Espero que no os neguéis si os lo pide.

—¿Qué quieres decir con eso, desvergonzada? —pregunté—. Antes preferiría morir de hambre.

—Ojalá no habléis en serio, señora, y seáis sensata. Creo que si se ofrece a manteneros, como dice, no debéis negarle nada; de lo contrario sí que moriréis de hambre.

—¿Acaso he de consentir acostarme con él por un poco de pan? —exclamé—. ¿Cómo puedes hablar así?

—No, señora —repuso Amy—. No creo que debáis hacerlo por ningún otro motivo, no estaría justificado que lo hicieseis salvo por un poco de pan, señora. Pero de lo que estoy segura es de que no hay nada peor que pasar hambre.

—Cierto —respondí—, pero te aseguro que, si me ofreciese una finca para mantenerme, no me acostaría con él.

—Pues mirad lo que os digo, señora, si a cambio os diese algo con lo que pudieseis vivir de forma desahogada, yo me acostaría con él encantada.

—Lo tomo, Amy, por una prueba inapreciable de tu afecto —dije—, y no sé como agradecértelo, aunque creo que te mueve mas la amistad que la honestidad.

—¡Oh, señora! —dijo Amy—. Haría cualquier cosa por sacaros de esta triste situación y, en cuanto a la honestidad, creo que está fuera de lugar cuando se pasa hambre, y ¿acaso no estamos muertas de hambre?

—Yo desde luego lo estoy —respondí—, y tú también por mi causa, pero de ahí a convertirme en una prostituta… ¡Amy! —Y me interrumpí.

—Señora —dijo Amy—, estoy dispuesta a pasar hambre por vos, a prostituirme, o a cualquier otra cosa, incluso a morir por vos, si fuese necesario.

—Caramba, Amy, nunca había visto un afecto semejante —dije—, y sólo espero llegar a estar algún día en condiciones de retribuírtelo como es debido. Pero, de todos modos, no tendrás que prostituirte para obligarle a ser bueno conmigo, no, Amy, ni yo tampoco, aunque me ofreciese más de lo que puede ofrecerme o hiciese por mí más de lo que puede hacer.

—Pero, señora —dijo Amy—, no he dicho que vaya a pedíroslo, sólo que, si él prometiese hacer esto y lo otro por vos, y pusiera a cambio esa condición y no estuviera dispuesto a serviros a menos que le permitieseis acostarse conmigo, no lo dudaría un instante con tal de que pudierais contar con su ayuda. Pero esto es hablar por hablar, señora, no veo la necesidad de discurrir así, y vos sois de la opinión de que no será necesario.

—Desde luego que lo soy, Amy, pero —continué—, si lo fuese, vuelvo a repetirte que moriría antes de consentirlo o de permitir que tú lo hicieras por mi causa.

Hasta entonces no sólo había preservado mi virtud, sino también mi inclinación y mi resolución virtuosa, y, de haber seguido así, habría sido feliz, aunque hubiese muerto de hambre, pues, sin duda, una mujer debería morir antes que prostituir su honor y su virtud por muy grande que sea la tentación.

Pero, por volver a mi historia, el casero estuvo paseando por el jardín, que estaba muy descuidado y cubierto de malas hierbas, pues yo no había podido contratar a un jardinero para cuidarlo o al menos para escardarlo y sembrar unos cuantos nabos y zanahorias para consumo de la familia. Después de verlo, entró y envió a Amy a buscar a un pobre hombre, un jardinero que a veces ayudaba a nuestro criado, lo llevó al jardín y le ordenó que hiciese varias cosas para despejarlo un poco, y en eso se entretuvo cerca de una hora.

Entretanto yo me había arreglado lo mejor que pude, pues, aunque todavía me quedaban algunos buenos vestidos, no iba bien peinada, ya que no me quedaban más que unas pocas cintas y no tenía ni collar ni pendientes: todo lo había vendido para comprar comida.

De todos modos, iba limpia y acicalada, y estaba de mejor humor de lo que él me había visto nunca, y pareció gustarle mucho verme así, pues aseguró que antes parecía tan desconsolada y tan afligida que le apenaba mucho verme, y me animó a ser valiente ya que tenía la esperanza de ponerme en situación de poder vivir en el mundo y presentarme ante cualquiera.

Le dije que eso era imposible y que quedaría en deuda con él, ya que todos los amigos que tenía en el mundo no querían o no podían hacer lo que él decía.

—Bien, viuda —dijo, así me llamó, y de hecho lo era en el peor sentido que pueda dársele a esa triste palabra—, si habéis de estar en deuda conmigo, no lo estaréis con nadie más.

Cuando la cena estuvo preparada, Amy entró a poner el mantel, y yo me alegré de que no estuviésemos más que él y yo, puesto que no me quedaban más que seis platos llanos y dos soperos. No obstante, él se hizo cargo, me pidió que no tuviese reparos en sacar lo que tuviese y que no me desanimara: no había ido, dijo, a que lo atendieran, sino a atenderme a mí, consolarme y animarme. Y así siguió, hablando jovialmente de cosas tan alegres que fueron como un tónico para mi alma.

Por fin empezamos a cenar. Estoy segura de que no había disfrutado de una buena comida desde hacía al menos doce meses, y menos de un trozo de carne como aquella pata de ternera. Comí con mucho apetito, y él también, y me hizo beber tres o cuatro copas de vino de más, de modo que, muy pronto, mi ánimo se elevó hasta alturas a las que no estaba acostumbrado y no sólo me sentí contenta, sino alegre, y él me animaba a estarlo.

Le dije que tenía muchos motivos para estar satisfecha, viendo lo bueno que era conmigo y que me había dado esperanzas de recuperarme de las peores circunstancias en que nunca se había visto mujer alguna; que, aunque no lo creyese, sus palabras habían servido para devolverme la vida y que era como si hubiesen resucitado a un moribundo al borde de la tumba; que aún no había pensado en cómo corresponderle debidamente y que lo único que podía decirle era que no lo olvidaría mientras viviese y que siempre estaría dispuesta a agradecérselo.

Él respondió que eso era cuanto deseaba de mí, que su recompensa sería tener la satisfacción de haberme rescatado de la miseria, que le parecía muy noble por mi parte que fuese tan agradecida, que se ocuparía de facilitarme la vida, siempre que estuviese en su mano, y que, entretanto, fuese pensando en cualquier cosa que me pareciese necesaria para mi comodidad.

Cuando terminamos de hablar, volvió a pedirme que no me desanimara.

—Vamos —dijo—, dejemos a un lado estas cosas tan melancólicas y disfrutemos de la cena.

Amy sirvió la mesa y sonrió y rió y se alegró tanto que apenas pudo contenerse, pues la muchacha me tenía mucho afecto, y era tan insólito que alguien le hablase a su señora que la pobre casi estaba fuera de sí. En cuanto terminamos de cenar, Amy corrió al piso de arriba, se puso sus mejores galas y bajó vestida como una señora.

Pasamos el resto del día hablando de un millar de cosas, de lo que había sido y de lo que iba a ser, y al atardecer el casero se despidió con muchas muestras y expresiones de bondad, ternura y auténtico afecto, pero no pidió nada de lo que había sugerido Amy.

Al marcharse, me abrazó, insistió en la honestidad de sus intenciones, me dijo un montón de cosas amables, que ahora no recuerdo, y, después de besarme al menos veinte veces, me puso una guinea en la mano y afirmó que era para garantizar mi manutención de momento y que volveríamos a vernos. Antes de salir, le dio también media corona a Amy.

Cuando se marchó, le dije a Amy:

—Bueno, ¿te convences ahora de que es un amigo sincero y honrado y de que no ha insinuado nada de lo que tú imaginabas?

—Sí —respondió ella—, admito que no puedo estar más sorprendida. Es un amigo de los que no abundan.

—Estoy convencida —dije— de que es el amigo que tanto tiempo he esperado y que necesitaba más que a nadie en el mundo.

Y, en suma, me quedé tan abrumada por aquel consuelo que me senté y estuve un buen rato llorando de alegría, igual que antes había llorado de pena. Esa noche Amy y yo nos fuimos a dormir (pues Amy dormía conmigo) muy temprano, aunque estuvimos hablando casi toda la noche. La chica estaba tan extasiada que se levantó dos o tres veces en plena noche y bailó por el dormitorio en camisón. Estaba en suma medio loca de alegría, una prueba más del caluroso afecto que sentía por su señora y en el que ninguna otra criada la aventajaba.

No supimos nada de él en dos días, pero al tercero volvió y me dijo con la misma amabilidad que había encargado unas cuantas cosas para amueblar la casa, y que en particular iba a devolverme todo lo que me había embargado para cobrar la renta, lo que incluía las mejores piezas de mi antiguo mobiliario.

—Y ahora —dijo— os diré lo que se me ha ocurrido para que podáis procuraros el sustento, y es que, una vez amueblada la casa, alquiléis habitaciones a los nobles que vienen en verano a la ciudad. De ese modo podréis ganar un buen dinero, sobre todo teniendo en cuenta que no tendréis que pagarme alquiler en dos años, ni tampoco después, a menos que podáis permitíroslo.

Era mi primera oportunidad de vivir cómodamente, y debo admitir que me pareció muy factible, teniendo en cuenta que contábamos con una casa muy cómoda de tres plantas con seis habitaciones por piso. Mientras me explicaba su proyecto, llegó a la puerta un carro cargado de bártulos con un tapicero para repararlos. Eran sobre todo los muebles de dos habitaciones que se había llevado en concepto de alquiler: dos hermosos bargueños, varios espejos de cuerpo entero del salón y otras cosas valiosas.

Todo fue devuelto a su lugar y me dijo que me lo devolvía de buen grado en compensación por su crueldad anterior y, una vez colocados los muebles en la habitación, añadió que él mismo amueblaría otra sala y que, con mi permiso, se convertiría en uno de mis huéspedes.

Le respondí que no tenía por qué pedirme permiso y que tenía todo el derecho del mundo a ser bienvenido. Así la casa empezó a tener un aspecto limpio y habitable. También el jardín, después de quince días de trabajo, había dejado de parecer una jungla y me pidió que colgara un cartel de «Se alquilan habitaciones», y le reservara una para que él pudiera ir siempre que lo considerase conveniente.

Una vez colocados los muebles a su gusto, se marchó el tapicero y cenamos otra vez a sus expensas. Después de la cena me cogió de la mano y me dijo (pues se le había metido en la cabeza volver a verlo todo):

—Ahora, señora, debéis enseñarme vuestra casa.

—No, señor —respondí—, pero, si lo deseáis, os mostraré con gusto la vuestra.

Y así recorrimos todas las habitaciones y en la que estaba reservada para él encontramos a Amy ocupada en alguna tarea doméstica.

—Bueno, Amy —dijo—, mañana por la noche tengo intención de acostarme contigo.

—Esta noche, señor —dijo Amy con mucha inocencia—, vuestra habitación estará preparada.

—Vaya, Amy —dijo él—, me alegra que estés tan dispuesta.

—No —dijo Amy—, decía que vuestra habitación estará preparada esta noche. —Y salió de la habitación muy avergonzada, pues, por mucho que me hubiera dicho en privado, la chica carecía de malicia.

En cambio él no dijo nada. Cuando Amy se fue, estuvo paseando por la habitación y, mirándolo todo, me cogió de la mano, me besó y me dijo muchas cosas amables y afectuosas, sobre lo mucho que había hecho por mi bien y lo que haría para que volviera a ascender en sociedad. Me contó que todas mis aflicciones y el valor que había demostrado al soportarlas hasta aquel extremo le habían impresionado tanto que me valoraba infinitamente más que a cualquier otra mujer, que aunque sus compromisos le impedían casarse conmigo (se había separado de su mujer por razones que sería demasiado largo mezclar con mi historia), iba a ser todo lo que una mujer podía pedir de un marido, y volvió a besarme y me abrazó, aunque no me hizo ninguna proposición indecorosa, y dijo que esperaba que no le negase ningún favor que pudiera pedirme, pues había decidido no pedirme nada que no pudiese conceder una mujer de virtud y modestia probadas como yo era.

Confieso que el terrible apremio de mi antigua miseria, cuyo recuerdo seguía pesando mucho en mi imaginación, y la sorprendente bondad que el casero me había manifestado, unidos a la esperanza de lo que todavía podía hacer por mí, eran muy poderosos y apenas me dejaban fuerzas para negarle cualquier cosa que pidiera. No obstante, le respondí con mucha ternura que había hecho tanto por mí que esperaba no tener que negarle nada, aunque confiaba en que no aprovechase la ventaja de las infinitas obligaciones que había contraído con él para pedirme algo cuya concesión pudiera rebajarme más en su estimación de lo que él mismo desearía, que lo tenía por un hombre de honor y por ello sabía que no querría que hiciera nada que fuese indigno de una mujer honrada y bien educada.

Me dijo que había hecho todo aquello sin aludir siquiera al verdadero afecto que sentía por mí, que no tendría necesidad de concederle nada por falta de comida y que no abusaría de mi gratitud más de lo que habría abusado antes de mi necesidad, ni pediría nada dándome a entender que pondría fin a sus favores, o retiraría su amabilidad, si se lo negaba.