Pan(v.2)

Annotation

   Pan (1894) es una de las primeras novelas de Knut Hamsun, ganador del premio Nobel de literatura en 1920. Es una obra magnífica que exalta el amor a la naturaleza, a los animales (el perro Esopo es tan protagonista como su dueño) y, cómo no, al amor humano. Ese amor no correspondido del que tanto escribieron hace ya dos siglos. Es un relato sencillo, fácil de leer y de imaginar, porque así es el teniente Glahn. Un hombre ingenuo, tosco, e inseguro, que no entiende los caprichos de su amada Edwarda. La sucesión de estaciones tinta los bosques e islas, puebla de aves los cielos y de vida marina una pequeña parte del país nórdico (del que sólo conocíamos sus saltadores de esquí, el salmón y sus fiordos). Nieblas, lluvias, noches largas de auroras boreales y días de sol intensos, deshojando la margarita: me quiere, no me quiere...¡pues me voy a cazar!

Knut Hamsun

Pan

 

   Título original: Pan, 1894

   Traducción: A. Hernández Cata

   Revisión de la traducción: Jack Schwarz

   ©1976, PLAZA & JANES, S. A.

   ISBN: 84-01-44156-0

   e-book: Jack!2014

 

   Nota a la revisión de la traducción:

 

   La traducción de A. Hernández Cata, de 1976, está basada en la alemana, no en la original noruega; este problema se da en todas las traducciones que se hicieron de Hamsun al castellano en los años 70. Es así que se suman aquí dos problemáticas: 1) el texto alemán se aparta notablemente del original en muchas partes y 2) la traducción es, como muchas de la época, muy deficiente.

   Aquí hemos intentado "adecentar" la traducción existente, cotejándola con versiones inglesas actuales, pero se aconseja la versión actual, de Kirsti Baggethun en Anagrama, que ha sido vertida directamente del texto noruego. La tarea de revisión ha sido ingente, pero a todas luces insuficiente, sólo la retraducción completa puede reparar el desaguisado.

   Esperamos que, en cualquier caso, puedan disfrutar de la lectura de esta magnífica obra.

   El corrector.

 

I

 

   Desde hace algún tiempo acuden persistentemente a mi memoria los días estivales pasados cerca de Sirilund, en la costa septentrional, y me parece ver aún la cabaña en donde viví y el intrincado bosque que se expandía a su espalda. Me decido a escribir alguna de aquellas remembranzas para combatir el tedio; los días se me antojan interminables, aun cuando vivo la vida alegre del célibe y ninguna sombra la empaña; estoy contento y llevo con agilidad el fardo de mis treinta años. Hace poco, alguien me envió una corona, produciéndome alegría y avivando recuerdos antiguos. En resumen, mi único engorro actual se reduce a vagos dolores en el pie izquierdo, de resultas de una herida de bala; pero aun este dolor es intermitente, y sólo se aviva cuando el tiempo amenaza lluvia, convirtiéndome en una especie de barómetro vivo.

   Recuerdo que hace dos años el tiempo no se me antojaba tan lento como ahora, y el comienzo del otoño siempre me sorprendía como si se anticipase. Fue en 1855 —voy a darme el placer de rememorar— cuando me sucedió la aventura que a veces me parece un sueño. Como no he vuelto a pensar en ella, muchos detalles menudos se han desvanecido en mi mente; pero recuerdo de modo preciso que por aquella época todo se me aparecía con esplendor extraño: las noches, iguales en claridad a los días, sin una sola estrella en el cielo; las gentes, que adquirían un encanto particular, como si fueran seres de otra naturaleza abierta de súbito para mí, a manera de inmensa flor, a una vida más fragante y lozana... ¡Oh!, yo no niego que hubiese algún sortilegio en esta visión que así mejoraba hombres, luces y paisajes; pero como jamás lo había experimentado hasta entonces, vivía unos días venturosos, en pleno milagro.

   En una casa blanca situada junto al mar conocí a cierta persona que durante algún tiempo, poco, por fortuna, había de llenar todas mis ideas. Ahora sólo pienso en ella de raramente, y la mayor parte del tiempo su imagen desaparece por completo de mi memoria, mientras otros detalles que entonces creí no observar —los gritos de los pájaros marinos, mis peripecias de cazador, las claras noches profundas, las cálidas horas caniculares— acuden al primer plano de la evocación. Conocí a esa persona por circunstancias fortuitas, merced a lo cual adquirió para mí el singular atractivo que de otro modo no habría tenido nunca.

   Desde mi cabaña veía los islotes, los arrecifes costeros, un pedazo de mar y las cimas tenuemente luminosas y azules de las montañas. Detrás se expandía el inmenso bosque. Una alegría, una especie de gratitud hacia la belleza del paisaje, me penetraba el alma con sólo mirar los senderos olorosos de raíces y de hojas; el aroma acre de la resina, pesado como olor de médula, me excitaba a veces, y entonces iba a tranquilizar mis sentidos bajo los árboles inmensos, donde, poco a poco, todo se transformaba dentro de mí en armonía y serena pujanza. Diariamente recorría las frondosas colinas; y en mi espíritu no había otro anhelo que el de que aquellos paseos por entre el barro y la nieve se prolongasen indefinidamente. Mi único compañero en ellas era Esopo; hoy es Cora quien templa mis desvelos de solitario; pero en aquel tiempo sólo iba con Esopo, mi perro, al que maté después.

   A menudo, por la noche, de regreso de caza, la tibia quietud de mi casita me envolvía, produciéndome un éxtasis o agitando todo mi ser con vibraciones dulces. Entonces, necesitado de comunicarme con alguien, le decía a mi perro, que me miraba con sus ojos hondos y comprensivos, mi júbilo por aquel bienestar compartido con él: «Eh, ¿qué te parece si encendiéramos fuego en la chimenea y asáramos un pájaro?» Y en cuando comíamos, Esopo iba a situarse en su rincón favorito, cerca de la entrada, mientras yo me tendía sobre el lecho a fumar una pipa, con el oído atento a los mil murmullos del bosque, que ya no eran confusos para mí ni turbaban el vasto silencio que sólo de vez en cuando rasgaba el grito agrio de algún ave, después del cual la quietud volvía a ser más inefable, más balsámica.

   Muchas veces me sucedió quedarme dormido sin desvestirme siquiera, y despertarme luego de un largo sueño. Al través de la ventana, a lo lejos, blanqueaban las grandes construcciones del puerto, y más cerca se precisaba el caserío de Sirilund, la tiendecita en donde compraba yo el pan. El despertar era tan brusco que durante un momento me sorprendía de encontrarme en aquella cabaña al borde del bosque. Esopo, al verme volver a la vida, sacudía su cuerpo esbelto y elástico, haciendo tintinear los cascabeles del collar, y abría varias veces la boca y movía la cola como diciéndome: «Ya estoy dispuesto.» Y yo me levantaba, tras cuatro o cinco horas de sueño reparador, de nuevo ágil y alegre, como si también dentro de mi corazón sonara un cascabel.

   ¡Cuántas noches transcurrieron así!

 

II

 

   Nada importa para estar contento que el viento ruja fuera y la lluvia golpee en los cristales. Cuanto más densa es la cortina de agua y más la agita el huracán, más pueril y pura es, a veces, la alegría que mece al espíritu; y nos aislamos en ella, y quisiéramos guardar, como algo muy íntimo, la dicha de sentir el alma tibia y confortada en medio del desamparo de la Naturaleza. Sin motivo aparente, la risa nos sube entonces a los labios, y por el pensamiento, estimulándole hacia perspectivas de júbilo, pasan luminosas imágenes sugeridas por los menores detalles reales o ilusorios: un cristal claro, un rayo de sol quebrándose en la ventana, un pedacito de cielo azul: no hace falta más.