viene a enfrentarme cara a cara para que yo pueda escupirle en la suya, a él, el cardenal Nap… —Un tartajeante estertor le arrancó a Radspieller la última sílaba de la boca; había visto la planta que el botánico colocara horas antes sobre el alféizar de la ventana y la miraba con ojos desorbitados. Mi primera intención fue la de levantarme y correr en su ayuda.
Pero un grito de Giovanni Braccesco me retuvo:
La corteza apergaminada del globo se había desprendido bajo la insistente presión de la aguja de Eshcuid del mismo modo en que se desprende la cascara de una fruta madura, y ante nosotros quedó al descubierto una gran esfera de cristal…
… En su interior podía verse el resultado de una obra de artesanía excepcional: la figura de un cardenal con capa y sombrero, que en la mano traía como quien porta una vela encendida una planta con flores de cinco pétalos de un azul acerado.
Paralizado de espanto como estaba, apenas si atiné a girar la cabeza hacia donde se encontraba Radspieller.
Estaba nuevamente parado junto a la ventana, rígido y cadavérico, y tan inmóvil como la estatuilla de la esfera de cristal; y como ella sostenía en su mano el acónito azul, en tanto que no podía quitar la vista del rostro del cardenal.
Sólo el brillo de sus ojos revelaba que aún estaba vivo; pero nosotros comprendimos claramente que su espíritu se había hundido para ya nunca más volver en la noche de la demencia.
Eshcuid, Mr. Finch, Giovanni Braccesco y yo nos despedimos a la mañana siguiente, casi sin palabras: las últimas horas de la noche anterior aún repercutian en nuestras mentes pesarosas y el desconcierto sellaba nuestros labios.
He seguido viajando por el mundo, solo y sin plan previo, pero nunca me he vuelto a encontrar con ninguno de ellos.
Una sola vez, después de muchos años, mi camino me llevó hasta aquella región: del castillo ya no quedaban más que los muros, pero entre las ruinas se extendía, quemado por el sol de las alturas, en un gran cantero azul:
el Aconitum napellus.
LOS CUATRO HERMANOS LUNARES
Especie de documento
Para decir quien soy no hace falta decir mucho. De los 25 a los 60 años de edad fui ayuda de cámara del Conde du Chazal. Hasta entonces había sido ayudante de jardinero en el convento de Apanua, que viene a ser el mismísimo lugar en el que pasé los obscuros días de mi primera juventud y donde gracias a la bondad del abate aprendí a leer y escribir.
Cuando llegó el día de mi confirmación, siendo que yo era huérfano, mi padrino —el viejo jardinero del convento— aprovechó la oportunidad y me adoptó como hijo, y desde entonces llevo el apellido Meyrink.
Hasta donde puedo recordar, siempre me pareció tener un aro de hierro alrededor de la cabeza, que parece como si me apretara lo que hay adentro, no dejando que se desarrolle lo que la gente llama fantasía. Casi podría afirmarse de mí que me falta un sentido interior para las cosas, Pero, eso sí, mis ojos y mis oídos son agudos como los de un salvaje.
Cuando bajo los párpados puedo ver con toda claridad las siluetas negras y rígidas de los cipreses, tal cual se destacaban de los semidesmoronados pero siempre bien blanqueados muros del convento, veo los ladrillos —gastados por tantas pisadas— que cubrían el piso de los corredores en cruz, los puedo ver uno por uno y hasta podría contarlos, pero, sin embargo, todo eso me resulta frío y mudo… no me dice nada, y yo leí una vez que las cosas saben hablarles a los hombres.
Es de puro sincero que digo siempre lo que pienso y lo que siento, y porque quiero tener el derecho a que me crean; y ahora tengo la esperanza de que alguna vez vengan hombres que lean lo que aquí escribo, y que sepan más que yo para que me puedan explicar —siempre que quieran y les esté permitido hacerlo— tantas cosas que ocurrieron y que me acompañaron durante todo el camino de mi vida como una cadena de adivinanzas que no tienen solución.
Y si contra toda suposición sensata estos escritos llegaran a las manos de cualquiera de los amigos de mi segundo amo: el magistrado Peter Wirtzigh (muerto y sepultado en Wernstein, junto al Inn, en el año de la Gran Guerra: 1914), y me refiero a los bien nacidos doctores Chrysophron Zagráus y Sacrobosco Haselmeyer, llamado también el «Tandshur rojo», espero que ambos caballeros sepan apreciar con justicia que no es indiscreción lo que me hace sacar a luz cosas que tal vez ellos habrán estado ocultando durante tantos años, y también que un anciano de 70 años como yo está por encima de ciertas fruslerías y que me veo obligado a proceder de esta manera por razones más bien espirituales, entre las cuales se cuenta un temor que llevo metido muy adentro de mi corazón: llegar a convertirme —después del deceso de mi cuerpo— en una máquina (los señores doctores ya saben de qué estoy hablando), lo que ya es una razón bastante buena, digo yo.
Pero volviendo a la historia que quiero contar: las primeras palabras que el conde du Chazal me dijo cuando me tomó a su servicio fueron éstas:
—¿Hubo alguna vez en tu vida una mujer que tuviera importancia?
Cuando con la conciencia bien tranquila le contesté que no, pareció quedar muy satisfecho.
Hoy, sus palabras me queman como el fuego, no sé muy bien por qué.
La misma pregunta, letra por letra, me la hizo 35 años más tarde mi segundo empleador, el magistrado Peter Wirtzigh:
—¿Hubo alguna vez en tu vida una mujer que tuviera importancia?
También entonces pude contestar que no, y lo podría contestar también ahora, pero cuando lo dije me sentí como una máquina sin vida y no como una criatura humana.
Cada vez que lo pienso, siento que en mi mente cosquillea una sospecha horripilante; no lo puedo expresar con palabras, pero… ¿acaso no existen también plantas que nunca llegan a desarrollarse por completo, que se van atrofiando desconsoladamente y permanecen siempre tristes y achaparradas (como si el sol no las alumbrara nunca), sólo porque cerca de ellas crece algún veneno que se nutre secretamente de sus raíces?
Durante los primeros meses me sentía bastante molesto en ese castillo solitario que estaba habitado solamente por el señor conde, la vieja Petronella (el ama de llaves) y yo, y que estaba literalmente repleto de utensilios extraños y antiguos, tales como mecanismos de relojería y telescopios… sin hablar de las extravagancias del propio señor conde. Ahí está por ejemplo el hecho de que me permitiera ayudarle para ponerse la ropa, pero para quitársela jamás; cada vez que yo me ofrecía a hacerlo, pues ello debería formar parte de mis obligaciones, siempre me contestaba que aún pensaba seguir leyendo; lo que no era otra cosa que un pretexto, porque en realidad, por lo menos así debo suponerlo, andaba dando vueltas entre las sombras de la noche y por las mañanas sus botas estaban llenas de lodo, aunque durante todo el día anterior no hubiese puesto los pies fuera del castillo.
Tampoco su aspecto era muy tranquilizante: pequeño y escuálido como era, su cabeza parecía no hacer del todo juego con el resto, y aunque me consta que no era jiboso en absoluto, durante muchísimo tiempo no pude librarme de la impresión de que sí lo fuese… es algo que no me puedo explicar por más que lo pienso y lo repienso.
Su perfil era muy agudo, y el hecho de que su mentón, ya de por sí sobresaliente, estuviese adornado con una barba puntiaguda que se curvaba hacia adelante, le daba decididamente el aspecto de una hoz. Por lo demás, hay que destacar que poseía una enorme fuerza vital: en todos los años que estuve a su servicio no puedo decir que haya envejecido visiblemente, lo único que se le iba acentuando era la forma de media luna de su cara, y ésta era cada vez más flaca.
En la aldea se contaban de él historias por demás extrañas: que no se mojaba cuando llovía y cosas por el estilo; también aseguraban que cuando pasaba de noche delante de las viviendas campesinas, en las casas se paraban todos los relojes.
Yo no prestaba atención a estas habladurías, porque la circunstancia de que a veces los objetos metálicos que había en el castillo, tales como cuchillos, tijeras, rastrillos, y otras tantas cosas más se volvieran magnéticas por un par de días, de modo que se les quedaban pegadas las plumas de acero, los clavos, etc., obedece a una manifestación de la naturaleza que no tiene nada de sorprendente… o mejor dicho… esa es la explicación que me dio el señor conde cuando ya le pregunté al respecto. El lugar en que estaba enclavado el castillo se situaba sobre terreno volcánico, me dijo, y agregó que semejantes fenómenos se relacionan directamente con la luna llena.
Debo dejar bien sentado que el señor conde tenía una opinión muy elevada de la luna, y para probarlo puedo dar como ejemplo los siguientes acontecimientos:
Ante todo quiero aclarar que al comienzo de cada verano, el 21 de junio, para ser exacto, venía de visita, no quedándose nunca más de veinticuatro horas, un personaje por demás curioso: el mismo doctor Haselmeyer, del que volveré a hablar más adelante.
El señor conde siempre se refería a él bajo el nombre de «Tandshur rojo», nunca he podido comprender por qué, ya que el doctor no sólo no era pelirrojo, sino que no tenía un pelo en toda la cabeza, ni cejas ni pestañas. Ya por aquel entonces daba toda la impresión de ser un anciano; tal vez eso se deba a la vestimenta tan ridículamente anticuada que lucía año tras año: un sombrero de copa de paño color musgo que se iba angostando hacia arriba hasta terminar casi en punta, un jubón holandés de terciopelo, escarpines con hebilla y calzones de seda negra que le llegaban hasta las rodillas de sus piernas peligrosamente cortas y delgadas; como les decía: tal vez sea por eso que parecía tan… «defenestrado», porque su voz cristalina, casi infantil, y sus labios graciosamente curvados como los de una muchacha, desmentían decididamente toda idea de senilidad.
Pero, por otro lado, me atrevería a suponer que en toda la tierra no se podrán encontrar ojos tan opacos y apagados como los suyos.
Sin por eso perderle el debido respeto, debo agregar que su cabeza era la de un hidrocéfalo, y que, para colmo de males, parecía ser asombrosamente blanda; tan blanda como un huevo duro sin cascara, y no me refiero a la parte correspondiente a la cara —tan redonda, que más sería imposible—, sino al cráneo mismo.
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