Y si no, ¿dónde está la concordancia?
—No la conozco, señor.
—Y dígame... dígame... —sin sacar los dedos del bolsillo—, ¿cómo es que sale así sola? ¿Es soltera o casada? ¿Tiene padres?
—Es soltera y huérfana. Vive con unos tíos...
—¿Paternos o maternos?
—Sólo sé que son tíos.
—Basta y aun sobra.
—Se dedica a dar lecciones de piano.
—¿Y lo toca bien?
—Ya tanto no sé.
—Bueno, bien, basta; y tome por la molestia.
—Gracias, señor, gracias. ¿Se le ofrece más? ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea le lleve algún mandado?
—Tal vez... tal vez... No por ahora... ¡Adiós!
—Disponga de mí, caballero, y cuente con una absoluta discreción.
«Pues señor —iba diciéndose Augusto al separarse de la portera—, ve aquí cómo he quedado comprometido con esta buena mujer. Porque ahora no puedo dignamente dejarlo así. Qué dirá si no de mí este dechado de porteras. ¿Conque... Eugenia Dominga, digo Domingo, del Arco? Muy bien, voy a apuntarlo, no sea que se me olvide. No hay más arte mnemotécnica que llevar un libro de memorias en el bolsillo. Ya lo decía mi inolvidable don Leoncio: ¡no metáis en la cabeza lo que os quepa en el bolsillo! A lo que habría que añadir por complemento: ¡no metáis en el bolsillo lo que os quepa en la cabeza! Y la portera, ¿cómo se llama la portera?»
Volvió unos pasos atrás.
—Dígame una cosa más, buena mujer...
—Usted mande...
—Y usted, ¿cómo se llama?
—¿Yo? Margarita.
—¡Muy bien, muy bien... gracias!
—No hay de qué.
Y volvió a marcharse Augusto, encontrándose al poco rato en el paseo de la Alameda.
Había cesado la llovizna. Cerró y plegó su paraguas y lo enfundó. Acercóse a un banco, y al palparlo se encontró con que estaba húmedo. Sacó un periódico, lo colocó sobre el banco y sentóse. Luego su cartera y blandió su pluma estilográfica. «He aquí un chisme utilísimo —se dijo—; de otro modo, tendría que apuntar con lápiz el nombre de esa señorita y podría borrarse. ¿Se borrará su imagen de mi memoria? Pero ¿cómo es? ¿Cómo es la dulce Eugenia? Sólo me acuerdo de unos ojos... Tengo la sensación del toque de unos ojos... Mientras yo divagaba líricamente, unos ojos tiraban dulcemente de mi corazón. ¡Veamos! Eugenia Domingo, sí, Domingo, del Arco. ¿Domingo? No me acostumbro a eso de que se llame Domingo... No; he de hacerle cambiar el apellido y que se llame Dominga. Pero, y nuestros hijos varones, ¿habrán de llevar por segundo apellido el de Dominga? Y como han de suprimir el mío, este impertinente Pérez, dejándolo en una P, ¿se ha de llamar nuestro primogénito Augusto P Dominga? Pero... ¿adónde me llevas, loca fantasía?» Y apuntó en su cartera: Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la Alameda, 58. Encima de esta apuntación había estos dos endecasilabos:
De la cuna nos viene la tristeza |
y también de la cuna la alegria... |
«Vaya —se dijo Augusto—, esta Eugenita, la profesora de piano, me ha cortado un excelente principio de poesía lírica trascendental. Me queda interrumpida.
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