Pero la diversión de aquella noche y de otras noches posteriores acabaron con su recato para siempre, como se verá a su debido momento.

Las bromas y los juegos tienen a veces tales consecuencias que no se me ocurre nada de lo que una joven deba precaverse más. Aquella chica inocente había dicho tantas veces en broma que estaría dispuesta a acostarse con él si así lograba que fuese bueno conmigo, que por fin le dejó acostarse con ella de verdad. Y hasta tal punto había renunciado yo a mis principios que la animé a hacerlo delante de mis propios ojos.

Y digo justamente que había renunciado a mis principios, porque, como he dicho antes, me entregué a él no mediante engaños y por creerlo legítimo, sino abrumada por su amabilidad y aterrada por el miedo a la miseria si me abandonaba. De modo que pequé sabiendo que pecaba, con los ojos bien abiertos, la conciencia, por así decirlo, despierta, e incapaz de resistirme. Pero, una vez traicionado mi corazón y habiendo llegado a tales extremos como para actuar en contra de mi conciencia, pude cometer cualquier perversidad y mi conciencia calló sabiendo que no volvería a escucharla.

Pero volvamos a nuestra historia, después de consentir a su propuesta, no nos quedaba mucho por hacer. Me entregó los papeles y el contrato que aseguraba mi mantenimiento mientras estuviera con vida. Y su afecto era tal que, dos años después de nuestro matrimonio, tal como lo llamaba él, hizo testamento y me entregó mil libras más y todo el mobiliario de la casa, que era bastante valioso.

Amy nos ayudó a acostarnos, y mi nuevo amigo —me resisto a llamarlo marido— se mostró tan satisfecho con ella, por la fidelidad y bondad que me había demostrado, que le pagó todos los atrasos que yo le adeudaba y le entregó cinco guineas más. Si la cosa se hubiera quedado ahí, no tendría más remedio que reconocer que Amy se había ganado aquel dinero, pues nunca se vio una doncella tan fiel a su señora en circunstancias tan terribles como las que yo pasé. Y lo que siguió no fue tanto culpa suya como mía, pues la empujé al principio y la animé al final, lo que no es sino otra prueba de lo endurecida que me había vuelto ante el crimen, debido a la convicción, que me embargó desde el primer momento, de que era una prostituta y no una esposa, puesto que mis labios no podían llamarlo marido, ni siquiera decir «mi marido» cuando hablaba de él. Con esa única excepción llevamos la vida más agradable que pueda imaginarse, era el hombre más tierno y caballeroso al que se haya entregado nunca una mujer y nada interrumpió nuestro afecto mutuo hasta el último día de su vida. Pero debo intercalar aquí la historia de la desgracia de Amy.

Una mañana Amy me estaba vistiendo, pues ahora tenía dos criadas y Amy se había convertido en mi doncella.

—Señora, ¿todavía no os habéis quedado encinta?

—No, Amy, al menos no he notado ningún síntoma.

—Dios mío, señora —dijo Amy—, ¿se puede saber qué habéis estado haciendo? Lleváis casada ya un año y medio, os aseguro que a mí el señor me habría dejado encinta dos veces en ese mismo tiempo.

—Es muy posible, Amy —respondí—, ¿no quieres intentarlo?

—No —dijo Amy—, vos no lo consentiríais. Ya os dije que lo habría hecho de todo corazón, pero ahora que os pertenece no podría.

—¡Oh! —repliqué—, cuentas con mi consentimiento, a mí no me importa lo más mínimo. Es más, si tanto lo deseas, te meteré en su cama un día de éstos.

—No, señora —dijo Amy—, ahora os pertenece.

—¡Serás tonta! ¿No te acabo de decir que te meteré yo misma en su cama?

—Bueno, en ese caso la cosa es diferente, pero creo que tardaría mucho en levantarme.

—Correré el riesgo —repuse.

Esa noche, después de la cena y antes de levantarnos de la mesa, le dije en presencia de Amy:

—Oíd, señor… ¿Sabíais que Amy va a compartir vuestro lecho con vos esta noche?

—No, no lo sabía —respondió él—. ¿Es eso cierto, Amy?

—No, señor —dijo ella.

—Vamos, tonta, no digas que no. ¿Acaso no te he prometido meterte en su cama?

Pero la chica volvió a negarse y yo no insistí más.

Por la noche, cuando nos fuimos a acostar, Amy entró a la habitación para desvestirme, y su amo se metió en la cama primero. Luego le conté lo que me había dicho Amy de que no entendía cómo era que no estaba embarazada y que ella se habría quedado encinta dos veces en ese tiempo.

—Sí, Amy, yo también lo creo. Ven aquí y lo comprobaremos.

Pero Amy no se movió.

—Vamos, sinvergüenza, dijiste que, si te metía en su cama, lo harías de todo corazón.

Y la senté, le quité las medias y los zapatos y toda la ropa, prenda a prenda, y la llevé a la cama con él.

—Veamos qué podéis hacer con ella.

Ella retrocedió un poco y trató de impedir que le quitara la ropa, pero hacía calor y no llevaba demasiadas prendas ni corsé. Por fin, cuando vio que hablaba en serio, dejó que hiciera lo que quisiese, así que la desnudé, abrí la cama y la empujé dentro.

No es necesario decir más. Con eso basta para convencer a cualquiera de que no lo consideraba mi marido, y de que había dejado de lado cualquier principio o recato y me las había arreglado para acallar mi conciencia.

Debo decir que Amy se arrepintió y trató de salir de la cama, pero él le dijo:

—Vamos, Amy, ya ves que es tu señora quien te ha metido en mi lecho, cúlpala a ella.

Y la sujetó con fuerza, y, como la muy descarada estaba desnuda con él en la cama, fue tarde para arrepentimientos, así que se quedó inmóvil y dejó que él hiciese lo que quisiera con ella.

Si me hubiese tenido a mí misma por una esposa, es inimaginable que hubiese permitido que mi marido se acostara con mi doncella, y mucho menos delante de mis propios ojos, pues me quedé allí todo el rato, pero como me tenía por una prostituta, sólo puedo decir que quise que mi doncella también lo fuera y no pudiera reprochármelo a mí.

No obstante, Amy estaba menos pervertida que yo y a la mañana siguiente amaneció deshecha y se pasó el día llorando y gimiendo con vehemencia, diciendo que estaba arruinada y acabada, y no hubo manera de tranquilizarla: ¡era una prostituta, una furcia, y estaba acabada! ¡Acabada!

Yo hice lo que pude por consolarla.

—¡Una prostituta! —le dije—. Bueno, y ¿acaso no lo soy yo tanto como tú?

—No, no —replicó Amy—, vos no lo sois, porque estáis casada.

—No lo estoy —respondí—, ni tampoco pretendo estarlo. Él podría casarse contigo mañana mismo si quisiera, pues ni estoy casada ni podría hacer nada para impedirlo.

En fin, el caso es que no logré tranquilizarla y se pasó dos o tres días llorando y lamentándose, aunque poco a poco se fue recuperando.

Sin embargo, las cosas cambiaron mucho entre Amy y su amo, pues, aunque ella siguió teniendo el mismo temperamento que siempre, él empezó a odiarla con toda su alma y creo que incluso habría estado dispuesto a matarla, y de hecho me lo dijo, ya que creía haber cometido una mala acción, mientras que con respecto a nosotros dos tenía la conciencia tranquila, porque le parecía totalmente legítimo y me consideraba tanto su esposa como si lleváramos casados desde jóvenes. Incluso admitía que, en cierto sentido, tenía dos mujeres: una, que era la esposa a quien quería, y otra a la que aborrecía.

A mí me preocupó mucho la aversión que le había cogido a mi doncella y recurrí a todas mis artes para hacerle cambiar de opinión, pues, aunque era cierto que había pervertido a la joven, yo sabía que la principal responsable era yo, y como era muy buena persona acabé por conseguir que se portara mejor con ella y, dado que me había convertido en el agente del diablo para lograr que los demás se volvieran tan malvados como yo, lo animé a acostarse con ella otras veces, hasta que acabó por ocurrir lo que había predicho la pobre chica y quedó encinta.

Ella se preocupó terriblemente y él también.

—Vamos, amigo mío —le dije—, cuando Raquel metió a su doncella en el lecho de Jacob, se hizo cargo de los niños. No os preocupéis, diremos que el hijo es mío. ¿Acaso no fue a mí a quien se le ocurrió la locura de meterla en vuestra cama? La culpa es más mía que vuestra.

Llamé a Amy y traté de consolarla a ella también y le expliqué que tenía intención de ocuparme tanto del niño como de ella y le expuse el mismo argumento:

—Amy, la culpa es toda mía. ¿Acaso no fui yo quien te desnudó y te metió en la cama con él?

Y así, yo, que había sido la causa de su depravación, les consolé a ambos cuando les embargaban los remordimientos y les animé a seguir adelante mas que a arrepentirse.

Cuando Amy empezó a engordar, fue a un lugar que yo había dispuesto para ella, y los vecinos tan sólo supieron que nos habíamos separado. Tuvo una niña preciosa y, cuando estuvo criada, volvió al cabo de medio año para vivir con su antigua señora, pero ni mi caballero ni Amy quisieron volver a repetir la broma, pues, como dijo él mismo, aquella descarada podía llenarnos la casa de hijos.

Después de esto vivimos tan felices y contentos como cabe esperar, teniendo en cuenta nuestras circunstancias, el matrimonio fingido y todo lo demás. Mi caballero no se preocupaba por eso lo más mínimo, pero por muy endurecida que yo estuviera, y creo que llegué a estarlo tanto como pueda concebirse, no podía evitar que hubiese momentos en los que me acometían involuntariamente siniestras reflexiones que me hacían suspirar en mitad de mi canto, y ocasiones en que cierta pesadez de corazón se mezclaba con mi alegría y me llenaba los ojos de lágrimas. Y, dígase lo que se quiera, me parece imposible que sea de otro modo: no puede haber placer en una vida que radique en una maldad evidente. Tarde o temprano, aparecerá la conciencia para recordarnos nuestra perversidad, hagamos lo que hagamos por evitarlo.

Pero no es mi misión predicar sino relatar, y, por mucho que me entristecieran tales reflexiones, yo hacía lo posible para ocultárselas a él y por reprimirlas y acallarlas en mí, por lo que en apariencia vivíamos tan alegres y felices como cualquier pareja. Después de pasar así con él mas de dos años, yo también quedé encinta.