El jardincillo, tan ancho cuan larga es la fachada, hállase encajado entre la pared de la calle y el muro medianero de la casa contigua, a lo largo de la cual cuelga un manto de yedra que la cubre del todo y llama la atención del transeúnte por un efecto pintoresco en París. Cada una de esas paredes hállase tapizada de espalderas y parras, cuyos frutos frágiles y polvorientos son objeto de los temores anuales de madame Vauquer y de sus conversaciones con sus huéspedes. A lo largo de cada muro corre una estrecha alameda que conduce a un plantel de tilos, palabra que madame Vauquer, por más De Conflans que por su casa sea, se empeña en pronunciar tulios, pese a las observaciones gramaticales de sus pensionistas. Entre las dos alamedas laterales queda un trecho cuadrado, plantado de alcachofas, flanqueado de frutales en forma de huso y orlado de acederas, lechuga o perejil. Bajo la cobertera de los tilos han colocado una mesa redonda pintada de verde y rodeada de asientos. Allí, en la época de la canícula, los huéspedes bastante ricos como para permitirse tomar café van a saborearlo con un calor capaz de incubar huevos. La fachada, de una altura de tres pisos y rematada en buhardillas, es de tosca piedra y embadurnada de ese color de calamocha que da un carácter innoble a todas las casas de París (El amarillo fue siempre color de ignominia en Francia. y de amarillo mandaba pintar el Parlamento las casas de los traidores.). Las cinco ventanas abiertas en cada piso tienen cristalitos pequeños y están provistas de persianas, cada una de las cuales se levanta de distinto modo, de suerte que sus líneas andan entre sí a la greña. La profundidad de esa casa implica dos ventanas que en la planta baja ostentan por adornos barrotes de hierro cruzados. A espaldas del edificio hay un patio de unos veinte pies de ancho, donde conviven en buena armonía marranos, gallinas y conejos y en cuyo fondo se eleva un cobertizo para serrar madera. Entre el tal cobertizo y la ventana de la cocina cuelga la fresquera, por debajo de la cual escurren las aguas sucias del fregadero. Este patio tiene sobre la rue Neuve-Sainte-Genevieve una puertecilla por donde la cocinera vierte las basuras de la casa, limpiando aquella sentIna con gran derroche de agua, so pena de pestilencia.

Destinada naturalmente al negocio de la pensión burguesa, consta la planta baja de una primera habitación, alumbrada por las dos ventanas de la calle y a la que se entra por una puerta-ventana. Comunica ese salón con un comedor separado de la cocina por el hueco de una escalera, cuyos peldaños son de madera y de losas, pintados y fregados. Nada más triste de ver que ese salón amueblado con sillones y sillas de tejido de crin con listas alternativamente mates y brillantes. Campea en el centro un velador con tapa de mármol Santa Ana, decorada con ese servicio de beber de porcelana blanca adornada de filetes de oro ya medio borrados que hoy día se encuentra en todas partes. Esa habitación, harto mal entarimada, tiene un zócalo de madera hasta la altura del pecho. Lo demás de las paredes está forrado de un papel barnizado representando las principales escenas del Telémaco, con sus clásicos personajes en color. El panel de entre las ventanas enrejadas ofrece a los huéspedes el cuadro del festín con que Calipso agasaja al hijo de Ulises. Cuarenta años lleva ya esa pintura dando pie para las chirigotas de los huéspedes jóvenes, que se creen superiores a su posición, burlándose de la comida a que su miseria los condena. La chimenea de piedra, cuyo hogar siempre limpio da fe de que allí no se enciende fuego más que cuando repican gordo, tiene por adorno dos jarrones llenos de flores artificiales, envejecidas y enjauladas, que acompañan a un reloj de péndola de azuloso mármol de pésimo gusto. Esa primera habitación exhala un olor sin nombre en el idioma y que habría que denominar olor a casa de huéspedes. Huele a cerrado, a enmohecido, a rancio; da frío, produce una impresión de humedad en la nariz y penetra en las ropas; tiene el regosto de una sala en que han comido; hiede a servicio, a cocina, a hospicio. Quizá se le pudiese describir si se inventase un procedimiento para evaluar las cantidades elementales y nauseabundas que allí arrojan las atmósferas catarrales y sui géneris de cada huésped, joven o viejo. Pues bien, pese a esos desabridos horrores, si lo comparáis con el comedor, que está contiguo, os parecerá ese salón elegante y perfumado como un tocador. Esa otra sala, toda artesonada, estuvo pintada en otro tiempo de un color que hoy ya no se distingue y forma un fondo sobre el que la grasa ha impreso sus costras, dibujando en él extrañas figuras. Está guarnecida de aparadores pringosos, sobre los que se ven garrafas desportilladas, empañadas: discos de rejilla metálica, rimeros de platos de gruesa porcelana con bordes azules fabricada en Tournai. En un rincón hay una caja con casilleros numerados que sirve para guardar las servilletas, sucias o manchadas de vino, de cada huésped. Vense allí muebles de esos indestructibles, desterrados ya de todas partes, pero que siguen allí como los restos de la civilización en los Incurables.