Der grüne Gesicht (El rostro verde, 1916), Walpurgisnacht (Noche de Walpurgis, 1917), Derweisse Dominikaner (El dominico blanco, 1921), Der violette Tod (La muerte violeta, 1922), An der Schwelle des Jenseits (En el umbral del más allá, 1923) y Goldmachergeschichten (Cuentos de un alquimista, 1925) son obras en las cuales se mezclan las prácticas esotéricas, la exploración de subconsciente, los fenómenos visibles e invisibles. Todo esto y su gran amistad con Alfréd Kubin (autor de otro clásico, Die Andere Seite), lo inducen a abandonar la religión protestante y abrazar el budismo mahayana. Murió en Starnberg, su pequeña propiedad cercana a Munich, el 4 de diciembre de 1932, un año antes de la llegada del nazismo al poder.
Su obra está estructurada sobre cuatro temas mayores:
—La visión apocalíptica de la Primera Guerra Mundial, que se plasmaría en su novela El rostro verde y en muchos de sus relatos.
—El tema del zombi, el hombre mecanizado, el servidor privado de alma y de voluntad. (El Golem).
—El tema de la historia invisible: detrás de la historia alocada de los hombres existe otra, secreta, que está regulada por ciclos inmutables (La noche de Walpurgis).
—El tema del tiempo trascendental. Meyrink creía que había una especie de concentración del espacio y el tiempo (la duración del pasado, presente y futuro se confunden en una visión simultánea), idea que luego Borges (y antes que él Cyrano) desarrollaría en «El Aleph».
Su obra maestra, El Golem, está inspirada en una variante del relato de la creación según el Génesis. En los principios de nuestra era ciertos rabinos habían elaborado la hipótesis de poder construir, mediante artificios mágicos, un ser dotado de vida e inteligencia. Como la impronta divina había sido la Palabra, creían poder hallar la fórmula fonética adecuada. En el siglo XII una secta judía imaginó 221 combinaciones de signos alfabéticos; con ellos era posible moldear una imagen humana de arcilla roja e infundirle vida. En el Renacimiento la leyenda del Golem cobra un aspecto diferente: destinado a fines domésticos, se transforma en servidor de los hombres. Su única particularidad es su crecimiento desmesurado que lo torna peligroso. Para poder matarlo es necesario borrar la primera letra de la fórmula escrita en su frente (emeth — verdad) y transformarla en muerte (meth). Este mito, en sus más diversas formas, es explotado por los escritores alemanes del siglo XIX: Archim von Arnim, E. T. A. Hoffmann, Hebbel y más tarde por algunos franceses, como Villiers de l'Isle Adam, si bien el tema está muy modificado.
Fledermaüse (Murciélagos, 1916) es su libro de relatos más importante. «Maese Leonhard», un relato que por su extensión es una verdadera «nouvelle», es uno de los más logrados. La fusión de dos historias, una de incesto y crimen —morosa y convincente—, y otra que lleva a Leonhard a la búsqueda de Jacobo de Vitriaco, mítico Gran Maestre de la Orden de los Templarios —mística y obsesiva—, es muy lograda y más tarde serviría de modelo a toda una generación de autores ingleses cultivadores del horror.
En el mismo nivel se ubican «La visita que J. H. Oberheit hace a las tempijuelas», «El cardenal Napellus» y «Los cuatro hermanos lunares», relato que contiene un curioso resumen, por así decirlo, de sus cuatro temas mayores.
«El juego de los grillos», «De como el Dr. Job Paupersum le trajo rosas rojas a su hija» y «Amadeo Knodlseder…» pertenecen, en cambio, al ciclo de obras satificas y apocalípticas, producto de la influencia de la guerra sobre su alma mórbida.
Según Borges, «Meyrink creía que el reino de los muertos entra en el de los vivos y que nuestro mundo visible está, sin cesar, penetrado por el otro invisible». Nosotros agregaríamos que Meyrink, prefigurando a Freud, había descubierto que Tanatos está íntimamente relacionado con Eros.
Jorge A. Sánchez
MAESE LEONHARD
Maese Leonhard está sentado inmóvil en su sillón gótico, y con los ojos bien abiertos, mantiene su mirada absorta clavada hacia adelante.
El reflejo del fuego de leñas que arde de lleno en el pequeño hogar tiembla sobre la tela rústica de su cilicio, pero el resplandor no queda adherido a nada de esa inmovilidad total que lo rodea; se desliza por la larga y blanca barba, por la cara surcada y las manos sarmentosas, que en ese silencio de muerte, parecen como fundidas con el marrón y oro de la madera tallada en que se apoyan.
La mirada de Maese Leonhard permanece fija en la ventana, delante de la cual se alzan los altos túmulos de nieve que circundan la capilla ruinosa y semihundida en la que se halla sentado, pero en su mente puede ver las lisas y desnudas paredes detrás suyo, la cama estrecha y modesta, el crucifijo colgado sobre la puerta carcomida; ve la jarra de agua, el pan casero de harina de hoyuco y el cuchillo con mango de hueso que se apoya a su lado en el estante del rincón.
Oye como afuera las ramas de los árboles se quiebran bajo el peso de la escarcha y ve los carámbanos que brillan en la cortante luz de la luna. Puede ver su propia sombra caer a través de la ventana ojival y bailar sobre la brillante nieve su ronda de espectros con las siluetas de los pinos cada vez que las llamas del hogar estiran sus cabezas para enseguida volverse a agachar; entonces ve como su sombra se encoge hasta asemejarse a la figura de un macho cabrío agazapado sobre un trono de negro y azul, los capiteles del sillón formando cuernos diabólicos sobre orejas puntiagudas.
Una vieja jibosa que viene cojeando desde la carbonera que queda a horas de distancia, más allá de los pantanos situados en la profundidad de la ladera, llega arrastrando trabajosamente a través del bosque un trineo cargado de leña menuda; deslumbrada por la luz repentina, se asusta y no comprende. Su mirada cae sobre la sombra demoníaca que se refleja en la nieve; no atina a entender dónde se halla ni que está parada delante de la capilla de la cual hay una leyenda que dice que en ella mora, inmune a la muerte, el último vástago de un linaje maldito.
Se santigua llena de espanto y con rodillas temblorosas se precipita de vuelta al bosque.
Mentalmente, Maese Leonhard la sigue durante un trecho por el camino que ella ha tomado. Pasa por delante de las ruinas del viejo castillo; paredes ennegrecidas por el fuego, entre las cuales se halla sepultada su juventud; pero ese espectáculo no lo conmueve, en su interior todo es presente, claro y luminoso como una imagen hecha de aire colorido. Se ve niño, jugando debajo de un abedul con piedritas de colores, y al mismo tiempo se ve anciano, sentado delante de su sombra.
Ante él emerge la figura de su madre, con los rasgos de la cara eternamente inquietos y contraídos; todo en ella es convulso, sólo la piel de su frente permanece inmóvil, lisa como pergamino y tensa sobre los huesos del cráneo, que idéntico a una bola de marfil sin junturas, parece aprisionar un rumoroso enjambre de ideas inconstantes.
Se oye el incesante, nunca interrumpido susurrar de su negro vestido de seda, que como el enervante zumbido de millones de insectos, llena todos los espacios del castillo, filtrándose a través de pisos y paredes, robándole la paz tanto a los hombres como a los animales.
Aun los objetos parecen sometidos al hechizo de sus finos labios siempre dispuestos a pronunciar órdenes; cada cosa debe estar siempre dispuesta a cambiar de lugar, nadie ni nada debe atreverse jamás a sentirse como en casa. A la vida del mundo sólo la conoce de oídas, meditar acerca del sentido de la existencia es algo que se le antoja superfluo y un pretexto para la molicie; sólo cuando de la mañana a la noche en la casa reina un inútil corretear de un lado para el otro, sólo cuando se siente rodeada de un febril y desmoralizante cansarse para nada hasta llegada la hora del sueño, su madre cree haber cumplido con los deberes para con la vida. En su cerebro jamás pensamiento alguno pudo llegar a su fin, apenas nacido ya debe convertirse en una acción precipitada y estéril. Ella es igual que el segundero que avanza atropelladamente y que, desde su condición de pigmeo, cree que el mundo tiene que detenerse en cuanto él deja de producir tres mil seiscientas revoluciones alrededor de su propio eje durante doce veces por día, limando así el tiempo hasta convertirlo en polvo y sin poder aguardar, en su impaciencia, a que las pausadas y serenas agujas del reloj alcen sus largos brazos para dar las campanadas.
Sucede a menudo que en medio de la noche salte de la cama como una posesa para despertar a la servidumbre: las macetas, que se alinean en filas infinitas a lo largo de todas las ventanas, deben ser regadas de inmediato; ella no conoce en absoluto el porqué de semejante decisión, le basta con haber resuelto que debe ser así. Nadie se atreve a contradecirla, todos enmudecen en vista de la inutilidad de luchar contra un fuego fatuo con la espada de la razón.
Las plantas jamás tienen tiempo de echar raíces pues se las trasplanta casi diariamente; jamás se posan los pájaros sobre el techo del castillo; en su obscuro deambular, bandadas de ellos atraviesan el cielo, de un lado a otro, más arriba o más abajo, a veces hasta convertirse en puntos y a veces en magras manos aleteantes, anchas y chatas.
Hasta en los rayos del sol se nota un permanente temblor, pues siempre sopla un viento que ahuyenta la luz con nubes apuradas; de la mañana a la noche se producen disturbios entre las hojas y ramas de los árboles, y no hay nunca un fruto que pueda llegar a su sazón… en mayo ya no quedan hojas que puedan protegerlos.
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