¡Oh, el poder magnético de su mirada bajo las arqueadas pestañas, el atractivo de su piel tan dulce a los labios!
—Amo en ti todas las cosas, Edwarda; eres para mí un espejo donde las cosas feas se oscurecen y las otras se perfeccionan. Cuando estoy solo, doy gracias a los árboles, a las flores, al viento, por tu belleza y por tu salud. Cualquier accidente nefasto y fácil habría hecho que fueras diferente... Una noche, en un baile, vi a una muchacha desconocida permanecer sentada, en silencio, mientras todas se abandonaban al torbellino alegre del vals. Su cara melancólica me impresionó, y me acerqué a invitarla; pero ella movió la cabeza denegando. «¿Es posible que no le guste bailar?», le dije. «Ya ve usted —repuso— mi madre era una mujer de admirable belleza, mi padre era también un hombre sano; se amaron apasionadamente, y... ¡yo soy coja de nacimiento!»
—Sentémonos —me dice Edwarda.
Nos sentamos sobre el césped, y de súbito exclama:
—¿Sabes lo que me ha dicho una de mis amigas de ti? Que tienes pupilas de fiera y que con sólo mirarla la haces ruborizar... Que tu mirada le parece un contacto.
Una onda de alegría recorre mi ser, y no por vanidad propia, sino por la complacencia que veo en Edwarda al contármelo. ¿Qué me importan las demás mujeres? Sólo me importa una, y ésa no me dice el efecto que le produce mi mirar... Durante un minuto lo espero en vano, y pregunto al fin:
—¿Se puede saber quién es esa amiga?
—No. Confórmate con saber que es una de las que fueron con nosotros a la Isla.
Su cara se nubla y cambia de conversación.
—Papá piensa marchar dentro de poco a Rusia, y proyecto organizar una excursión durante su ausencia. ¿Has ido alguna vez a los islotes? Llevaremos, como la otra vez, dos cestas de merienda, y las señoras del presbítero vendrán también. Pero me has de prometer no mirar a mi amiga, a la que le gustas; si no, no te invito.
Sin añadir nada, me abraza de nuevo, y separándose poco a poco, fija su mirada en mis ojos, respirando con ansia. Su insistencia me turba, me inquieta, y me levanto; afectando tono indiferente, le digo:
—¿De modo que tu padre va a Rusia?
—¿Por qué te has levantado tan pronto?
—Porque es tarde, Edwarda... Mira, las flores blancas se empiezan a cerrar; el sol va a salir.
La acompaño hasta el camino, y cuando me separo, prolongo aún la compañía con la mirada. Antes de desaparecer me grita con voz contenida:
—¡Buenas noches...!
Poco después la puerta de la casa del herrero se abre, y un hombre con camisa blanca, sobre la cual relampaguean diamantes, sale cauteloso, mira en derredor, se echa el sombrero sobre la frente y toma el camino de Sirilund.
XIV
La alegría embriaga; sin más ni más, a modo de salvas en honor de mí mismo, disparo los dos tiros de mi escopeta, y ecos simultáneos, casi indivisibles, van de monte en monte, se extienden sobre el mar y llegan a sacar de su marasmo a un pescador extenuado por la larga e infructuosa espera. ¿Por qué estoy contento? Ha bastado para ello un pensamiento, un recuerdo, la imagen de un ser humano... Pienso en ella con los ojos cerrados para verla mejor, contando los minutos que me faltan para tenerla junto a mí... Me inclino a beber de un arroyo; para hacer tiempo, cuento cien pasos de un lado y cien de otro... «Ya es tarde», me digo; y de nuevo me abandono a ideas que la envuelven, la tocan, y si se apartan de ella es para volver en seguida a ceñirla... Ha transcurrido un mes, y a pesar de sus temores, ni el más pequeño obstáculo surge en nuestro camino. ¡Bien corto es, en verdad, un mes, sobre todo un mes tan delicioso; pero mucho más corto es un minuto, un segundo, y en ellos podemos tropezar con la piedra fatal que determine la caída...! ¿Por qué no viene aún? Para abreviar la espera, se me ocurre mojar mi gorro y ponerlo a secar en una rama alta... Ya está hecho... Mi medida de cálculo son las noches; ha habido algunas en que no ha podido venir al bosque; pero nunca, como esta vez, dos noches seguidas. Las otras veces nada le había ocurrido. ¿Por qué esta inquietud? ¿No tendré, al recobrarla, la sensación de que mi dicha alcanza su apogeo? En este momento, unos pasos resuenan y mi busto se inclina, mis brazos se abren ansiosos... Ya está aquí.
Y hablamos, hablamos como siempre, asimilando todas las imágenes a nuestro amor, como si fuera un río, y las cosas del mundo entero arroyuelos que viniesen a aumentar su caudal.
—¿Te has fijado, Edwarda, en cuán agitado está el bosque esta noche? Rumores vagos recorren los árboles; el césped se comba, se riza, se estremece; las hojas grandes se agitan con temblor torpe; se diría que alguna cosa oculta se gesta en la espesura... Un pájaro canta, y la brisa lleva su mensaje de amor. Hace ya dos noches que viene a cantar al mismo sitio, insistente, fiel...
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