Los galos rugieron, y su furor, que se comunicaba a los demás, parecía que iba a apoderarse de los legionarios. Giscón se encogió de hombros al ver su furia. Pensó que su valor personal sería inútil contra aquellos brutos exasperados, y que sería preferible vengarse de ellos más tarde por medio de la astucia; dio, pues, una orden a sus soldados y se alejó lentamente. Al llegar al umbral de la puerta, volviéndose hacia los mercenarios, les gritó que se arrepentirían de su acción.

Continuó el festín. Pero Giscón podía volver y, cercando el arrabal, que lindaba con las últimas murallas[ix], aplastarlos despiadadamente. Entonces se sintieron solos, a pesar de su número, y la gran ciudad que dormía a sus pies, en la sombra, les dio miedo, de pronto, con sus amontonamientos de graderías, sus altas casas negras y sus arcanos dioses, más implacables aún que su pueblo. A lo lejos, algunos fanales brillaban en el puerto y había luces en el templo de Kamón[x]. Se acordaron de Amílcar. ¿Dónde estaba? ¿Por qué los había abandonado al firmarse la paz? Sus disensiones con el consejo no eran sino una estratagema para perderlos. Su odio insaciable cayó sobre él; lo maldecían y se exasperaban unos contra otros enardecidos por su propia cólera. En aquel momento algunos se aglomeraron bajo los plátanos; era para ver a un negro que se retorcía por el suelo preso de una convulsión, con las pupilas inmóviles, el cuello torcido y echando espuma por la boca. Alguien gritó que estaba envenenado. Todos creyeron estar envenenados a su vez. Cayeron sobre los esclavos; se elevó un clamoreo espantoso y un vértigo de destrucción se apoderó del ejército ebrio. Daban golpes al azar, a diestro y siniestro, destruían y mataban; unos lanzaron antorchas encendidas en la enramada; otros, apoyándose en la balaustrada de los leones, los mataban a flechazos, y los más atrevidos corrieron al patio de los elefantes para cortarles la trompa y comer la médula de los colmillos.

Entre tanto, los honderos baleares, que para entregarse al pillaje más tranquilamente habían dado la vuelta por la esquina del palacio, se vieron detenidos por una alta barrera de bambúes de la India. Cortaron con sus puñales las correas del cerrojo y se encontraron en la fachada que miraba a Cartago, en otro jardín lleno de plantíos artísticamente recortados. Líneas de flores blancas, una tras otra, describían en la tierra azulada largas parábolas, como regueros de estrellas. Los matorrales, envueltos en tinieblas, exhalaban olores cálidos y suaves. Había troncos de árboles embadurnados con cinabrio, que parecían columnas sangrantes. En el centro, doce pedestales de cobre sustentaban grandes bolas de vidrio; rojizas luces fulguraban vagamente en aquellos globos huecos, como enormes pupilas palpitantes. Los soldados se alumbraban con antorchas, tropezando a cada paso en los declives del terreno, profundamente cultivado.

De pronto, divisaron un pequeño lago, dividido en varios estanques por paredes de piedras azules. El agua era tan límpida que la luz de las antorchas penetraba hasta el fondo, formado por un lecho de guijarros blancos y polvo de oro. Burbujeó el agua, se deslizaron unas lentejuelas luminosas, y grandes peces, que llevaban pedrerías en la boca, aparecieron en la superficie.

Los soldados, riendo a carcajadas, los cogieron por las agallas y se los llevaron a las mesas.

Eran los peces de la familia Barca. Todos ellos descendían de las primeras lotas que habían puesto el místico huevo en el que se ocultaba la diosa. La idea de cometer un sacrilegio excitó la glotonería de los mercenarios; pusieron inmediatamente al fuego unas vasijas de bronce y se divirtieron viendo cómo los hermosos peces se retorcían en el agua hirviendo.

La marejada de la soldadesca se encrespaba. Ya habían perdido el miedo, y comenzaron a beber. Los perfumes que bañaban sus frentes les caían humedeciendo con gruesas gotas sus túnicas hechas jirones, y acodados sobre las mesas, que parecían oscilar como navíos, paseaban alrededor sus ojos de borracho para devorar con la vista lo que no estaba al alcance de su mano Había quienes, andando entre los platos por encima de los manteles de púrpura, rompían a puntapiés los escabeles de marfil y los frascos tirios de cristal. Las canciones se mezclaban con el estertor de los esclavos agonizantes entre las copas rotas. Pedían vino, carne, oro. Querían mujeres.