Al llegar vi con sorpresa que él me esperaba ya, lejos me gritó triunfal:

   —¿Lo ve usted? Supongo que desde hoy mi camino será también el suyo.

   Cada vez más sorprendido, me puse a observarle; no estaba sofocado y, por lo tanto, no debió correr... Después de darme las gracias por haberle acompañado en la velada, se despidió, alejándose por el mismo sendero, mientras yo me quedaba pensando: «¿Puedo haberme equivocado de modo tan estúpido...? ¡He recorrido los dos caminos varias veces y. ah, la trampa debe ser fina, pero hay trampa...! ¿Cómo confiar en quien se las hace a sí mismo? A menos que todo esto no sea más que un pretexto para... «

   El señor Mack se hundió en la espesura y, sigilosamente me puse a seguirle. A los pocos pasos se detuvo, respiró fuerte y se secó el sudor... ¡Ya no estaba yo tan seguro de que no hubiese apresurado el paso! Luego reanudó la marcha despacio y se detuvo ante la casa del herrero, cuya puerta se abrió con sigilo para dejarlo entrar... El color del agua y de la hierba me indicaron que debía ser cerca de la una.

 

VIII

 

   Sin incidentes memorables, pasaron algunos días y nunca como en ellos sentí la soledad y la indiferencia del vasto silencio que me rodeaba. La primavera resplandecía ya con plenitud de ardor, e innumerables hojas tiernas verdecían los prados, engalanados con las más tempranas florecillas. La quietud era tan profunda que, a veces, sacaba del bolsillo algunas monedas y me ponía a entrechocarlas para interrumpir el silencio. Un efluvio terrenal y antiguo emanaba de todas las cosas y, sin saber por qué, imágenes legendarias venían a mi recuerdo, haciéndome pensar:

   »¡Si Diderik e Iselin se me apareciesen de pronto, marchando juntos por cualquiera de estas veredas!»

   Las noches se habían ido acortando hasta extinguirse, el sol, después de hundir su disco de fuego en el mar, reaparecía inmediatamente, dorado y rojo, como si el baño lo hubiese restaurado. Al llegar a este momento solemne en que, tras la sideral ablución, la Naturaleza se revestía de un esplendor nuevo, me sentía más extraño de lo que nadie pueda imaginar... Se me antojaba que el dios Pan, cabalgando en una de las ramas más gruesas del bosque, observaba con irónica complacencia mis gestos. ¿Por qué tomaba grotescas posturas, apareciéndoseme tan pronto felinamente replegado, como en la actitud imposible de tener el vientre abierto y de ir a beber en la fuente extraña de su ombligo? Me espiaba sonriendo, callado, y cuando mi meditación degeneraba en una quietud sin pensamiento alguno, bamboleaba el árbol que le servía de cabalgadura para traerme a la realidad; el árbol entero se estremecía con su silenciosa risa. Relinchos de bestias, sensuales llamadas de pájaros, indudables e incomprensibles signos de seres y cosas... Era la época del abejorro sanjuanero; su zumbido se mezclaba con el murmullo de las polillas nocturnas, sonaba como un susurro aquí y allá, por todo el bosque. ¡Había tanto que oír! No dormí durante tres noches; pensaba en Diderik e Iselin.

   Puede que se me aparezcan, me decía... Iselin llevará a Diderik junto a un árbol y le dirá en voz baja: «Quédate aquí y vigila mientras voy a gastarle una broma a ese cazador, rogándole que me anude los cordones de mis zapatitos.»

   Y el cazador sería yo. Con una mirada de sus ojos fúlgidos y lentos me lo haría comprender... Mi corazón lo comprendería rápido y aceleraría su latir cuando se acercase maravillosamente desnuda bajo el traslúcido lienzo y, poniéndome su mano cargada de electricidad sobre el hombro, dijera:

   —Los cordones de mis zapatos se me han desatado, ¿quieres atármelos, cazador?

   Sucedería un silencio trémulo, y acercándoseme hasta dejarme respirar su aliento, murmuraría, primero insinuadora, y en seguida franca, con las mejillas encendidas:

   —¡Oh, no importa que no atines a hacerme los lazos como estaban, amor mío...! Levántate y ven aún más cerca de mí.

   El sol, rodando fatigado y turbio hacia poniente, bajaría sediento hasta el mar para reaparecer en seguida satisfecho, lavado. La atmósfera vibraría llena de susurros, de laxitud, de sensual pereza. Una hora más tarde, ya con sus labios de fruta pegados a los míos, Iselin me diría en un susurro:

   —¡No tengo más remedio que dejarte...!

   Y al alejarse, cuando no pudiera ya oír su voz, se despediría con su manita acariciadora, alejándose con pasos felices, como una estatua de fuego no ya devorador, sino de ese fuego tierno y extasiado que se consume poco a poco. Al verla llegar, Diderik la acogería con estas palabras de reproche:

   —¿Qué has hecho, Iselin...? ¿Qué has hecho? Todo lo he visto desde aquí.

   Y ella:

   —¿Y qué, Diderik? ¿Acaso he cometido algún mal?

   Partirían los dos y, durante un rato, la voz viril no dejaría de repetir con el celo sombrío e imponente del que nada puede contra quien lo engaña:

   —¡Te he visto, Iselin; te he visto!

   Ella, pecadora feliz, precipitaría sobre el bosque la cascada tumultuosa de su risa. ¿Hacia dónde iría...? ¡Ay, entonces me tocaría a mí estar triste...! ¡Iría en busca de otro cazador para renovar su pecado!

   Este ensueño ha durado hasta medianoche. Esopo, que consiguió romper la cuerda, caza solo, sin comprender mi marasmo. Lo oigo husmear y alejarse. Una pastorcita pasa haciendo media, y cantando sin dejar de mirar en derredor, con su mirar a la vez desconfiado y lúbrico. «¿Dónde dejaste tu rebaño, pastora, y qué te trae aquí a la hora del reposo? ¡Nada! ¿Qué sé yo ni me importa? Tal vez algún trémulo ensueño no te haya dejado descansar como a mí; acaso alguna alegría recóndita que proviene de tu juventud y de la primavera, y que no se resigna a estar encerrada en un cuartucho, te impele hacia el vasto bosque, hacia el mar... « El perro regresa ladrando, y pienso que sus ladridos anticiparán a la campesina la noticia de que no está sola; así que me levanto y me acerco a ella después de contemplarla un instante. Esopo mira también su cuerpo delicado, casi infantil, y corretea en torno, como si de verla tan niña le viniesen ganas de retozar.

   —¿De dónde vienes? —le pregunto.

   —Del molino.

   No debe decirme verdad... ¿Qué ha podido ir a hacer tan tarde al molino? ¿Acaso cuando cesa de moler los granos, se dedica el molino a moler ilusiones y ensueños...? Y otra vez la interrogo:

   —¿Cómo te atreves a venir sola al bosque a estas horas, siendo tan jovencita?

   Se echa a reír y responde:

   —No soy tan joven; tengo ya diecinueve años.

   Lo menos se aumenta dos...