no! Aquí ser vencido es que me deje por el otro. Por el otro, sí, porque aquí hay otro, no me cabe duda. ¿Otro?, ¿otro qué? ¿Es que acaso yo soy uno? Yo soy un pretendiente, un solicitante, pero el otro... el otro se me antoja que no es ya pretendiente ni solicitante; que no pretende ni solicita porque ha obtenido. Claro que no más que el amor de la dulce Eugenia. ¿No más...?»
Un cuerpo de mujer irradiante de frescura, de salud y de alegría, que pasó a su vera, le interrumpió el soliloquio y le arrastró tras de sí. Púsose a seguir, casi maquinalmente, al cuerpo aquel, mientras proseguía soliloquizando:
«¡Y qué hermosa es! Esta y aquella, una y otra. Y el otro acaso en vez de pretender y solicitar es pretendido y solicitado; tal vez no le corresponde como ella se merece... Pero ¡qué alegría es esta chiquilla!, ¡y con qué gracia saluda a aquel que va por allá! ¿De dónde habrá sacado esos ojos? ¡Son casi como los otros, como los de Eugenia! ¡Qué dulzura debe de ser olvidarse de la vida y de la muerte entre sus brazos!, ¡dejarse brezar en ellos como en olas de carne! ¡El otro...! Pero el otro no es el novio de Eugenia, no es aquel a quien ella quiere; el otro soy yo. ¡Sí, yo soy el otro; yo soy otro!»
Al llegar a esta conclusión de que él era otro, la moza a que seguía entró en una casa. Augusto se quedó parado, mirando a la casa. Y entonces se dio cuenta de que la había venido siguiendo. Recapacitó que había salido para ir al Casino y emprendió el camino de este. Y proseguía:
«Pero ¡cuántas mujeres hermosas hay en este mundo, Dios mío! Casi todas. ¡Gracias, Señor, gracias; gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam! ¡Tu gloria es la hermosura de la mujer, Señor! Pero ¡qué cabellera, Dios mío, qué cabellera!»
Era, en efecto, una gloriosa cabellera la de aquella criada de servicio, que con su cesta al brazo cruzaba en aquel momento con él. Y se volvió tras ella. La luz parecía anidar en el oro de aquellos cabellos, y como si estos pugnaran por soltarse de su trenzado y esparcirse al aire fresco y claro. Y bajo la cabellera un rostro todo él sonrisa.
«Soy otro, soy el otro —prosiguió Augusto mientras seguía a la de la cesta—; pero ¿es que no hay otras? ¡Sí, hay otras para el otro! Pero como la una, como ella, como la única, ¡ninguna!, ¡ninguna! Todas estas no son sino remedos de ella, de la una, de la única, ¡de mi dulce Eugenia! ¿Mía? Sí; yo por el pensamiento, por el deseo la hago mía. Él, el otro, es decir, el uno, podrá llegar a poseerla materialmente; pero la misteriosa luz espiritual de aquellos ojos es mía, ¡mía, mía! Y ¿no reflejan también una misteriosa luz espiritual estos cabellos de oro? ¿Hay una sola Eugenia, o son dos, una la mía y otra la de su novio? Pues si es así, si hay dos, que se quede él con la suya, y con la mía me quedaré yo. Cuando la tristeza me visite, sobre todo de noche; cuando me entren ganas de llorar sin saber por qué, ¡oh, qué dulce habrá de ser cubrir mi cara, mi boca, mis ojos, con estos cabellos de oro y respirar el afire que a través de epos se filtre y se perfume! Pero...»
Sintióse de pronto detenido. La de la cesta se había parado a hablar con otra compañera. Vaciló un momento Augusto, y diciéndose: «¡Bah, hay tantas mujeres hermosas desde que conocí a Eugenia...!», echó a andar, volviéndose camino del Casino.
«Si ella se empeña en preferir al otro, es decir, al uno, soy capaz de una resolución heroica, de algo que ha de espantar por lo magnánimo. Ante todo, quiérame o no me quiera, ¡eso de la hipoteca no puede quedar así!»
Arrancóle del soliloquio un estallido de goce que parecía brotar de la serenidad del cielo. Un par de muchachas reían junto a él, y era su risa como el gorjeo de dos pájaros en una enramada de flores. Clavó un momento sus ojos sedientos de hermosura en aquella pareja de mozas, y apareciéronsele como un solo cuerpo geminado. Iban cogidas de bracete. Y a él le entraron furiosas gams de detenerlas, coger a cada una de un brazo a irse así, en medio de eilas, mirando al cielo, adonde el viento de la vida los llevara.
«Pero ¡cuánta mujer hermosa hay desde que conocí a Eugenia! —se decía, siguiendo en tanto a aquella riente pareja— ¡esto se ha convertido en un paraíso!; ¡qué ojos!, ¡qué cabellera!, ¡qué risa! La una es rubia y morena la otra; pero ¿cuál es la rubia?, ¿cuál la morena? ¡Se me confunden una en otra!...»
—Pero, hombre, ¿vas despierto o dormido?
—Hola, Víctor.
—Te esperaba en el Casino, pero como no venías...
—Allá iba...
—¿Allá?, ¿y en esa dirección? ¿Estás loco?
—Sí, tienes razón; pero mira, voy a decirte la verdad. Creo que te hablé de Eugenia...
—¿De la pianista? Sí.
—Pues bien; estoy locamente enamorado de ella, como un...
—Sí, como un enamorado. Sigue.
—Loco, chico, loco. Ayer la vi en su casa, con pretexto de visitar a sus tíos; la vi...
—Y te miró, ¿no es eso?, ¿y creíste en Dios?
—No, no es que me miró, es que me envolvió en su mirada; y no es que creí en Dios, sino que me creí un dios.
—Fuerte te entró, chico...
—¡Y eso que la moza estuvo brava! Pero no sé lo que desde entonces me pasa: casi todas las mujeres que veo me parecen hermosuras, y desde que he salido de casa, no hace aún media hora seguramente, me he enamorado ya de tres, digo, no, de cuatro: de una, primero, que era todo ojos, de otra después con una gloria de pelo, y hace poco de una pareja, una rubia y otra morena, que reían como los ángeles.
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