Me detuve. pues, y apoyándome en una pared iluminada por la luna, esperé.

Mi compañero se deslizaba hacia mí por la acera, rápido, como si yo debiera recibirlo en brazos. Me hacía un guiño en señal de inteligencia, por algo qua yo probablemente no recordaba.

Qué pasa? pregunté. ¿Qué pasa?

Nada, nada dijo, sólo queda conocer su opinión sobre la criada que me besó en el zaguán. ¿Quién es esa muchacha? ¿La ha visto antes? ¿No? Yo tampoco. ¿Era en realidad una criada? Quise preguntárselo desde que bajamos la escalera detrás de ella.

Era una criada, y creo qua ni siquiera de las principales: lo noté por sus manos enrojecidas; cuando le di el dinero sentí la aspereza de la piel.

Eso probaría que hace algún tiempo que sirve.

Tal vez tenga razón; en la penumbra no se distinguía bien; pero al mismo tiempo su cara me recordaba a una muchacha bastante madura, hija de un oficial al que conozco.

A mí no dijo él.

Eso no me impedirá marcharme a casa; es tarde, y mañana tengo que ir al trabajo; se duerme mal allí.

Le tendí la mano. ¡Qué espanto! ¡Qué mano más fría! exclamó. No quisiera irme a casa con una mano así. También usted debiera haberse hecho besar.

Omisión, por otra parte, fácilmente subsanable. ¿Dormir? ¿En semejante noche? ¡Qué ocurrencia! Considere cuántos pensamientos felices se ahogan bajo las mantas al dormir solo y cuántos sueños desdichados arropa con ellas.

Yo no ahogo ni arropo nada dije. ¡Bah! Déjeme usted; es un gracioso concluyó. Comenzó a alejarse, y yo, preocupado por sus palabras, lo seguí maquinalmente.

Deduje de su modo de hablar que él suponía algo que se relacionaba conmigo, algo que tal vez no existía, pero cuya mera presunción me elevaba a sus ojos. Era mejor que no hubiese vuelto a casa. Tal vez este hombre, a mi lado, con la boca humeante por el frío y pensando en criadas, se hallara en condiciones de valorizarme ante la gente, sin esfuerzo de mi parte. ¡Que no me lo malogren las muchachas! me decía. Que le besen y le abracen, bueno; al fin y al cabo es la obligación de ellas y el derecho de él, pero que no me lo arrebaten. Cuando lo besan también me besan un poco a mí, si se quiere; con los ángulos de la boca, en cierto modo; pero si lo seducen me lo quitan. Y él debe permanecer siempre conmigo, siempre; ¿quién sino yo lo protegerá?

Pero el pobre diablo es bastante tonto: en pleno febrero le dice uno:

"Vamos al monte Laurenzi" y viene. Además puede caerse, resfriarse, algún hombre celoso puede salir del callejón del Correo, y asaltarlo. ¿Qué seria de mí después? Sería como proscrito del mundo. No; ya nunca se librará de mí.

Mañana conversará con Ana. al principio de cosas vulgares, como es natural, pero de pronto no pudiendo contenerse dirá: "Anoche, Anita, después de la velada, estuve con un hombre, un hombre como con seguridad nunca has visto. Tiene el aspecto ¿cómo podría describirlo? de un junco, con un pelo negro que le hace rizos en la nuca. Sobre su cuerpo pendían tiras de género amarillento que lo cubrían por completo, y que, con la calma que reinaba anoche, se le adherían al cuerpo. ¡Cómo!, Anita, ¿pierdes el apetito? Creo que la culpa es mía por habértelo contado tan mal. ¡Ah, si lo hubieras visto, caminaba con timidez a mi lado, adivinando que te amaba, lo cual, desde luego, no era nada difícil! Para no turbar mi felicidad se me adelantó durante un buen rato. Creo que te habrías reído y tal vez te hubieras asustado un poco, pero a mí me agradaba su presencia. Y, ¿dónde estabas, Anita?

Durmiendo, y el África no estaba más lejos que tu cama. A veces me parecía que con la simple expansión de su pecho, se elevaba el cielo estrellado. ¿Crees que exagero? ¡No!, ¡no!, por mi alma, que te pertenece, te juro que no.

Y no perdoné a mi compañero precisamente dábamos los primeros pasos sobre el muelle Francisco ni la mínima parte de la vergüenza que debía sentir durante semejante discurso.