Los bárbaros ni se preocupaban de ellos; sólo atendían a la virgen que cantaba.

Nadie la contemplaba con tanta avidez como un joven jefe númida, que estaba en la mesa de los capitanes, entre los soldados de su país. Su cinturón estaba tan erizado de dardos que ahuecaban su holgado manto, anudado en las sienes por un lazo de cuero. La tela flotaba sobre sus hombros, ensombrecía su rostro, del que sólo se percibían las llamas de sus dos ojos fijos.

Se encontraba en el festín por casualidad. Por orden de su padre vivía con los Barcas, según la costumbre de los reyes que enviaban a sus hijos a las casas de las familias importantes para preparar alianzas; pero hacía seis meses que Narr-Havas se alojaba allí y aún no había visto a Salambó. Sentado en cuclillas y con la barba tocando las astas de sus jabalinas, la contemplaba dilatando las ventanas de la nariz como un leopardo agazapado entre los bambúes.

Al otro lado de las mesas se hallaba un libio de estatura colosal y de cabellos negros, cortos y rizados. Vestía únicamente un sayo militar, cuyas láminas de bronce desgarraban la púrpura del lecho. Un collar con una luna de plata se enredaba entre el vello de su pecho. Salpicaduras de sangre manchaban su rostro y, apoyado en el codo izquierdo, con la boca muy abierta, sonreía.

Salambó no cantaba ya conforme al ritmo sagrado. Empleaba simultáneamente todos los idiomas de los bárbaros, ardid femenino con el que esperaba calmar su cólera. A los griegos les hablaba en griego; luego se dirigía a los ligures, a los campanios, a los negros, y todos, al escucharla, hallaban en su voz la dulce remembranza de su patria. Embargada por los recuerdos de Cartago, cantaba ahora las antiguas batallas contra Roma, y ellos aplaudían. Se enardecía al brillo de las espadas desnudas y gritaba con los brazos abiertos. Cayó su lira al suelo y enmudeció; y, oprimiendo su corazón con ambas manos, permaneció unos momentos con los párpados cerrados, saboreando el entusiasmo de aquellos hombres.

El libio Matho se inclinaba hacia ella. Involuntariamente, la joven se acercó a él, e impulsada por el reconocimiento de su orgullo, escanció en una copa de oro un buen chorro de vino para reconciliarse con el ejército.

—¡Bebe! —le dijo Salambó.

Cogió Matho la copa, y ya se disponía a llevársela a los labios, cuando un galo, el mismo a quien Giscón había herido, le dio una palmada en el hombro, bromeando con aire jovial en la lengua de su país. Spendius, que estaba cerca, se ofreció a traducir sus palabras.

—¡Habla! —le dijo Matho.

—Los dioses te protegen. Vas a ser rico. ¿Cuándo son las bodas?

—¿Qué bodas?

—¡Las tuyas! —replicó el galo—. Entre nosotros, cuando una mujer da de beber a un soldado, es que le ofrece su lecho.

No había acabado de decir esto cuando Narr-Havas, levantándose de un salto, sacó un dardo de su cintura y, apoyándose con el pie derecho en el borde de la mesa, lo lanzó contra Matho.

El dardo silbó entre las copas y, atravesando el brazo del libio, lo clavó en el mantel de la mesa con tal fuerza, que la empuñadura temblaba en el aire.

Matho se lo arrancó rápidamente; pero no tenía armas, estaba desnudo; al fin, levantando con ambos brazos la mesa cargada, la arrojó contra Narr-Havas en medio de la turba que se apresuraba a separarlos. Los soldados y los númidas se apiñaban de tal modo, que no podían sacar sus machetes. Matho se abría paso embistiendo a topetazos con la cabeza. Cuando la levantó, Narr-Havas había desaparecido. Lo buscó con la mirada. Salambó también había desaparecido.

Volviendo entonces la vista hacia el palacio, advirtió que en lo alto se cerraba la puerta roja de la cruz negra. Y se abalanzó hacia ella.

Se le vio correr entre las proas de las galeras, reaparecer luego a lo largo de las tres escaleras hasta llegar a la puerta roja, contra la que se abalanzó. Jadeante, se apoyó en la pared para no caer.

Un hombre lo había seguido y, a través de las tinieblas, pues los resplandores quedaban ocultos por el ángulo del palacio, reconoció a Spendius.

—¡Vete! —le dijo.

El esclavo, sin responder, desgarró con los dientes su túnica; luego, arrodillándose junto a Matho, le cogió delicadamente el brazo, palpándolo en la oscuridad para dar con la herida.

A la luz de un rayo de luna que rompió entre las nubes, Spendius vio en medio del brazo una llaga profunda. Lo vendó con el trozo de tela; pero el otro, irritado, decía:

—¡Déjame! ¡Déjame!

—¡Oh, no! —respondió el esclavo—. Tú me has librado de la ergástula. ¡Te pertenezco! ¡Eres mi amo! ¡Mándame!

Matho, arrimado a las paredes, dio la vuelta a la terraza. Aguzaba el oído a cada paso y, por entre los intersticios de las cañas doradas, hundía sus miradas en los aposentos silenciosos. Por fin, se detuvo con aire desesperado.

—¡Escúchame! —le dijo el esclavo—.