Un sentimiento bestial lo invade, hace presa de él, sostiene la carta en la llama de la vela hasta que la última particula de papel amenaza con quemarle la yema de los dedos, y en sus entrañas lo quema un rencor salvaje e irreconciliable contra el monstruo satánico en cuyas manos se halla la dicha y la desgracia de los seres. En sus oídos resuena el milenario grito de venganza lanzado por tantos linajes sucumbidos bajo el golpe del destino, cada uno de sus nervios se convierte en un puño, su alma es un solo grito de combate.

Siente que debe realizar algo enorme que estremezca cielo y tierra, siente que tras suyo se halla apostado un infinito ejército de muertos, las miríadas de ojos clavados sobre él, a la espera de un solo movimiento de su mano: para seguirlo a él que está vivo y que es el único que los puede conducir a la batalla para derrotar al enemigo común.

Tambaleando bajo los golpes de esa oleada de fuerza que se arroja sobre él, se levanta, mira a su alrededor: ¿qué, qué, qué hacer primero? ¿Incendiar la casa, despedazar su propio cuerpo, salir cuchillo en mano y derribar todo lo que se cruce en su camino?

Cualquiera de estas acciones se le antoja diminuta; la conciencia de su propia pequeñez lo abruma, pero se rebela contra ella con juvenil obstinación, intuye una mueca burlona que lo observa desde todos los lugares de aquella estancia y que lo aguijonea y estimula nuevamente.

Intenta hacer gala de sensatez ante sí mismo… emula el gesto del guerrero experto y prudente; se llega hasta el arcón del dormitorio, llena sus bolsillos con oro y joyas, toma su capa y su sombrero, sale y atraviesa la niebla de la noche sin una sola despedida, el pecho invadido por planes confusos e infantiles: irá sin meta por el mundo para retar y vencer al amo del destino.

El castillo desaparece a sus espaldas entre las brumas blanquecinas; quiere evitar pasar delante de la capilla pero no puede, el hechizo que ejerce sobre él la maldición que pesa sobre todo su linaje no lo suelta… lo intuye, lo presiente; se obliga a sí mismo a seguir siempre derecho hacia adelante, durante horas, pero el espectro del recuerdo se mantiene a su lado, paso a paso; el negro follaje de los árboles se alza y vuelve a caer, aquí y allá, lo mismo que la puerta trampa; de pronto se atormenta pensando en la suerte de Sabina: sabe que es lazo maldito que le tiende la sangre materna —la misma que recorre sus propias venas— el que pretende frenar sus ímpetus y apagar el joven fuego de su entusiasmo bajo una gris ceniza insípida; se defiende con todas sus fuerzas, sigue caminando a tientas, de tronco a tronco, hasta que a lo lejos divisa una luz que oscila en el aire a la altura del tamaño de un hombre, corre hacia ella, la pierde de vista, la ve otra vez brillar entre la niebla, cada vez más cerca, con la seducción de un fuego fatuo; es como una senda que lo obliga a seguir su trazo, zigzagueando de izquierda a derecha.

Un grito apagado y misterioso, apenas perceptible, atraviesa trémulo la noche.

Súbitamente, se alzan ante Leonhard altos y negros muros en medio de las sombras, ve una ancha puerta abierta y reconoce… su propia casa.

Todo no ha sido más que una larga caminata en círculo alrededor del castillo, en torno al punto de partida.

Entre exhausto y vencido, baja el pomo de la puerta que conduce al cuarto de Sabina, y de pronto lo atrapa la gélida, mortal e incomprensible certidumbre de que en esa habitación está su madre en persona, de carne y hueso, un cadáver devuelto a la vida que allí lo está esperando.

Quiere volverse, refugiarse nuevamente en la obscuridad de la noche, no puede: una fuerza irresistible lo obliga a abrir la puerta.

Adentro yace Sabina, desangrada, con los ojos cerrados, blanca como un lienzo, y delante de ella se agita el cuerpo desnudo de una criatura recién nacida —una niña— con la cara arrugada y la mirada vacía e inquieta; en su frente hay una señal sangrienta… es, rasgo por rasgo, el vivo retrato de la mujer asesinada en la capilla.

Maese Leonhard ve a un hombre corriendo por los campos con la ropa desgarrada por espinas: es él mismo, tal como se lo viera huyendo horrorizado del castillo, arrojado de su propia casa por la firme mano del destino… exento ahora del vanidoso deseo de realizar grandezas…

En su memoria, la mano del tiempo va construyendo una ciudad tras otra: obscuras y luminosas, grandes y pequeñas, insolentes y timidas, y una tras otra las vuelve a demoler; ahora aparecen ríos semejantes a largas serpientes plateadas, y grises estepas, y un traje de arlequín hecho de campos cultivados, verdes, marrones y morados; carreteras polvorientas, álamos puntiagudos, praderas aromáticas, animales que pastan y perros que mueven felices la cola; Cristos en los cruces de los caminos, blancos mojones; gentes, jóvenes y viejos; lluvias, los brillos del rocío, los ojos dorados de un sapo que se asoma desde un charco, herraduras con clavos oxidados, cigüeñas de una sola pata, cercos descascarados, flores amarillas, cementerios y nubes de algodón, el vapor de las alturas y el fuego de las fraguas; imágenes que vienen y se van —como el día y la noche— desapareciendo en el olvido y volviendo a aparecer como niños jugando al escondite… cada vez que un olor, un eco o una voz muy queda las reclama…

Junto a Leonhard van pasando países, fortalezas y castillos, lo acogen cordialmente, el nombre de su linaje es bien conocido, lo tratan con amistad y con recelo.

Habla con los habitantes de las villas, con los vagabundos, buhoneros, soldados y sacerdotes; dentro suyo, la sangre de su madre lucha con la sangre de su padre; lo que hoy lo llena de maravillado asombro reflejando la cola multicolor de un pavo real hecha de miles de particulas de cristal, se le antoja mañana gris y vano, según cual de sus padres obtenga su respectiva victoria temporaria… después retornan otra vez las espantosas horas en que ambas corrientes de vida se confunden y le permiten revestirse nuevamente con su propio yo, y entonces surgen otra vez los antiguos terrores que alberga su memoria y él vuelve a seguir —sordo, ciego y mudo— su camino, paso tras paso, envuelto en las marañas del pasado… entonces puede ver, Reflejada entre pupila y párpado, la cara anciana de la recién nacida, las inmóviles y vigilantes luces de aquellas dos estrellas que estaban esa noche tan juntas en el cielo, la carta, el castillo huraño y sórdido, Sabina muerta y sus blanquísimas manos cadavéricas, oye el balbuceo de su padre moribundo, el rumor de la seda del vestido de su madre y el crujir de un cráneo que se parte.

De tanto en tanto vuelve a hacer presa de él el temor de estar caminando —como aquella otra vez— en círculo… Todo bosque que conoce en el extranjero amenaza con convertirse en el parque familiar, detrás de cada muro puede hallarse su propia casa, las caras con que se cruza se parecen cada vez más a las de los criados y criadas de su juventud; se refugia en las iglesias, pernocta al aire libre, deambula detrás de procesiones, se emborracha en tabernas junto a prostitutas y ladrones, con el intento siempre de ocultarse de los ojos acechantes del destino para que nunca más lo pueda encontrar. Resuelve convertirse en monje: el abate del monasterio se escandaliza cuando oye su confesión y el nombre de su casta, sobre la que pesa la maldición de los Caballeros del Temple; se arroja de cabeza en el torbellino de la vida, pero ésta lo rechaza; sale en busca del diablo; el mal está en todas partes pero no le es imposible hallar a su instigador; lo busca en su propio yo, y en ese mismo instante su propio yo desaparece… sabe: tiene que estar en alguna parte ya que él no deja de sentirlo en ningún momento, aquél que busca es otro cada día, es como un arco iris que se deshace en el aire en cuanto trata de atraparlo con la mano.

Donde quiera que mire ve la sombra de la cruz de Satanás formada por cuatro piernas humanas que corren: en todas partes los seres procrean sin sentido, lo mismo crecen y sin sentido mueren; siente que el seno del que surge ese padecimiento interminable podría hallarse oculto detrás de ese molino de viento que se mueve eternamente, pero la ceniza en torno de la cual giran sus aspas permanece inasible para él, cual si fuere un mero punto geométrico.

Por el camino ve un fraile mendicante, Leonhard se le une; ora con él, ayuna con él y es casto como él; los años van cayendo como las cuentas de un rosario, nada cambia, ni por dentro ni por fuera, pero el sol parece más opaco.

Como siempre, a los pobres se les quita y a los ricos se les da; cuanto mayor la vehemencia con que mendiga pan, más son las piedras que le brinda el día… los cielos permanecen duros como el acero azul.

El viejo e indoblegable odio hacia ese enemigo invisible de los hombres que logra disponer de sus destinos, vuelve a estallar en Leonhard.

Escucha al fraile predicar acerca de la justicia y de los tormentos del infierno que sufren los condenados para siempre: le suena a canto de gallo endemoniado… lo oye encolerizarse contra la impía Orden del Temple, que habiendo sido quemado mil veces en la hoguera, mil veces alza —inmune a la muerte— su cabeza y se extiende —tenaz y secreto— por el mundo entero, continuando su existencia inacabable.

Es la primera vez que Leonhard se entera de algo más preciso sobre la fe de los templarios: tienen dos dioses, uno superior, alejado de los seres, y uno inferior, Satanás, que a cada hora vuelve a crear el universo para llenarlo cada vez con más horrores y hacerlo más abominable cada día, hasta que el mundo quede ahogado finalmente en su propia sangre; sobre esos dos dioses se alza un tercero— en Baphomet— un ídolo de cabeza dorada y tres semblantes.

Estas palabras se graban en él como si fuesen lenguas de fuego las que hablaran.

Le es imposible poder llegar hasta las profundidades sobre las que el sentido de tales palabras se tiende como una oscilante alfombra de musgo, pero sabe —siente— con certeza inquebrantable, que este es el único camino que debe seguir para escapar de sí mismo: el Orden del Temple le tiende los brazos… es la herencia de los antepasados a la que ningún hombre puede sustraerse.

Abandona al monje.

Otra vez lo rodean las legiones de muertos que le gritan un nombre hasta que sus propios labios lo repiten y él logra entenderlo —sílaba por sílaba— tal como lo pronunciara su boca… es como si naciera, igual que un árbol, desde el fondo de su corazón, un nombre que le resulta totalmente extraño y que, no obstante, está íntimamente ligado con todo su ser, un nombre que viste de púrpura y lleva corona, que lo obliga a repetirselo a sí mismo constantemente en voz baja, del que no se puede defender, cuyo ritmo: Ja-co-bo-de-Vi-tria-co marca el paso de sus pies caminando sobre el suelo.

Poco a poco ese nombre se convierte para él en una suerte de guía fantasmal que lo precede, ora como legendario Gran Maestre de los Caballeros del Temple, ora como una informe voz interior.

Del mismo modo en que una piedra lanzada al aire cambia de pronto su recorrido para caer al suelo con velocidad creciente, así, de súbito, ese nombre significa para Leonhard un cambio de todos sus deseos, y es entonces que lo comienza a devorar, la poderosa, inexplicable necesidad de conocer a su dueño, y es al cumplimiento de ese único deseo ineludible que ahora se dirigen todos sus pensamientos, todas sus acciones.

A veces podría jurar que el nombre le resulta totalmente nuevo, hasta que poco más tarde cree recordar con toda claridad que lo ha encontrado escrito en un libro de su padre, donde figura como cabeza suprema de la Orden; de nada sirve que se repita una y otra vez que es inútil preguntar en esta tierra por el Gran Maestro de Vitriaco, quien debió pertenecer a otro siglo y sus huesos deben estar pudriéndose desde hace mucho en una fosa; pero la razón ya no tiene poder alguno sobre el ansia de encontrar: la cruz de las cuatro piernas se adelanta a su paso corriendo, invisible, y lo arrastra tras él.

Busca en los archivos nobiliarios de los ayuntamientos, pregunta a los entendidos en heráldica, a nadie encuentra que conozca el nombre.

Finalmente, en la biblioteca de un monasterio da con el mismo libro de su padre, lo lee página por página, línea por línea: el nombre Vitriaco no se encuentra en él.

Ahora duda de su propia memoria, todo su pasado oscila; pero el nombre Vitriaco queda, como único punto fijo, firme como una roca.

Ha resuelto desalojarlo para siempre de su mente, se fija una ciudad determinada como meta y al otro día oye un llamado que le llega de otra parte, de un lugar cualquiera, y que suena vagamente como Vi-tria-co, y sus pasos se apartan del camino inicial y toman otra calle; una torre de iglesia en el horizonte, la sombra de un árbol, el brazo de un indicador de millas, todo se convierte, por donde quiera imponerse a sí mismo la obligación de dudar, en el dedo que guía su marcha hacia el lugar en que vive el misterioso Gran Maestre de Vitriaco.

En una posada conoce a un curandero ambulante y comienza a alentar la vaga esperanza de que pueda tratarse de la persona que anda buscando, pero el curandero se hace llamar… doctor Schrepfer. Es un hombre con pequeños y brillantes dientes de conejo, tez obscura y ojos vivaces, y parece no haber nada en la tierra que él no sepa, ningún lugar que él no conozca, ningún pensamiento que no adivine, ningún corazón cuyos abismos más profundos no pueda sondear, ninguna enfermedad que no pueda curar, ninguna lengua que calle cuándo él dispone que hable, ninguna moneda que no se halle a su alcance.

Las muchachas se agolpan a su alrededor para que les prediga el futuro por medio de las cartas o las líneas de las manos; todos enmudecen cuando les adivina el pasado y se alejan en silencio arrastrando los pies.

Leonhard permanece toda la noche a su lado bebiendo; en su ebriedad lo asalta por momentos la idea de que no es un ser humano el que se encuentra sentado frente a él. Por instantes sus rasgos se borran hasta que no se ve más que el brillo de los dientes y detrás de éstos se van formando palabras que son por momentos como el eco de lo que él mismo está diciendo… cuando no una respuesta a preguntas aún no formuladas.

Parecería que el hombre pudiera leer sus deseos más íntimos: siempre lleva la conversación más intrascendente al tema de los templarios. Leonhard quiere sonsacarle si sabe algo de un tal Vitriaco, pero todas las veces, a último momento, cuando casi ya es demasiado tarde, lo detiene una profunda sensación de desconfianza y el nombre se quiebra entre sus labios.

Siguen viaje juntos, adonde el azar los vaya llevando, de una romería a otra.

El doctor Schrepfer come fuego, traga sables, convierte agua en vino, se atraviesa la lengua con dagas sin derramar una sola gota de sangre, cura delirios, cicatriza llagas, convoca fantasmas, embruja a hombres y animales.

Leonhard no pierde de vista el hecho de que el hombre es un embustero, que no sabe leer ni escribir pero, sin embargo, realiza milagros; los paralíticos arrojan sus muletas y bailan, las parturientas dan a luz en cuanto sienten el contacto de su mano, los ataques de epilepsia cesan, las ratas salen corriendo en bandadas de las casas y se arrojan al agua. Leonhard no puede separarse de él, está bajo su hechizo y aún se cree libre.

Apenas la esperanza de que este hombre lo llevará hasta el Gran Maestre Vitriaco amenaza extinguirse, la vuelve a reavivar una palabra cualquiera que parece ocultar un doble sentido, y otra vez las cadenas quedan echadas.

Todo lo que el saltimbanqui dice suena como una discrepancia: rechaza a la gente con violencia y así logra ayudarla; miente y sus palabras albergan la mayor de las verdades; dice la verdad, y tras ella se asoma burlona la mentira; fantasea sin el menor sentido y sus palabras se convierten en profecías; predice cosas que, según él, le dictan las estrellas: se cumplen, aunque de astrología no sepa absolutamente nada; prepara medicinas de yerbas totalmente inocuas: producen el resultado prometido; se ríe de los crédulos y es más supersticioso que una vieja campesina; se burla de los crucifijos y se santigua cuando un gato negro se cruza en su camino, cuando le hacen preguntas las contesta insolentemente con las mismas palabras de su interlocutor, y en su boca se convierten en las respuestas que dan exactamente en el clavo.

Leonhard observa con creciente asombro que en este instrumento terrenal se revela una maravillosa fuerza; poco a poco cree adivinar la clave del misterio: si se limita a ver solamente al mentiroso, todo lo que oye de sus labios se vuelve un disparatado devaneo, pero si uno se vuelve hacia esa fuerza invisible que se refleja en el doctor Schrepfer como los rayos del sol en un charco, el curandero charlatán se convierte de inmediato en un vocero y de su boca pugnan por brotar fuentes de la verdad más viva.

Leonhard se arriesga a hacer una tentativa, se sobrepone a su desconfianza, pregunta al hombre sin mirarlo a la cara —como si se dirigiera a las nubes violetas y purpúreas del atardecer— si conoce el nombre de Jacobo de…

«Vitriaco», complementa el otro la pregunta, y se queda callado como sumido en éxtasis, hace una profunda reverencia hacia Occidente, adopta una expresión solemne y declama en voz baja y temblorosa que ha llegado por fin la hora de la resurrección, que él mismo es un templario cuya misión consiste en indicar, a los que van tanteando a través de las intrincadas sendas de la vida, aquella que conduce hacia el Maestro. Describe con un aluvión de palabras las maravillas que aguardan a los elegidos, el resplandor que rodea los rostros de los hermanos y los libera de todo remordimiento, contrición o penitencia, venga del incesto o de cualquier otro pecado, convirtiéndolos en cabezas de Jano, con sus miradas puestas en dos mundos, de eternidad en eternidad, testigos inmortales del más acá y del más allá… cual dos gigantescos peces escapados para siempre de la red de la temporalidad, que nadan en el océano de la existencia, inmortales, acá y allá, hasta la eternidad.

Luego señala extasiado las cimas azuladas de una cadena de montañas que se dibujan en el horizonte: allí adentro, en las mismas profundidades de la tierra, rodeado por altísimas columnas, se alza el santuario del orden del Temple, construido de dólmenes, donde una sola vez por año, en medio de las sombras de la noche, se reúnen los discípulos de la cruz de Baphomet… los elegidos del dios inferior que rige a los seres, tritura a los débiles y eleva a los fuertes a la condición de hijos suyos. Sólo quien sea un verdadero caballero, un sacrílego de la cabeza a los pies, bautizado en las llamas de la insurrección espiritual, y no uno de aquellos que retroceden gimoteando temblorosos ante el pecado mortal y que se castran sin cesar con el cuento del Espíritu Santo, que en resumidas cuentas también es su propio yo, puede aspirar a la reconciliación con Satanás —el único ungido entre todos los dioses—, sin la cual no se puede aspirar nunca a salvar la desavenencia entre el deseo y el designio.

Leonhard escucha todo este discurso ampuloso con un sabor desagradable en la boca; de estas fantasías falaces se desprende algo monstruoso: allá en medio de un bosque de tierras alemanas existiría un templo oculto… pero el tono fanático que vibra en aquellas palabras acalla sus propios pensamientos cual el sonido ensordecedor de un órgano, deja que de él sea lo que el doctor Schrepfer disponga, se quita los zapatos, juntos encienden un fuego, las chispas salpican la obscuridad de la noche de verano, bebe de un tazón el repulsivo brebaje que el otro le prepara con quién sabe qué yerbas para purificarlo.

«¡Lucifer, tú que padeces injusticias, yo te saludo!», tal es el santo y seña que debe recordar. Leonhard escucha las frases; las sílabas le parecen estar extrañamente separadas, dispersas como pilares de piedra, algunas le suenan muy lejanas, otras, en cambio, parecen estar casi pegadas a su oído; de pronto dejan de ser meros nidos, se convierten en columnas y forman galerías… con la misma naturalidad con que en sueños las cosas se nos antojan capaces de convertirse unas en otras, siendo absorbidas a veces las más grandes por las mucho más pequeñas.

El curandero lo toma de la mano, caminan —según parece— durante un largo, largo trecho… a Leonhard le arden las plantas de los pies, siente como los terrones de tierra se van deshaciendo bajo el peso de su cuerpo.

Entre las sombras de la noche, las elevaciones del terreno se funden en figuras suaves y esponjosas.

Momentos de duda se alternan sucesivamente con otros de confianza inquebrantable, es como la certeza de que algo de cierto debe esconderse detrás de las palabras de su guía… y es ella la que finalmente gana la batalla.

Luego vienen momentos de extraña exaltación, tras los que —cada vez que tropezando con alguna piedra— retoma el curso de la realidad, su cuerpo avanza como guiado por un antiguo sueño; el sobresalto producido queda olvidado de inmediato, y entre cada despertar se intercalan períodos vacíos y larguísimos que expulsan del presente todos sus recelos para darles cabida en época de un pasado muy lejano.

El camino se hunde.

Anchos escalones sonoros se precipitan hacia abajo.

Leonhard sigue adelante, tanteando a lo largo de frías y lisas paredes de mármol… está solo, quiere buscar a su acompañante…. cuando el sonido de trompetas, atronadoras como si llamaran a la resurrección, casi lo dejan sin conocimiento… Los huesos le vibran en el cuerpo, ante sus ojos la noche parece partirse en dos: el clamor de las fanfarrias se convierte súbitamente en una luz deslumbrante… se halla parado en una blanca construcción abovedada.

En medio del recinto, muy cerca suyo, se balancea libremente una cabeza dorada con tres caras; la del centro le parece —al mirarla ligeramente de frente— igual a la suya pero mucho más joven, y en ella se refleja la expresión de la muerte a pesar de que el brillo del metal, tan fuerte que hace imposible ver con precisión los rasgos, irradia el influjo indestructible de la vida; pero no es la máscara de su juventud lo que Leonhard busca, él quiere ver a toda costa los otros dos rostros vueltos hacia las sombras, quiere conocer sus expresiones, pero cada vez que lo intenta ellos se lo impiden: la cabeza dorada gira al mismo tiempo en que él trata de rodearla, de modo que se enfrenta siempre con la misma cara.

Leonhard atisba a su alrededor tratando de adivinar cuál es la magia extraña que pone en movimiento esa increíble cabeza, cuando de pronto ve que la pared del fondo se vuelve transparente como un vidrio y que del otro lado está, con los brazos abiertos, harapiento, jiboso, las anchas alas del sombrero cubriéndole los ojos, inmóvil como la misma muerte, parado sobre un montículo formado por esqueletos humanos entre los cuales brotan unas pocas briznas de hierba… el amo del mundo en persona.

Las trompetas enmudecen.

La luz se extingue.

La cabeza dorada ha desaparecido.

Sólo permanece el reflejo macilento de la putrefacción que envuelve a la imagen recién aparecida.

Leonhard siente que un creciente entumecimiento va recorriendo su cuerpo paralizando cada uno de sus miembros, su sangre queda como coagulada, el latido de su corazón es cada vez más lento y finalmente se para por completo.

Lo único que todavía le permite decir «yo» es una sola y diminuta chispa en un lugar impreciso de su pecho.

Las horas se van escurriendo como gotas perezosas y se dilatan hasta formar interminables años.

Imperceptiblemente, el contorno de la imagen va adquiriendo realidad: bajo el tenue hálito gris del amanecer las manos extendidas se encogen lentamente hasta convertirse en muñones de madera putrefacta, las calaveras van cediendo vacilantes su lugar a las piedras redondas del camino cubiertas de polvo…

Leonhard se levanta trabajosamente; ante él se yergue amenazante, cubierto con harapos, la cara hecha de vidrios rotos, un… triste espantapájaros jiboso.

Los labios le arden de fiebre, su lengua está reseca; a su lado todavía esparcen un débil resplandor las cenizas del fuego de leña bajo el jarro que contiene los restos del brebaje ponzoñoso. El curandero se ha ido…. y con él su último peculio; pero Leonhard sólo percibe a medias todas estas cosas: las impresiones recibidas durante la noche aún alborotan demasiado en su conciencia; si bien es cierto que ese espantapájaros ya no es más el amo del mundo, también lo es que el amo del mundo ya no es más un lamentable espantapájaros, temible sólo para los miedosos, implacable sólo con los suplicantes, cubierto con la investidura de tiranos sólo para aquellos que prefieren ser esclavos y lo ven rodeado con el nimbo del poder… una deplorable caricatura a los ojos de los que son libres y orgullosos.

El secreto del doctor Schrepfer queda repentinamente revelado: el misterioso poder que irradia su ridícula persona no le pertenece a él ni a nadie que se oculte detrás de él cubierto con un manto que lo torne invisible. Es ni más ni menos que la mágica fuerza de los crédulos que no se atreven a creer en sí mismos y mucho menos hacer uso de esa fuerza por su propia cuenta y riesgo, teniendo por lo tanto que trasmitirsela a un fetiche —ya sea un hombre, un dios, una planta, un animal o el mismo diablo— para que su reflejo les sea devuelto milagrosamente; y es también la vara mágica del verdadero señor del mundo, del yo más profundo y omnipresente que todo lo devora, la fuente que sólo puede dar y nunca recibir sin convertirse en un impotente «tú», el yo bajo cuyo mandato el espacio debe desgarrarse y el tiempo convertirse en el rostro de un presente interminable; es la corona imperial del espíritu, pecar contra ella es el único delito que no se puede perdonar; es el poder que se anuncia a través del círculo luminoso de un presente mágico e indestructible, que lo absorbe todo hasta su fundamento original.

Dioses y seres, pasado y futuro, sombras y demonios, transcurren y se esfuman dentro de esa misma fuerza. Es el poder que no conoce límites y que más se hace sentir en el que a su vez es el más fuerte y el más grande; es la fuerza que siempre está adentro y nunca afuera… y que convierte todo lo que permanece afuera rápidamente en un espantapájaros.

En Leonhard se cumple la predicción del curandero en todo lo que al perdón de los pecados se refiere y no hay palabra que no se hiciera verdad; el maestro ha sido hallado: lo es el mismo Leonhard.

Del mismo modo en que un pez grande logra abrir un agujero en la red y escaparse, Leonhard se ha redimido a sí mismo de la maldición que pesaba sobre él desde sus ancestros… y es un redentor para todos aquellos que estén dispuestos a seguirlo.

Todo es pecado y nada lo es, todos los yo forman un yo común… esto ha quedado bien claro en su conciencia.

¿Dónde vive la mujer que no sea al mismo tiempo su hermana, cuál es el amor terrenal que no sea a su vez incesto, a qué ser —así fuese el más insignificante de los animalitos— puede matarse sin cometer matricidio y suicidio al mismo tiempo? ¿Qué otra cosa es su propio cuerpo que la herencia de miríadas de animales que vinieron antes que él?

No existe nadie que pueda disponer del destino sino ese único e inmenso yo que se refleja en innumerables espejos —grandes y pequeños, claros y opacos, malos y buenos, tristes o alegres— sin ser afectado ni por el dolor ni por la alegría, permaneciendo en el pasado y en el futuro como un presente perenne, al igual que el sol no se ensucia ni se arruga aunque quede reflejado en una charca o nade sobre olas encrespadas, sin sumergirse en el pasado ni emerger del futuro, por más que se evaporen todas las aguas y otras nuevas se formen de la lluvia: no hay nadie que disponga del destino sino el grande yo común; el origen, esa cosa que es la causa primitiva.

¿Dónde hay espacio, pues, para el pecado? Ese enemigo taimado e invisible que arroja flechas envenenadas desde las sombras, ya no existe; los demonios y los ídolos quedaron destruidos… muertos como los murciélagos aniquilados por la luz.

Leonhard ve a su madre muerta resucitar con sus gestos sin sosiego, a su padre, a su hermana y esposa Sabina: ya rió son más que imágenes, como lo es también el recuerdo de su propio cuerpo de niño, de joven y de hombre; sus verdaderas vidas son imperecederas y sin forma, lo mismo que su propio yo.

Se arrastra hacia el estanque que ha visto en las cercanías para refrescar su piel ardiente; ya no siente como suyos los dolores que desgarran sus entrañas, es como si fuesen de otro.

Ante la eterna presencia del alba, que a todo mortal se le antoja tan familiar como su propio rostro y que sin embargo resulta ser tan absoluta y definitivamente extraña como el semblante de uno mismo, se esfuman y desaparecen todos los espectros y se curan los males del cuerpo.

Y mientras contempla pensativo las blandas curvas de la orilla y las pequeñas islas cubiertas de juncos, lo asaltan nuevamente los recuerdos.

Y ve que está otra vez en el parque de sus años jóvenes.

¡Ha emprendido un largo viaje circular a través de las densas nieblas de la vida!

Una profunda paz se apodera de su corazón, el miedo y el espanto han quedado desterrados, se ha reconciliado con los muertos y los vivos y consigo mismo.

El destino ya no alberga más horrores para él, fueron borrados del pasado y del futuro.

De aquí en más, la dorada cabeza de la vida no posee sino una sola cara: el presente como sensación de una sagrada calma interminable le muestra su rostro eternamente joven; los otros dos permanecen ocultos para siempre como se oculta de la tierra la faz obscura de la luna.

El pensamiento de que todo lo que se mueve tiene que cerrarse inexorablemente hasta formar un círculo, y que también él forma parte de esa misma ley que hace que todos los cuerpos sean redondos y que así han de conservarse, adquiere para él algo infinitamente consolador; con claridad percibe la diferencia entre el símbolo satánico de las cuatro piernas humanas que corren incesantemente y el de la cruz serenamente erguida.

¿Vivirá aún su hija? Debe ser ya una mujer anciana, apenas veinte años menor que él.

Tranquilo y en paz consigo mismo emprende el regreso a casa; el camino de grava se cubre ahora con un manto multicolor de frutos caídos y flores silvestres, los abedules jóvenes se han convertido en gigantes robustos y nudosos que visten de claro, un negro montículo de escombros —atravesado aquí y allá por umbrelas grises de maleza— cubre la cima de la montaña.

Invadido por una emoción extraña camina por entre la escombrera que arde bajo el sol: un viejo mundo familiar emerge del pasado con renovado brillo, las partículas que encuentra esparcidas debajo el maderamen carbonizado se van ensamblando hasta formar un todo; un péndulo de bronce logra el retorno mágico del reloj marrón de su infancia a este presente resucitado, las miles de gotas de sangre vertidas en los viejos momentos de dolor y espanto se vuelven salpicaduras rojas en el plumaje del ave fénix de la vida.

Una manada de ovejas que un grupo de perros silenciosos espantara hasta formar un cuadro casi perfecto, baja por la pradera; Leonhard pregunta al pastor por los habitantes de aquel castillo, el hombre murmura algo acerca de una maldición y de una vieja, última habitante del lugar en ruinas —una bruja malvada que lleva una señal sangrienta en la frente, igual a Caín, y que vive abajo, en la carbonera— y continúa su camino con gesto adusto y paso apurado.

Leonhard entra en la capilla que ahora está oculta por la espesura del bosque; la puerta está desvencijada, en el lugar vacío sólo queda el reclinatorio dorado cubierto por el moho; las ventanas están empañadas, el altar y las imágenes sagradas sucumbieron bajo la acción destructora de la podredumbre, la cruz de la puerta trampa está a punto de ser devorada por el óxido; el moho lo ha invadido todo y le aúlla desde todas las junturas. Pasa su pie por la superficie de hierro, dejando al descubierto una sola franja de metal aún brillante que lleva una inscripción: «Construida por Jacobo de Vitriaco».

Las tenues telarañas que ligan unas con otras las cosas de esta tierra se desatan ante los ojos de Leonhard dando lugar a una singular revelación: el nombre sin importancia de un constructor extranjero que apenas se grabara en su memoria después de haber sido leído tantas veces durante su juventud y tantas otras veces olvidado, su acompañante invisible durante una ronda macabra entre las sombras de la noche —del cual creyó oír el llamado del maestro— está ahora a sus pies, convertido en un nombre indiferente a partir del mismo momento en que su misión ha terminado y cuando el secreto anhelo de volver a casa, al punto de partida, se ha visto cumplido.

Maese Leonhard contempla los restos de su vida cumplida como la de un ermitaño en medio de las marañas salvajes de la existencia; cubre su cuerpo con un silicio hecho de toscas mantas halladas entre las ruinas que quedaron del incendio, construye un hogar de ladrillos crudos.

Las siluetas de las personas que a veces se dejan ver por los alrededores de la capilla le parecen incorpóreas, igual que espectros; cobran vida recién cuando las incorpora en el círculo mágico de su yo, convirtiéndolas allí en inmortales.

Las formas de la existencia le son tan indiferentes como el rostro siempre cambiante de las nubes: múltiples y en el fondo nada más que vapor de agua.

Eleva su mirada por encima de las copas nevadas de los árboles.

Y otra vez, igual que entonces, en la noche aquella en que naciera su hija, hay dos estrellas muy juntas que brillan en el Sur del cielo, y que lo están mirando.

Antorchas se acercan a través del bosque.

Suena el metal de las guadañas.

Por entre los árboles vienen flotando rostros estremecidos por la cólera, se oyen voces cuchicheantes, la vieja jibosa de la carbonera está parada otra vez frente a la capilla, mueve sus brazos flacos como si fuesen aspas, señala la silueta diabólica que se dibuja en la nieve, llama a los supersticiosos campesinos, se acerca a la ventana y con ojos enloquecidos que brillan como dos estrellas verdes trata de espiar a través de los cristales empañados.

Sobre su frente arde un lunar rojo.

Maese Leonhard no se mueve, sabe que los que están afuera vienen a matarlo, sabe que la sombra diabólica que arroja su propio cuerpo hacia la nieve —y que nada significa ya que debe ser obediente a cada uno de sus movimientos— es la causa de la furia de aquella multitud supersticiosa, pero sabe también que aquél a quien van a matar: su cuerpo, no es más que una sombra, como también son sólo sombras todos ellos, inmateriales sombras en el reino falso de las sombras regido por la rueda del tiempo; y sabe que también ellas no hacen sino obedecer a las leyes del círculo de las que nada ni nadie escapa.

Sabe que la vieja del lunar rojo es su hija con los mismos rasgos de su madre y que de ella proviene el fin, para que así quede cerrado el arco.

El deambular circular del alma a través de las nieblas de los nacimientos retornando hacia la muerte.

EL JUEGO DE LOS GRILLOS

—¿Y? —preguntaron los señores, como por una sola boca, al entrar el profesor Goclenius más rápidamente de lo que era su costumbre y visiblemente alterado— ¿Le entregaron las cartas? ¿Ya está Johannes Skoper viajando de regreso a Europa? ¿Cómo se encuentra? ¿Llegó alguna colección con el correo? —inquirían todos a la vez.

—Solamente esto —dijo el profesor muy serio colocando sobre la mesa un paquete de hojas manuscritas y un frasquito en el que se podía ver un insecto muerto de color blancuzco y del tamaño de un ciervo volante—. El embajador chino me lo entregó personalmente con la aclaración de que llegó esta mañana, vía Dinamarca.

—Me temo que se ha enterado de alguna noticia desagradable sobre nuestro colega Skoper —le cuchicheó al oído un caballero de barba afeitada a un anciano profesor de ondulante melena leonina, director como él en el Museo de Ciencias Naturales, que se había quitado los lentes y observaba con profundo interés el insecto metido en el frasquito.

Era aquél un recinto muy particular, en el que los señores —seis en total, y todos ellos investigadores científicos de la vida de los lepidópteros y coleópteros— se hallaban sentados alrededor de una ancha y larga mesa.

La mezcla de los olores de alcanfor y sándalo acentuaba ese clima extrañamente mortuorio que se desprendía de los diodones que pendían de cuerdas fijadas en el cielorraso y que, con sus ojos vidriosos y saltones parecían las cabezas truncadas de espectadores fantasmales, las máscaras diablescas de salvajes tribus insulares, los huevos de avestruz, las bocazas de tiburón y los dientes de narval, los monos derrengados y de otras mil formas y figuras grotescas provenientes de zonas muy lejanas.

De las paredes —colgados sobre los marrones armarios carcomidos que tenían algo de monacal bajo el sol del atardecer que jugueteaba con las plantas del jardín y las combadas rejas de la ventana pendían, amorosamente enmarcados en oro y semejantes a retratos de venerables antepasados, cuadros a todo color de escarabajos en proporciones gigantescas.

Con una de sus manos extendida en un gesto cordial, una tímida sonrisa rodeándole los ojitos redondos y la nariz en forma de botón, con el alto sombrero de copa de uno de los señores disectores sobre su cabeza y el porte de un alcalde de aldea que se hace fotografiar por primera vez en la vida, un lirón se asomaba obsequiosamente desde un ángulo del aula, en el que también se balanceaban unos cuantos cueros de víbora.

La cola oculta entre las sombras más lejanas del corredor y las partes más nobles de su cuerpo a punto de recibir una nueva mano de esmalte —para dar cumplimiento de este modo al deseo expreso del señor Ministro de Enseñanza—, el orgullo de todo el Instituto, un cocodrilo de doce metros de largo, espiaba por la puerta entreabierta. El profesor Goclenius había tomado asiento, desatado la cinta que mantenía atadas las hojas manuscritas y pasado rápidamente la mirada sobre las primeras líneas acompañándose con un murmullo inteligible.

—Esto está fechado en Butan, en el sudeste del Tíbet, el 19 de Julio de 1914, o sea cuatro semanas antes del estallido de la guerra; de lo que se infiere que esta carta tardó más de un año en llegar a nuestras manos —y agregó luego de una pequeña pausa—: Nuestro colega Johannes Skoper escribe aquí, entre otras cosas, lo siguiente: «En otra oportunidad les relataré más detalladamente el rico botín que pude obtener durante mi largo viaje por tierras fronterizas chinas, pasando por Assam hasta llegar a Bután, país todavía inexplorado; hoy sólo quiero referirme lo más sucintamente posible a las circunstancias asombrosas a las que debo el descubrimiento de un grillo blanco, como verán, totalmente nuevo» —el profesor Goclenius señalaba mientras leía estas últimas palabras al insecto que estaba en el frasco— «y que los chamanes utilizan para fines religiosos bajo el nombre de Phat, una palabra que les sirve a la vez de insulto para todo lo que se parezca a un europeo o individuo de raza blanca.

»Pues bien: cierta mañana me entero —por intermedio de unos peregrinos lamaístas que se dirigían a Lhasa— que cerca de mi campamento se encontraba un alto exponente de los Dugpas, algo así como sacerdotes del diablo temidos en todo el territorio del Tíbet, reconocibles por sus gorros escarlatas, y que afirman ser descendientes directos del demonio de los hongos. Lo cierto es que estos Dugpas pertenecen a la antiquísima religión tibetana de los lamaístas y chamanes de la cual conocemos poco y nada, y son hijos de una raza extraña cuyos orígenes se remontan hasta la noche de los tiempos. Este Dugpa —me decían los peregrinos mientras hacían girar furtiva y supersticiosamente su molinillo de oraciones— es un Samtche Mitchebat, un ser que ya no debe ser designado como hombre, que puede «ligar y desligar», alguien que, para decirlo en pocas palabras, gracias a su facultad de ver más allá del tiempo y del espacio, puede realizar todo lo que se proponga en esta tierra. Existen, así me dijeron, dos caminos para alcanzar esas alturas que sobrepasan todos los poderes humanos: uno, que es el de la «luz» —la compenetración con Buda— y otro opuesto: el «camino de la mano izquierda», al que solamente tiene acceso un Dugpa de nacimiento… y que viene a ser un camino espiritual lleno de horror y de espanto. Estos Dugpas «natos» pueden aparecer —aunque muy raras veces— en cualquiera de los puntos cardinales y son casi siempre hijos de padres sumamente religiosos. «Parecería», opinaba el peregrino que me confesaba todas estas cosas, «que la mano del señor de las sombras colocara en estos casos una rama emponzoñada en el árbol de la santidad.» Resulta ser que existe un solo medio para saber si un niño se halla o no espiritualmente vinculado a la liga de los Dugpas, de ser así, el remolino de cabello que todos tenemos en la coronilla debe girar de izquierda a derecha en vez de hacerlo en dirección inversa.

»Yo expresé inmediatamente —por pura curiosidad— mi deseo de conocer personalmente al Dugpa de alto rango que se hallaba por los alrededores, pero el jefe de mi caravana, que también es un tibetano oriental, se negó terminantemente.

»—¡Son puras tonterías! —gritaba—, en todo el territorio de Bután no hay un sólo Dugpa; sin contar que ningún Dugpa, y mucho menos un Samtche Mitchebat, se avendría a mostrar sus artes a un ser de raza blanca!

»La oposición demasiado enfática de este hombre despertó en mí sospechas cada vez mayores a medida que el se desgañitaba, y después de un larguísimo y astuto interrogatorio pude sonsacarle que él mismo practicaba la religión de los Bonzos y que estaba perfectamente enterado —por el tinte rojizo de los vapores que despedía la tierra, eso es lo que me quiso hacer creer— que había un Dugpa en las cercanías del campamento.

»—Pero nunca consentiría en ofrecerte una muestra de sus artes —seguía repitiendo sin cesar.

»—¿Por qué no? —seguí preguntando.

»—Porque no asumiría la… responsabilidad.

»—¿Qué clase de responsabilidad? —quise saber.

»—Sucede que las perturbaciones que con ello ocasionaría en el reino de las causas lo lanzarían nuevamente en la vorágine de las reencarnaciones, si es que no ocurre algo muchísimo peor.

»Yo estaba interesado en saber más acerca de la misteriosa religión de los Dugpas, por lo que le pregunté:

»—¿Tiene el hombre, según tu religión, un alma?

»—Sí y no.

»—¿Cómo es eso?

»Por toda respuesta el tibetano arrancó de la tierra una brizna de hierba y le hizo un nudo:

»—¿Tiene esta brizna un nudo?

»—Sí.

»Desató el nudo.

»—¿Y ahora?

»—Ahora ya no lo tiene.

»—De ese mismo modo tiene el hombre un alma y no la tiene —afirmó con toda llaneza.

»Traté de encarar la cosa de otro modo para llegar a tener una idea más clara acerca de su manera de pensar:

»—De acuerdo, supongamos ahora que al cruzar aquel desfiladero tan terriblemente peligroso te hubieras caído al abismo, ¿tu alma habría seguido viviendo o no?

»—¡Yo no me habría caído!

»Haciendo una nueva tentativa le mostré mi revólver:

»—Y si ahora te mato de un tiro, seguirías viviendo o no?

»—Tú no me puedes matar.

»—¡Claro que puedo!

»—Bueno, entonces trata de hacerlo.

»¡Ni loco! pensé para mis adentros, ese sí que sería un buen enredo… andar por este ilimitado terreno montañoso sin un jefe de caravana… Él pareció haber adivinado mis pensamientos y sonrió no sin cierto sarcasmo. Era desesperante. Me quedé callado por un buen rato.

»—Lo que sucede, es que no puedes querer —dijo retomando la palabra—. Detrás de tu voluntad hay una infinita cantidad de deseos, algunos que conoces y otros que no conoces, y todos ellos son más fuertes que tú.

»—¿Qué es entonces el alma según tu religión? —le pregunté enojado—; ¿tengo yo, por ejemplo, un alma?

»—Sí.

»—¿Y si me muero mi alma sigue viviendo?

»—No.

»—¿Pero la tuya, después de tu muerte, sí?

»—Sí. Porque yo tengo un nombre.

»—¡Yo también lo tengo!

»—Sí, pero no conoces tu nombre verdadero, por lo tanto no lo tienes. Eso que consideras tu propio nombre no es más que una palabra hueca inventada por tus padres. Cuando duermes te lo olvidas, yo no me olvido de mi nombre cuando duermo.

»—¡Pero cuando estés muerto tampoco podrás saberlo! —repliqué.

»—No. Pero el maestro lo conoce y no lo olvidará jamás, y cuando él me llame por mi nombre verdadero, volveré a levantarme; solamente yo y ningún otro, porque yo soy el único que lleva mi nombre.