No dijo más que lo que acostumbraba a decir cuando salía de caza, y yo tampoco me levanté o le respondí nada de importancia, sino que dormí unas dos horas más.

No creo que el lector se sorprenda si le digo que, después de aquello, no volví a ver a mi marido, y es más, no sólo no volví a verle, sino que no volví a saber de él ni a tener noticias suyas, ni de sus dos criados, ni de los caballos, ni de dónde fueron, ni de lo que hicieron, o tenían pensado hacer. Fue como si se los hubiese tragado la tierra y nadie lo hubiera sabido.

Las dos primeras noches no me sorprendí, ni tampoco las primeras dos semanas, pues creí que si les hubiese sucedido algo malo no habría tardado en enterarme, y además sabía que, puesto que había llevado dos criados y tres caballos consigo, sería muy raro que les ocurriera alguna cosa y en todo caso tarde o temprano terminaría por enterarme.

Pero se comprenderá que, a medida que fueron pasando las semanas y los meses, acabase por asustarme de verdad y tanto más al considerar mis circunstancias y la situación en que me había dejado, con cinco niños y ni un penique para alimentarlos, salvo unas setenta libras y las pocas cosas de valor que me quedaban, que, aunque considerables en sí mismas, no eran nada para alimentar mucho tiempo a una familia.

No sabía ni qué hacer ni a quién recurrir: no podía seguir en la casa en la que estábamos porque el precio del alquiler era demasiado alto y tampoco me atrevía a dejarla sin contar con el beneplácito de mi marido, no fuese a darle por regresar, por lo que me quedé muy confusa, melancólica y desanimada.

II

Pasé en aquel deprimente estado casi doce meses. Mi marido tenía dos hermanas casadas que disfrutaban de buena posición y algunos parientes que pensé que quizá pudieran ayudarme y muchas veces envié a preguntarles si habían tenido noticias de tan inconstante criatura; sin embargo, todos me respondieron que no sabían nada de él, y al cabo de un tiempo empezaron a considerarme una molestia y así me lo hicieron saber tratando a mi doncella de forma poco elegante y respondiendo de mala manera a sus preguntas.

Eso me dolió y se sumó a mis aflicciones, pero sólo podía recurrir a mis lágrimas, pues no me quedaba ni un amigo en el mundo: debería haber indicado que, medio año antes de la desaparición de mi marido, mi hermano sufrió el desastre del que hablé antes y se arruinó, y, en tan malas circunstancias, sufrí la humillación de saber, no sólo que estaba en prisión, sino que no podría cobrar nada o casi nada a modo de compensación.

Las desgracias casi nunca vienen solas: aquello fue el preludio de la fuga de mi marido y, como no me quedaban esperanzas por ese lado, mi esposo se había ido y tenía una familia pero nada con lo que mantenerla, mi situación era mucho más deplorable de lo que podría expresarse con palabras.

Como puede suponerse, teniendo en cuenta mi fortuna y circunstancias anteriores, me quedaban algunas bandejas y unas cuantas joyas. Y mi marido, que no se había quedado a compartir mi infortunio, no había tenido necesidad de desvalijarme, como acostumbran a hacer todos los maridos en estos casos. Sin embargo, como vi acabarse el dinero en el largo período en que estuve esperando su regreso, empecé a deshacerme de una cosa tras otra, hasta que los pocos objetos de valor que tenía empezaron a escasear y no vi otra perspectiva que la miseria y el sufrimiento e incluso temí que mis hijos murieran de hambre ante mis propios ojos. Dejo que cualquier madre que haya vivido de forma desahogada considere y medite cuál debía de ser mi situación. En cuanto a mi marido, ya no tenía ni esperanzas ni expectativas de volver a verlo y, aunque las hubiese tenido, era el último hombre del mundo capaz de ayudarme o de ponerse a trabajar para ganar un chelín con el que aliviar nuestro sufrimiento, pues carecía tanto de capacidad como de inclinación: no habría podido trabajar de escribiente, pues apenas sabía escribir de forma legible; no sólo era incapaz de escribir, sino de entender lo que escribían otros, y ni hablaba bien el inglés ni lo entendía. Lo único que le gustaba era no hacer nada y era capaz de pasarse más de media hora apoyado en una columna con la pipa en la boca y fumando con toda la tranquilidad del mundo, como el rústico de Dryden, que silbaba porque no tenía nada en la cabeza[2], y eso aunque su familia estuviese, como estaba, pasando hambre, y él no supiese y ni tan siquiera se parase a pensar dónde conseguir un chelín después de gastar el último.

Dado que tales eran su carácter y el límite de sus capacidades, admito que no consideré una gran pérdida que nos abandonara, como pensé que había hecho; aunque fue muy cruel y desalmado por su parte no comunicarme sus intenciones. Y de hecho lo que más me sorprendió fue que, habiendo por fuerza planeado su huida, aunque fuese unos instantes, antes de ponerla en práctica no se llevara el poco dinero que nos quedaba, o al menos parte de él, para costearse los gastos por un tiempo. Pero no lo hizo y estoy moralmente convencida de que no se llevó ni cinco guineas consigo. Lo único que supe de él fue que dejó su cuerno de caza, que él llamaba el corno francés, en el establo, y que su silla de montar desapareció junto con unos preciosos arreos, como los llaman ellos, que siempre utilizaba para viajar y que incluían una manta bordada, una caja de pistolas y otras cosas; y que uno de sus criados se llevó otra silla con pistolas, aunque más corriente, y el otro una carabina, de modo que no se fueron como cazadores, sino como viajeros. Y en todos estos años nunca he sabido a qué parte del mundo se fueron.

Como he dicho, pedí noticias a sus parientes, pero sólo conseguí respuestas secas y cortantes y ninguno se ofreció a venir a verme a mí o a los niños, o se dignó siquiera preguntar por ellos, pues comprendieron que me hallaba en una situación en la que era probable que no tardase en convertirme en una molestia. Pero aquél no era momento de andarse con remilgos, así que dejé de enviar a terceras personas en mi nombre y me presenté yo misma a verlos: les expuse mis circunstancias, les expliqué el caso y la situación en que me encontraba, les rogué que me aconsejaran qué camino seguir, me rebajé todo lo imaginable, y les supliqué que tuviesen en cuenta que estaba en un callejón sin salida y que, si no me ayudaban, moriríamos inevitablemente. Les dije que si hubiera tenido solo un hijo, o incluso dos, no me habría importado trabajar de costurera y tan sólo habría ido a rogarles que me dieran algún trabajo, pero era imposible pensar que una mujer sola, no acostumbrada a trabajar e incapaz de encontrar un empleo, pudiera ganar lo suficiente para mantener a cinco niños, y más teniendo en cuenta que mis hijos eran todavía muy pequeños y ninguno de ellos podía ayudar a los otros.

Fue inútil. No recibí la menor ayuda de nadie, las hermanas casi no me dejaron entrar en su casa y dos de sus parientes más próximos ni siquiera me ofrecieron algo de comer o beber. El quinto, una anciana señora, tía política de mi marido, una viuda mucho menos capaz de ayudarme que los demás, sí me hizo pasar, me invitó a cenar y me consoló tratándome con mucha más amabilidad que los otros, aunque añadió un toque melancólico, verbigracia, que, de haber estado en su mano, me habría ayudado, aunque era evidente que no podía y me consta que era sincera.

Entonces recurrí al consuelo del constante compañero de los afligidos, es decir, las lágrimas, pues, al contarle cómo me habían recibido los demás parientes de mi marido, prorrumpí en llanto y estuve llorando un buen rato, hasta que hice llorar también a la pobre señora.

Lo cierto es que volví a casa sin la menor ayuda, y una vez allí caí en un estado de inexpresable pesar, que desafía toda descripción. Después estuve varias veces en casa de la anciana tía y logré que me prometiera que iría a visitar y a hablar con los demás parientes, para tratar al menos de convencerlos de que se ocupasen de los niños o contribuyeran de algún modo a su manutención; y, por hacerle justicia, he de decir que cumplió su palabra, aunque sin resultado, pues no quisieron hacer nada, al menos de ese modo. Creo que con muchos ruegos obtuvo, mediante una especie de colecta, unos once o doce chelines entre todos, que, aunque supusieron un leve alivio, no bastaron para librarme de la carga que me afligía.

Había una pobre mujer que había sido una especie de criada de la familia y con quien, al contrario que los demás parientes, yo había sido siempre muy amable. Una mañana, mi doncella me metió en la cabeza que mandase a buscar a aquella buena mujer y le preguntara si no podía ayudarme en un caso tan desesperado.

Debo recordar aquí, en elogio de mi doncella, que, aunque hacía tiempo que no podía pagarle su salario y la había advertido de que no sólo no podría pagárselo, sino que tampoco podría pagarle los atrasos, no me dejó e incluso me ayudó siempre que pudo con su propio dinero, por todo lo cual, aunque siempre le agradecí su bondad y fidelidad, acabé pagándole muy mal, tal como se verá en su momento.

Amy (pues así se llamaba), al verme tan apurada, me sugirió que mandara llamar a aquella mujer, y yo decidí hacerle caso pero, justo la mañana en que pensaba hacerlo, la vieja tía se presentó a verme acompañada de ella. Al parecer la anciana señora estaba muy preocupada y había vuelto a hablar con sus parientes para ver qué podía hacer por mí, aunque sin mucha suerte.

Podrá juzgarse en parte mi infortunio por la situación en que me encontró: tenía cinco niños pequeños, el mayor no había cumplido aún los diez años, y no había ni un penique en la casa para comida, por lo que había enviado a Amy a vender una cuchara de plata y comprar alguna cosa en la carnicería. Yo estaba en el suelo del salón en medio de un montón de trapos viejos, ropa de cama y otras cosas parecidas en busca de algo que vender o empeñar a cambio de un poco de dinero, y lloraba a lágrima viva sin saber qué hacer después.

En ese instante llamaron a la puerta; pensé que sería Amy y no me levanté, sino que uno de los niños fue a abrir la puerta y las dos entraron y me encontraron llorando con tanta vehemencia como acabo de relatar. No hace falta decir que me sorprendió mucho su visita, sobre todo tratándose justo de la persona a quien había decidido llamar, pero, cuando vieron el aspecto que tenía, pues mis ojos estaban hinchados de tanto llorar, y en qué condición se encontraba la casa, con las cosas amontonadas por doquier, y sobre todo cuando les expliqué lo que estaba haciendo y por qué motivo, se sentaron a mi lado como los tres amigos de Job[3] y no dijeron ni una palabra durante un buen rato, sino que también se pusieron a llorar.

Lo cierto es que no había mucho que decir, pues los hechos hablaban por sí solos: yo, que hacía muy poco paseaba en mi carruaje y era lozana y hermosa, iba ahora sucia y vestida con harapos y estaba delgada y famélica; y la casa, que antes estaba decorada con cuadros, bargueños, espejos de cuerpo entero y toda clase de cosas, estaba ahora despojada y desnuda, pues casi todos aquellos objetos se los había llevado el casero a cambio del alquiler o los había vendido yo para comprar lo más imprescindible. En suma, todo era miseria y desdicha y por todas partes asomaba la cara de la ruina. Lo habíamos vendido todo para comprar comida y apenas quedaba nada, a menos que hiciese como las pobres mujeres de Jerusalén[4] y me comiese a mis propios hijos.

Aquellas dos buenas mujeres llevaban allí un rato, como digo, sin decir nada y se habían hecho cargo de la situación, cuando llegó mi doncella Amy con una paletilla de cordero y dos manojos de nabos, con los que pensaba preparar la cena. En cuanto a mí, estaba tan turbada de ver a aquellas dos amigas, pues eso es lo que eran, y de que me vieran en aquella situación, que sufrí otro ataque de llanto y no pude hablar con ellas hasta pasado un rato.

Mientras me hallaba en semejante estado, ellas se llevaron a Amy a un rincón de la habitación y estuvieron hablando con ella. Amy les explicó mis circunstancias y las expuso con palabras tan conmovedoras, y al mismo tiempo tan sinceras, que yo misma no podría haberlo hecho mejor, y en resumen les afectó de tal modo que la anciana tía se me acercó y, pese a que apenas podía hablar a causa de las lágrimas, me dijo: «Mira, prima, esto no puede seguir así. Es preciso tomar una decisión así que dime, ¿dónde nacieron tus hijos?». Le hablé de la parroquia donde habíamos vivido antes y le expliqué que cuatro habían nacido allí y uno en la casa en la que estábamos ahora, y que el casero, movido por la compasión, después de haberse llevado los muebles para pagar el alquiler, pues entonces no estaba al tanto de mis circunstancias, me había autorizado a vivir un año sin pagar nada, aunque el año ya casi había expirado.

Al oír aquello, tomaron esta decisión: ellas mismas llevarían a los niños a la puerta de uno de los parientes de los que he hablado antes y Amy los dejaría allí. Entretanto yo, la madre, habría de ocultarme unos días, cerrar todas las puertas a cal y canto y desaparecer. A los parientes se les diría que, si no querían ocuparse de los niños, podían enviárselos al sacristán, pues habían nacido en aquella parroquia y allí les atenderían.