Faltando a todas las buenas costumbres, he aprovechado el momento en que íbamos a cambiar las flores para ultrajar a Edwarda, a quien pido perdón delante de todos. Ruego que, para juzgarme mejor, se pongan en mi caso; he perdido en la soledad las costumbres sociales, y, además, como no bebo vino nunca, el de hoy se me ha subido a la cabeza. Sean, pues, indulgentes.
Embrollándome, trato de echar a broma la aventura, pero la risa se resiste en mis labios. Rebelde a mi propósito, Edwarda no muestra contrariedad ninguna ni se ocupa de borrar la desagradable impresión que su extravagancia, que en vano trato de atribuirme, ha producido. En lugar de desviarse de mí, me busca, y cuando nos ponemos a jugar al juego de la viuda deseosa de elegir nuevo marido, dice:
—¡Si me toca quedarme, escojo de antemano al teniente Glahn; conste que no quiero a ningún otro!
Yo le digo brusco, en voz baja:
—¿Quiere usted callarse de una vez?
Una expresión de sorpresa empaña su fisonomía, y su boca se contrae dolorosamente, de tal modo que me siento removido de lástima y toda su persona recobra para mi la plenitud de su atractivo. Por aquel dolor, por aquella desilusión tan mal disimulada, no sólo me gusta otra vez, sino que la quiero; y estrechando su manita frágil y angosta, le susurro al oído:
—No se ponga triste... Cuando estemos solos..., mañana, ya no le diré que calle... y hablaré yo también.
XI
He dormido mal, sobresaltado por sueños en los que predominan peripecias de caza; y en uno de esos momentos en que el alma está en el límite misterioso entre la vigilia y la inconsciencia, me pareció sentir a Esopo removerse en su rincón y gruñir. Como el perro entraba en las imágenes de mi sueño, no me desvelé, y al levantarme vi con sorpresa huellas desde mi puerta hasta el camino. Salí, y a los pocos pasos Edwarda vino a mi encuentro, ruborosa y embellecida por la alegría.
—¿Me oyó usted anoche? Tuve miedo de que me oyera.
Tardé un instante en relacionar su pregunta con lo ocurrido, y en vez de responderle, la interrogué:
—¿No ha dormido usted bien?
—No, nada... No he podido dormir.
Y me contó que había pasado parte de la noche en una silla, con los ojos cerrados, atenta sólo a las imágenes interiores, y que ya muy tarde no pudo resistir la tentación de dar un paseo.
—Alguien estuvo anoche fuera de la cabaña —le dije entonces—. Esta mañana he visto las pisadas en la hierba.
Su cara se enrojeció; me cogió las manos sin responder.
—¿Fue usted? —le dije.
—Sí... —confesó entonces, apretándose contra mí en un ademán de humilde y amoroso abandono—. ¿Verdad que no lo desperté...? Andaba muy despacio, muy despacio... , como si pisara su sueño... ¡Quién iba a ser sino yo...! ¿Verdad? Necesitaba estar cerca de usted... ¡Ah, si viera cuánto, cuánto, cuánto le quiero!
XII
A partir de ese día, nos veíamos todos; y antes de gozar de la dulzura de verla, mi deseo le salía al encuentro. Ya hace de eso dos años, y el recuerdo ocupa a menudo mi imaginación, pues todo en esta aventura me complació y distrajo. Nos citábamos en lugares distintos: junto al molino, en cualquier vereda, en mi misma cabaña. Edwarda, dócil, a nada se oponía. Llegaba siempre antes de la hora, y a su jubiloso «buenos días» respondía el mío, jubiloso y trémulo también.
—Estás alegre hoy; desde lejos he oído tu canto —me dijo una vez, con el fondo de los ojos lleno de chispas.
—Sí; hoy estoy contento, y siento crecer en el pecho un amor infinito hacia todas las cosas... Aquí mismo, en tu falda, hay una manchita de polvo, de barro quizá; pues bien, siento anhelos de besarla... Déjame que la bese; todo lo que es tuyo despierta mi ternura. A veces temo haber perdido por ti la facultad de razonar... Ya no puedo dormir como antes.
Y era verdad: muchas noches los sueños del amor no dejaban llegar al reparador sueño del cuerpo y del espíritu... Muy juntos, respirando casi la misma porción de aire, recorríamos lentamente las veredas. De vez en cuando me preguntaba:
—¿Por qué no me dices lo que te parezco? ¿Soy como tú creías y querías? ¿No me encuentras demasiado charlatana? Dime la verdad..., toda la verdad. ¡Si vieras...! A veces me parece que esto no ha de acabar bien.
—¿Por qué no?
—No acabará bien; ya verás. Y el mal será precisamente para nosotros. Aunque creas que es superstición, a veces siento un frío glacial me corre por la espalda, sobre todo cuando te toco...
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