De los 25 a los 60 años de edad fui ayuda de cámara del Conde du Chazal. Hasta entonces había sido ayudante de jardinero en el convento de Apanua, que viene a ser el mismísimo lugar en el que pasé los obscuros días de mi primera juventud y donde gracias a la bondad del abate aprendí a leer y escribir.
Cuando llegó el día de mi confirmación, siendo que yo era huérfano, mi padrino —el viejo jardinero del convento— aprovechó la oportunidad y me adoptó como hijo, y desde entonces llevo el apellido Meyrink.
Hasta donde puedo recordar, siempre me pareció tener un aro de hierro alrededor de la cabeza, que parece como si me apretara lo que hay adentro, no dejando que se desarrolle lo que la gente llama fantasía. Casi podría afirmarse de mí que me falta un sentido interior para las cosas, Pero, eso sí, mis ojos y mis oídos son agudos como los de un salvaje.
Cuando bajo los párpados puedo ver con toda claridad las siluetas negras y rígidas de los cipreses, tal cual se destacaban de los semidesmoronados pero siempre bien blanqueados muros del convento, veo los ladrillos —gastados por tantas pisadas— que cubrían el piso de los corredores en cruz, los puedo ver uno por uno y hasta podría contarlos, pero, sin embargo, todo eso me resulta frío y mudo… no me dice nada, y yo leí una vez que las cosas saben hablarles a los hombres.
Es de puro sincero que digo siempre lo que pienso y lo que siento, y porque quiero tener el derecho a que me crean; y ahora tengo la esperanza de que alguna vez vengan hombres que lean lo que aquí escribo, y que sepan más que yo para que me puedan explicar —siempre que quieran y les esté permitido hacerlo— tantas cosas que ocurrieron y que me acompañaron durante todo el camino de mi vida como una cadena de adivinanzas que no tienen solución.
Y si contra toda suposición sensata estos escritos llegaran a las manos de cualquiera de los amigos de mi segundo amo: el magistrado Peter Wirtzigh (muerto y sepultado en Wernstein, junto al Inn, en el año de la Gran Guerra: 1914), y me refiero a los bien nacidos doctores Chrysophron Zagráus y Sacrobosco Haselmeyer, llamado también el «Tandshur rojo», espero que ambos caballeros sepan apreciar con justicia que no es indiscreción lo que me hace sacar a luz cosas que tal vez ellos habrán estado ocultando durante tantos años, y también que un anciano de 70 años como yo está por encima de ciertas fruslerías y que me veo obligado a proceder de esta manera por razones más bien espirituales, entre las cuales se cuenta un temor que llevo metido muy adentro de mi corazón: llegar a convertirme —después del deceso de mi cuerpo— en una máquina (los señores doctores ya saben de qué estoy hablando), lo que ya es una razón bastante buena, digo yo.
Pero volviendo a la historia que quiero contar: las primeras palabras que el conde du Chazal me dijo cuando me tomó a su servicio fueron éstas:
—¿Hubo alguna vez en tu vida una mujer que tuviera importancia?
Cuando con la conciencia bien tranquila le contesté que no, pareció quedar muy satisfecho.
Hoy, sus palabras me queman como el fuego, no sé muy bien por qué.
La misma pregunta, letra por letra, me la hizo 35 años más tarde mi segundo empleador, el magistrado Peter Wirtzigh:
—¿Hubo alguna vez en tu vida una mujer que tuviera importancia?
También entonces pude contestar que no, y lo podría contestar también ahora, pero cuando lo dije me sentí como una máquina sin vida y no como una criatura humana.
Cada vez que lo pienso, siento que en mi mente cosquillea una sospecha horripilante; no lo puedo expresar con palabras, pero… ¿acaso no existen también plantas que nunca llegan a desarrollarse por completo, que se van atrofiando desconsoladamente y permanecen siempre tristes y achaparradas (como si el sol no las alumbrara nunca), sólo porque cerca de ellas crece algún veneno que se nutre secretamente de sus raíces?
Durante los primeros meses me sentía bastante molesto en ese castillo solitario que estaba habitado solamente por el señor conde, la vieja Petronella (el ama de llaves) y yo, y que estaba literalmente repleto de utensilios extraños y antiguos, tales como mecanismos de relojería y telescopios… sin hablar de las extravagancias del propio señor conde. Ahí está por ejemplo el hecho de que me permitiera ayudarle para ponerse la ropa, pero para quitársela jamás; cada vez que yo me ofrecía a hacerlo, pues ello debería formar parte de mis obligaciones, siempre me contestaba que aún pensaba seguir leyendo; lo que no era otra cosa que un pretexto, porque en realidad, por lo menos así debo suponerlo, andaba dando vueltas entre las sombras de la noche y por las mañanas sus botas estaban llenas de lodo, aunque durante todo el día anterior no hubiese puesto los pies fuera del castillo.
Tampoco su aspecto era muy tranquilizante: pequeño y escuálido como era, su cabeza parecía no hacer del todo juego con el resto, y aunque me consta que no era jiboso en absoluto, durante muchísimo tiempo no pude librarme de la impresión de que sí lo fuese… es algo que no me puedo explicar por más que lo pienso y lo repienso.
Su perfil era muy agudo, y el hecho de que su mentón, ya de por sí sobresaliente, estuviese adornado con una barba puntiaguda que se curvaba hacia adelante, le daba decididamente el aspecto de una hoz. Por lo demás, hay que destacar que poseía una enorme fuerza vital: en todos los años que estuve a su servicio no puedo decir que haya envejecido visiblemente, lo único que se le iba acentuando era la forma de media luna de su cara, y ésta era cada vez más flaca.
En la aldea se contaban de él historias por demás extrañas: que no se mojaba cuando llovía y cosas por el estilo; también aseguraban que cuando pasaba de noche delante de las viviendas campesinas, en las casas se paraban todos los relojes.
Yo no prestaba atención a estas habladurías, porque la circunstancia de que a veces los objetos metálicos que había en el castillo, tales como cuchillos, tijeras, rastrillos, y otras tantas cosas más se volvieran magnéticas por un par de días, de modo que se les quedaban pegadas las plumas de acero, los clavos, etc., obedece a una manifestación de la naturaleza que no tiene nada de sorprendente… o mejor dicho… esa es la explicación que me dio el señor conde cuando ya le pregunté al respecto. El lugar en que estaba enclavado el castillo se situaba sobre terreno volcánico, me dijo, y agregó que semejantes fenómenos se relacionan directamente con la luna llena.
Debo dejar bien sentado que el señor conde tenía una opinión muy elevada de la luna, y para probarlo puedo dar como ejemplo los siguientes acontecimientos:
Ante todo quiero aclarar que al comienzo de cada verano, el 21 de junio, para ser exacto, venía de visita, no quedándose nunca más de veinticuatro horas, un personaje por demás curioso: el mismo doctor Haselmeyer, del que volveré a hablar más adelante.
El señor conde siempre se refería a él bajo el nombre de «Tandshur rojo», nunca he podido comprender por qué, ya que el doctor no sólo no era pelirrojo, sino que no tenía un pelo en toda la cabeza, ni cejas ni pestañas. Ya por aquel entonces daba toda la impresión de ser un anciano; tal vez eso se deba a la vestimenta tan ridículamente anticuada que lucía año tras año: un sombrero de copa de paño color musgo que se iba angostando hacia arriba hasta terminar casi en punta, un jubón holandés de terciopelo, escarpines con hebilla y calzones de seda negra que le llegaban hasta las rodillas de sus piernas peligrosamente cortas y delgadas; como les decía: tal vez sea por eso que parecía tan… «defenestrado», porque su voz cristalina, casi infantil, y sus labios graciosamente curvados como los de una muchacha, desmentían decididamente toda idea de senilidad.
Pero, por otro lado, me atrevería a suponer que en toda la tierra no se podrán encontrar ojos tan opacos y apagados como los suyos.
Sin por eso perderle el debido respeto, debo agregar que su cabeza era la de un hidrocéfalo, y que, para colmo de males, parecía ser asombrosamente blanda; tan blanda como un huevo duro sin cascara, y no me refiero a la parte correspondiente a la cara —tan redonda, que más sería imposible—, sino al cráneo mismo. Yo por lo menos podía ver claramente cómo, cada vez que se ponía el sombrero, le aparecía una especie de manguera exangüe por debajo del ala, y que cuando se lo quitaba siempre pasaba un buen rato hasta que su cabeza había recuperado felizmente su forma original.
Desde la llegada del doctor Haselmeyer hasta su partida, él y el señor conde se lo pasaban hablando ininterrumpidamente —sin comer, ni beber ni dormir— acerca de la luna, y lo hacían con un ardor tan sorprendente, que hasta el día de hoy no lo puedo entender.
Tan grande era la pasión de ambos, que si el 21 de junio coincidía con la luna llena, se paraban de noche junto al pequeño estanque del castillo, para pasarse horas y horas contemplando el reflejo de la esfera plateada que el agua devolvía.
Cierta vez, en que yo acerté a pasar junto a ellos, pude incluso ver que los señores arrojaban al estanque pequeños objetos blancos (seguramente serían migas de pan), y cuando el doctor Haselmeyer se percató de que yo los había observado, dijo apresuradamente:
—Sólo le estamos dando de comer a la luna… eh, perdón, quiero decir, a los cisnes. —Pero no había un sólo cisne en todo el estanque. Peces tampoco.
Y lo que tuve que escuchar esa misma noche está, a mi entender, secretamente relacionado con todo lo anterior, de modo que lo grabé palabra por palabra en mi cerebro y ahora lo llevo minuciosamente al papel:
Estando ya acostado pero todavía despierto, oí voces que llegaban desde la biblioteca, un lugar en el que jamás nadie ponía los pies y que estaba pegado a mi cuarto; atento a la novedad, pude escuchar al señor conde expresarse de la siguiente manera:
—Después de lo que acabamos de ver en el agua, mi querido y estimado doctor, tendría que estar yo muy equivocado si las cosas no hubiesen tomado para nosotros un cariz excelente y si la antigua frase de los Rosacruces: post centum viginti anuos patebo, o sea, «luego de 120 años me revelaré» no puede ser interpretada exactamente en el sentido de nuestros propios pensamientos. ¡Este es en verdad un solsticio invernal memorable! Podemos afirmar que durante la última cuarta parte del recientemente finiquitado siglo XIX todo lo mecánico ha ido ganando una supremacía rápida y segura… eso es algo que podemos dar tranquilamente por sentado; pero, si como cabe esperar, las cosas siguen de este modo, en el siglo XX la humanidad apenas si va a tener tiempo de ver la luz del día de tan ocupada que va a estar en mantener limpitas y en buenas condiciones de funcionamiento todas las máquinas con que va a contar para ese entonces.
»Hoy se puede afirmar con toda propiedad que la máquina se ha transformado en el digno gemelo del becerro de oro; al padre que maltrata a su hijo no le van a dar más de catorce días de arresto, pero a quien dañe cualquier cacharro callejero motorizado puede contar con que lo encierren por 3 años.
—Hay que reconocer que la fabricación de tales vehículos es bastante más costosa —argumentó el Dr. Haselmeyer.
—Por lo general, sí —admitió cortésmente el conde du Chazal—. Pero con toda seguridad que no es ese el único motivo. A mi entender, lo esencial de la cuestión radica en que el hombre no representa nada más ni nada menos que un objeto semiacabado, destinado a convertirse también él en un mecanismo de relojería; como prueba de ello puede tomarse el hecho de que ciertos instintos nada marginales, como por ejemplo el que conduce a elegir la consorte adecuada a fin de mejorar la especie, se han visto relegados a la condición de procederes automatizados, que terminan por producir el milagro de que la máquina sea considerada su verdadero vástago y heredero, y bastardo el hijo de su carne.
»Si las mujeres se avinieran a parir bicicletas o pistolas de repetición en vez de niños, puede usted estar seguro de que ninguna se quedaría sin marido… Así es… En la edad de oro en que los hombres estaban menos evolucionados sólo creían en aquello en que era posible pensar, con el tiempo llegó la era en que sólo creían en lo que podían comer… en tanto que ahora llegan a la cumbre de la perfección creyendo solamente en la realidad de lo vendible.
»Dan por sentado, dado que el cuarto mandamiento dicta que se ha de honrar al padre y a la madre, que las máquinas que producen y alimentan con aceites de primera calidad, mientras que por su parte ellos se conforman con margarina, les van a retribuir con creces los esfuerzos que cuesta su creación, regalándolos con montones de dicha y prosperidad; pero mientras tanto parecen ignorar que también las máquinas pueden convertirse en hijos desagradecidos.
»En sus confiados delirios se conforman con pensar que las máquinas no son sino objetos muertos que de ningún modo están en condiciones de obrar por su propia cuenta y que pueden ser desechados en cuanto ya no se los necesita más… ¡¡¡Ah, se van a dar de narices!!!
»¿Ha observado usted alguna vez un cañón, mi estimadísimo? ¿Se atrevería usted a decir que ese también es un objeto "muerto"? ¡Yo le puedo asegurar que ni a un general lo cuidan tanto! Un general puede estar atacado de catarro y a nadie le importa un comino, pero a los cañones se los tapa bien tapaditos para que no se "oxiden" (que para ellos sería lo mismo que resfriarse) y se les coloca un sombrero para que no les llueva adentro.
»Está bien, podría argumentarse que los cañones sólo rugen cuando están repletos de pólvora y se ha dado señal de fuego, ¿pero acaso un tenor no empieza a chillar recién cuando se le da el pie y cuando está bien repleto de notas musicales? Vuelvo a repetirle: en todo el orbe no hay un solo objeto que esté realmente muerto.
—¿Pero nuestra querida patria, la luna, no es un cuerpo celeste muerto? —trinó tímidamente el doctor Haselmeyer.
—No está muerto —lo siguió adoctrinando el señor conde—, es solamente el rostro de la muerte. Es (cómo decirlo), la lente condensadora, que al igual que una linterna mágica que invierte los efectos vitales de los rayos de ese maldito y arrogante sol, embruja la aparente realidad mediante unas cuantas imágenes mentales de los seres vivientes, y hace crecer o florecer el fluido venenoso de la muerte en múltiples formas y manifestaciones. Es curioso (¿no le parece también a usted?) que de todos los astros sea justamente la luna la que más amor ha merecido por parte de los hombres; hasta los poetas le cantan —menos mal que tienen fama de videntes— y le brindan sus mejores suspiros y ojos en blanco, sin que a ninguno se le ocurra espantarse de sólo pensar que hace millones de años, mes a mes, un cadáver cósmico exangüe ronda la tierra. No cabe duda de que los perros son mucho más inteligentes… los negros más que ninguno… ya que a da vista de la luna esconden la cola y le aúllan.
—¿Pero, no me escribió usted recientemente, estimado conde, que las máquinas son criaturas que descienden directamente de la luna? ¿Cómo ha de entenderse semejante afirmación? —quiso saber el doctor Haselmeyer.
—Lo que sucede es que usted entendió mal —lo interrumpió el señor conde—. La luna no hizo más que preñar con su aliento venenoso el cerebro del hombre con ideas, y las máquinas son los vástagos visibles nacidos de ese proceso.
»El sol ha sembrado en el alma de los mortales el deseo de ser cada vez más ricos en placeres, legándoles también la maldición final de crear con el sudor de su frente obras perecederas y destruirlas después… pero la luna, fuente secreta de todas las formas, les enturbió tales deseos a través de un vidrio distorsionante, de modo que se perdieran en falsas imaginaciones y trasladaran hacia afuera, a lo palpable, lo que debieron haber contemplado desde adentro.
»Consecuencia de ello es que las máquinas se han convertido en cuerpos titánicos visibles, nacidos de la mente de héroes degenerados.
»Y dado que comprender o crear algo no significa otra cosa que dar al alma la forma de aquello que se ve o que se crea para convertirla en eso mismo, los hombres se encuentran desvalidos camino a transformarse poco a poco en máquinas también ellos, hasta que un día se verán desnudos y convertidos en un machacante mecanismo de reloj que ya no podrá pararse nunca más; o sea en aquello que siempre quisieron inventar: un triste perpetuum mobile.
»Pero nosotros, los hermanos lunares, nos convertiremos entonces en los herederos del ser eterno, de la conciencia única e inalterable que nunca dice vivo sino soy, y que luego sabe: aunque el universo se desmorone yo perduro.
»Porque, si las formas no fuesen solamente sueños, ¿cómo sería posible que podamos cambiar en todo momento y según nuestra voluntad nuestro cuerpo por otro y aparecer entre los hombres con formas humanas, entre los fantasmas como sombras, entre los pensamientos como idea, gracias a nuestra secreta capacidad de desprendernos de nuestra propia forma como si fuesen un juguete elegido mediante un sueño? Como cuando una persona adormilada adquiere de pronto la conciencia de que está soñando y traslada el concepto engañoso del tiempo a un presente nuevo, dándole así al derrotero del sueño una dirección deseada por él: es cuasi como saltar con ambas piernas en la funda de un cuerpo nuevo, ya que sabemos muy bien que el cuerpo no es en el fondo otra cosa que un estado letárgico propio del éter, afectado por la ilusión del hermetismo… y que, en resumidas cuentas, es el único capaz de penetrar el todo…
—¡Excelentemente expresado! —festejaba el doctor con su dulce voz cantarina—; ¿pero por qué no hacer participar a los terráqueos de la dicha de la transfiguración? ¿Sería malo eso?
—¿Malo? ¡Sería algo de consecuencias imprevisibles! ¡Horroroso! —exclamó el señor conde—. ¡Imagínese usted: el hombre dotado con la capacidad de producir cultura en todo el cosmos!
»¿Se da cuenta del aspecto que tendría la luna a las dos semanas? En todos los cráteres construirían velódromos y alrededor un campo de regadío para desagotar las aguas de las cloacas.
»Suponiendo que antes no hayan tratado de imponer el arte dramático, cerrándole así para siempre el camino a todas las posibilidades vegetativas.
»¿O acaso usted está deseando que llegue el momento en que los planetas estén comunicados entre sí mediante líneas telefónicas para poder intercambiar informaciones bursátiles, o que las estrellas dobles de la vía láctea tengan que presentar partidas de matrimonio debidamente legalizadas? No, no, mi querido amigo, por ahora el universo tendrá que arreglárselas con la vieja rutina de siempre.
»Y pasando ahora a un tema más edificante: debo comunicarle, mi nunca bien estimado doctor, que ya se está acercando para usted el momento de menguar, digo, de viajar; será entonces, hasta más ver en lo del magistrado Wirtzigh, en agosto de 1914; que ahí será el comienzo del fin, y me imagino que vamos a festejar debidamente esta catástrofe de la humanidad, ¿o no?
Unos segundos antes de que el señor conde pronunciara las últimas palabras, yo ya me había metido nuevamente en mi librea para ir a ayudar al doctor Haselmeyer a empacar su maleta y acompañarlo hasta la puerta del castillo. Un instante después ya me hallaba apostado en el corredor. Pero, ¿qué veían mis ojos? el señor conde estaba totalmente solo al abandonar la biblioteca, y en la mano traía el jubón, los escarpines, el calzón de seda y el sombrero de copa del doctor Haselmeyer, en tanto que éste… había desaparecido. El señor conde se encaminó, cargado de ese modo insólito, y sin dirigirme una sola mirada, hasta su dormitorio cerrando la puerta detrás suyo.
Bien sé que una de las obligaciones de todo buen sirviente es la de no asombrarse de nada de lo que sus señores consideren correcto hacer, claro que no por eso me negué el derecho de mover dubitativamente la cabeza, como tampoco pude evitar que pasara un largo rato antes de que lograra conciliar el sueño.
Ahora voy a saltearme muchos años.
Han transcurrido monótonamente y quedaron anotados en mi memoria, amarillentos y llenos de polvo, como fragmentos de un viejo libro que habla de acontecimientos que alguna vez hemos leído con la mente afiebrada, de modo que apenas los hemos entendido y apenas si nos acordamos de ellos.
Pero hay una cosa que recuerdo con toda claridad: durante la primavera del año 1914 el señor conde me comunicó abruptamente:
—Dentro de pocos días saldré de viaje; a… a Mauritius —al decir estas palabras me miró muy fijo a los ojos— y deseo que entres al servicio de mi amigo el magistrado Peter Wirtzigh, en Wernstein junto al Inn. ¿Me has entendido bien, Gustav? Por lo demás, ya sabes que no tolero que me contradigan.
Yo incliné respetuosamente la cabeza y no dije una sola palabra.
Cierta mañana, y sin haber tomado ninguna de las medidas habituales en estos casos, el señor conde había abandonado el castillo; de lo que saqué en conclusión que ya no volvería a verlo más y que en la cama con dosel que él acostumbraba usar Para dormir, ahora dormiría otro.
Ese otro resultó ser, como me explicaron más tarde en Wernstein, el magistrado Peter Wirtzigh.
Cuando llegué a la propiedad del magistrado, desde donde se podían contemplar las aguas espumosas del Inn, que corría mucho más abajo, puse inmediatamente manos a la obra para sacar el contenido de las cajas y baúles que había traído conmigo y repartirlo en los armarios y cajones correspondientes.
Cuando estaba a punto de guardar una lámpara muy extraña y muy antigua que tenía la forma de una deidad japonesa transparente, sentada sobre sus propias piernas (la cabeza estaba constituida por una esfera de vidrio opalino), en cuyo interior se veía una serpiente, que movida por un mecanismo de reloj mantenía erguida la mecha con su boca, pude ver para mi espanto, en el momento mismo de abrir la puerta del armario gótico donde pensaba colocarla, que en el interior de éste colgaba el cadáver del doctor Sacrobosco Haselmeyer.
Del susto casi dejo caer la lámpara, pero por suerte pude reconocer a tiempo que se trataba solamente de las ropas del doctor y que lo demás había sido eso que llaman una ilusión óptica.
Sea como fuere, lo ocurrido me dejó muy impresionado y con la sensación de que algo terrible estaba por suceder; era como un presentimiento que no me abandonaba ni a sol ni a sombra aunque los meses siguientes transcurrieran en la mayor de las calmas.
A pesar de que el magistrado Wirtzigh era siempre muy bondadoso conmigo y de que su trato era por demás cordial, el hecho de que se pareciera tanto en tantas cosas al doctor Haselmeyer, hacía que cada vez que lo tenía delante de mi vista recordara —juro que me era imposible evitarlo— el episodio con el armario gótico. Su cara era tan redonda como la del doctor, pero un tanto… obscura para mi gusto —casi como la de un moro—; según él estos eran los resabios de una dolencia hepática parecida a la ictericia, sólo que en vez de tornarse amarillento, el paciente quedaba ennegrecido. Si uno se hallaba un poco alejado de él y en la habitación no había mucha luz, sucedía que no se podían distinguir sus rasgos, y la barba angosta y platinada que se extendía por debajo del mentón de oreja a oreja, se destacaba nítidamente de su rostro como si de ella emanara una tenue y espeluznante luz propia.
La rara ansiedad que constantemente pesaba sobre mí recién cedió cuando en el mes de agosto se supo la nueva del estallido de una terrible guerra.
Yo me acordé inmediatamente de lo que hacía años le había escuchado decir al señor conde acerca de una catástrofe que acechaba a la humanidad, y será por eso que me resultaba tan difícil unirme de buen grado a las manifestaciones hostiles de los lugareños hacia los países enemigos; a mí se me antojaba que detrás de todo eso se alzaba el odio de ciertas fuerzas naturales que manejaban a los hombres a su antojo como si fuesen marionetas.
El magistrado Wirtzigh permanecía totalmente inalterado, como alguien que ya había previsto todo con mucha anterioridad.
Fue recién el 4 de setiembre que yo noté en él una leve intranquilidad. Para esa fecha me llamó, y abriendo una puerta que hasta entonces siempre había permanecido cerrada, me condujo a un salón abovedado de paredes azules que tenía una sola ventana circular en el techo. De abajo de ésta y de manera que la luz le diera en forma directamente perpendicular, había una mesa redonda de cuarzo negro, ahuecada en el centro de modo tal que se formaba una suerte de batea. A su alrededor se hallaban colocadas cuatro sillas doradas finamente talladas.
—¿Ves este hueco? —dijo por fin el magistrado—, pues bien, quiero que esta noche, antes de que salga la luna, lo llenes con agua clara y fría del pozo. Espero visita que llega de Mauritius, y cuando oigas que te llamo, tomas la lámpara japonesa que tiene la serpiente adentro y la enciendes… espero que la mecha no arda demasiado —agregó como para sus adentros— y te colocas en el nicho aquél con ella en la mano, como quien sostiene una antorcha.
Ya hacía buen rato que era de noche; habían dado las once, las doce… y yo esperando.
Nadie podía haber entrado en la casa, eso lo sé con absoluta certeza, pues la puerta de calle estaba cerrada con llave y yo tenía que notar necesariamente si alguien la abría; pero hasta el momento no se había escuchado un solo ruido.
Alrededor reinaba un silencio de muerte, a tal punto, que el latido de mis sienes terminó por parecerme rumor de tormenta.
Por fin se hizo oír la voz del magistrado que me llamaba por mi nombre… como si el llamado viniera de muy lejos, o mejor dicho, como si su voz hubiese salido de mi propio corazón.
Con la lámpara —que apenas esparcía un leve resplandor— en la mano, y como mareado por una inexplicable somnolencia que antes nunca había conocido, me dirigí por el corredor en sombras hacia el salón de paredes azules y me paré en el nicho.
La maquinaria del reloj que se hallaba en el interior de la lámpara dejaba oír su leve sonido, y a través de la barriga transparente de la deidad japonesa podía ver la mecha encendida en la boca de la serpiente que giraba creando la ilusión de que se estaba elevando.
Supongo que en esos momentos la luna llena estaba exactamente sobre el agujero redondo del techo, pues su imagen se reflejaba nítidamente en el agua colocada en la mesa de cuarzo, haciéndola que se pareciera a una esfera de plata.
Durante todo ese tiempo yo había creído que las sillas estaban vacías, pero poco a poco pude darme cuenta de que tres de ellas estaban ocupadas por otros tantos hombres, y cuando sus rostros se movieron con cautela, pude reconocer: en la parte Norte, al magistrado Wirtzigh, en la parte Este, a un extraño (cuyo nombre era Chrysophron Zagraus, como pude enterarme después a través de una conversación que tuvieron entre ellos), y en la parte Sud —con una corona de amapolas sobre su monda cabeza—al doctor Sacrobosco Haselmeyer.
Sólo se mantenía desocupada la silla que daba al Oeste.
Mis oídos se deben haber ido agudizando paulatinamente pues ahora llegaban hasta mí palabras, algunas de ellas latinas y otras en idioma alemán.
Pude ver que el caballero extraño hacía una reverencia delante del doctor Haselmeyer, lo besaba en la frente y le decía «amada novia mía».
A este hecho insólito siguió una larga frase, Pero estaba dicha en voz tan baja que no llegó a Penetrar en mi conciencia.
Pero entonces, súbitamente, el magistrado Wirtzigh se sumergió en un discurso apocalíptico:
—Y delante de la silla se extendía un mar transparente como el cristal, y en medio de la silla y alrededor de ella había cuatro animales, llenos de ojos por delante y por detrás… Y salió otro caballo que era pálido, y el nombre de quien lo cabalgaba era Muerte y detrás de ella venía el infierno. A ella le estaba dado robar la paz de la tierra y hacer que todos se estrangularan mutuamente; y a ella también le fue dada una enorme espada.
—Dada una espada —sonó tartajeante el eco que emitía el doctor Zágraus… y fue entonces que su mirada se fijó de improviso en mi humilde persona… hecho trascendental que le hizo interrumpirse para preguntarle a los demás si yo era digno de confianza.
—Hace tiempo que se convirtió en una máquina sin vida entre mis manos —lo tranquilizó el magistrado—.
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