¿No me lo ha dicho usted mismo? ¿Le duele la cabeza? ¿No? Ah!, la rodilla.

Si, es muy desagradable.

Pero se veía que no pensaba levantarme. Apoyé la cabeza en mi mano derecha el codo descansaba contra un adoquín y dije:

Bien, de nuevo juntos y como volvía a experimentar aquel miedo de antes, empujé con fuerza sus piernas, para apartarlo.

Vete, vete decía.

El tenía las manos en los bolsillos, miró el callejón vacío, luego, la iglesia del Seminario y el cielo. Por fin, el bullicio de un coche en una calle próxima le recordó presencia. ¿Por qué no habla, querido? ¿Se siente mal? ¿Por qué no se levanta? ¿No será mejor buscar un coche? Si quiere le traigo un poco de vino de la taberna. No debe continuar echado aquí con este frío. Además, íbamos a ir al monte Laurenzi.

Naturalmente dije, y con fuertes dolores me levanté por mis propios medios. Vacilaba y tenía que mirar la estatua de Carlos IV para estar seguro de dónde me encontraba. Ni aun eso me habría ayudado si no se me hubiera ocurrido que una muchacha que llevaba una cinta de terciopelo negro en el cuello me amaba si no fogosamente, por lo menos con fidelidad. Y constituía sin duda una amabilidad por parte de la luna querer alumbrarme; por modestia iba a colocarme bajo la arcada de la torre; pero luego comprendí que era natural que la luna lo alumbrara todo. Abrí los brazos con alegría para gozar de ella por completo. Todo me resultó más fácil cuando haciendo débiles movimientos natatorios con los brazos, conseguí avanzar sin dolor y sin esfuerzo. ¡No haberlo intentado antes! Mi cabeza hendía el aire fresco y precisamente mi rodilla derecha era lo que volaba mejor; le expresé mi satisfacción con unos golpecitos. Me acordaba de que había tenido un conocido al que no toleraba bien, sin embargo lo que más me alegraba era que mi memoria fuera lo suficientemente buena como para retener tales cosas. Pero no debía pensar tanto, ya que tenía que seguir andando si no quería hundirme más aún. Con todo para que luego no se me pudiera decir que en el pavimento nadaba cualquiera, y que no merecía la pena contarlo, me levanté un rato por sobre la barandilla y nadé alrededor de todas las imágenes que encontraba.

Al llegar a la quinta justamente me sostenía con imperceptibles golpes encima de la acera, mi compañero me tomó de la mano. De nuevo me hallaba de pie sobre el pavimento y sentía dolor en la rodilla. Mi acompañante, sujetándome con una mano y señalando con la otra la estatua de Santa Ludmila, dijo:

Siempre he admirado las manos de este ángel de la izquierda. ¡Observe qué suaves son! ¡Verdaderas manos de ángel! ¿Ha visto alguna vez algo semejante? Usted no, pero yo sí, porque esta noche he besado unas manos…

Para mí ahora una tercera posibilidad de aniquilamiento. No era forzoso dejarme apuñalar, no era forzoso huir; sencillamente podía arrojarme al aire. Que se vaya al Laurenzi, no lo molestaré, ni siquiera huyendo lo molestaré. ¡Adelante con las historias! grité. No me contento con fragmentos. ¡Cuéntelo todo, del principio al fin! Y le advierto que no toleraré que suprima ni una coma. Ardo en deseos de saberlo todo.

Me miró, y yo me fui calmando.

Puede confiar en mi reserva. Cuéntemelo todo; alivie su corazón; jamás ha tenido un oyente tan reservado como yo. Y a media voz, cerca de su oído, agregué:

No tenga miedo de mí, está completamente fuera de lugar.

Aún lo oí reír.

Ya lo creo, ya lo creo dije; no me cabe ninguna duda. Y con dedos que sustraía a la presión de sus manos tanto como me era posible, le pellizcaba las pantorrillas. Pero él no lo sentía. Entonces me dije: "¿Por qué andas con este hombre? Ni le amas, ni le odias; su dicha no tiene más objetivo que una muchacha que a lo mejor ni siquiera usa un vestido blanco. Luego este hombre te es indiferente lo repito, indiferente.