Si toda la especie humana no tuviera más que una opinión, y solamente una persona, tuviera la opinión contraria, no sería más justo el imponer silencio a esta sola persona, que si esta sola persona tratara de imponérselo a toda la humanidad, suponiendo que esto fuera posible. Si cualquiera tuviese una opinión sobre cualquier asunto, y esta opinión no tuviera valor más que para dicha persona, si el oponerse a su libre pensamiento no fuera más que un daño personal, habría alguna diferencia en que el daño fuera infligido a pocas personas o a muchas. Pero lo que hay de particularmente malo en imponer silencio a la expresión de opiniones estriba en que supone un robo a la especie humana, a la posteridad y a la generación presente, a los que se apartan de esta opinión y a los que la sustentan, y quizá más. Si esta opinión es justa se les priva de la oportunidad de dejar el error por la verdad; si es falsa, pierden lo que es un beneficio no menos grande: una percepción más clara y una impresión más viva de la verdad, producida por su choque con el error. Es necesario considerar separadamente estas hipótesis, a cada una de las cuales corresponde una zona distinta del argumento. Jamás podremos estar seguros de que la opinión que intentamos ahogar sea falsa, y estándolo, el ahogarla no dejaría de ser un mal.
En primer lugar, la opinión que se intenta suprimir por la autoridad puede muy bien ser verdadera; los que desean suprimirla niegan, naturalmente, lo que hay de verdad en ella, pero no son infalibles. No tienen ninguna autoridad para decidir la cuestión por todo el género humano, e impedir a otros el derecho de juzgar. No dejar conocer una opinión, porque se está seguro de su falsedad, es como afirmar que la propia certeza es la certeza absoluta. Siempre que se ahoga una discusión se afirma, por lo mismo, la propia infalibilidad: la condenación de este procedimiento puede reposar sobre este argumento común, no el peor por ser común.
Desgraciadamente para el buen sentido de los hombres, el hecho de su falibilidad está lejos de tener en los juicios prácticos la importancia que se le concede en teoría. En efecto, mientras cada cual sabe muy bien que es falible, solamente un pequeño número de individuos juzgan necesario tomar precauciones contra la propia falibilidad, o bien admitir la hipótesis de que una opinión de la cual se sienten seguros puede ser uno de los casos de error a que se reconocen sujetos.
Los príncipes absolutos, u otras personas acostumbradas a una deferencia ilimitada, se resienten generalmente de este exceso de confianza en sus propias opiniones sobre cualquier asunto. También aquellos que, en mejor situación, oyen discutir alguna vez sus opiniones, y que no están del todo acostumbrados a que sus puntos de vista sean respetados cuando se equivocan, conceden la misma confianza sin límites a aquellas opiniones suyas que cuentan con la simpatía de los que les rodean, o de aquellos para quienes tienen una deferencia habitual; pues, en proporción a su falta de confianza en su juicio solitario, el hombre concede una fe implícita a la infalibilidad del mundo en general. Y "todo el mundo" es para cada individuo la porción de mundo con la que él está en contacto: su partido, su secta, su iglesia, su clase de sociedad; y, de modo relativo, se puede decir que un hombre tiene amplitud de miras, cuando "el mundo" significa para él su país o su siglo. La fe del hombre en esta autoridad colectiva, no queda en nada disminuida porque sepa que otros siglos, otros países, otras sectas, otras iglesias, otros partidos, hayan pensado y piensen exactamente lo contrario. Da la razón a su propio mundo contra los mundos disidentes de otros hombres, y no le inquieta jamás la idea de que el puro azar ha decidido cuál de esos mundos numerosos sea el objeto de su confianza, y que las mismas causas que han hecho de él un cristiano en Londres, le hubieran hecho un budista o un confucionista en Pekín. Sin embargo, la cuestión es tan evidente en sí misma que se podrían probar todos los argumentos posibles. Los siglos no son más infalibles que los individuos, habiendo profesado cada siglo numerosas opiniones que los siglos siguientes han estimado no solamente falsas, sino absurdas; y es igualmente cierto que muchas opiniones actuales serán desechadas por los siglos futuros. La objeción que se haga a este argumento, podría quizá tomar la forma siguiente. No hay mayor pretensión de infalibilidad en el obstáculo que se pone a la propagación del error, que en cualquier otro acto de la autoridad, realizado bajo su juicio y responsabilidad. La facultad de poder enjuiciar las cosas ha sido concedida a la humanidad para que la utilice; ¿acaso se puede decir a los hombres, en vista de un posible mal uso, que no se sirvan de ella? Al prohibir lo que creen perjudicial, no pretenden estar exentos de error, no hacen más que cumplir con el deber obligatorio para ellos (aunque sean falibles) de obrar de acuerdo con su convicción consciente. Si no obráramos según nuestras opiniones, porque ellas pueden ser equivocadas, descuidaríamos nuestros intereses, dejaríamos de cumplir nuestros deberes. Una objeción aplicable a la conducta humana en general no puede ser una objeción sólida a cualquier conducta particular. El deber de los gobiernos y de los individuos es el de formar aquellos modos de pensar que más se ajusten a la verdad, construirlos cuidadosamente, y no imponerlos jamás al resto de la comunidad sin estar completamente seguros de tener razón para ello. Pero cuando se está seguro de ello (así hablan nuestros adversarios) ya no sería conciencia, sino haraganería, el no obrar de acuerdo con aquello de lo que se está seguro, dejando que se propaguen libremente doctrinas que se juzgan peligrosas para la humanidad, en este mundo, o en el otro; y todo esto porque otros pueblos, en tiempos menos civilizados, han perseguido modos de pensar que hoy se tienen por verdaderos. Y se nos dirá que tengamos cuidado de no caer en el mismo error.
Pero los gobiernos y las naciones han cometido errores en asuntos que se consideran adecuados para la intervención de la autoridad pública: han creado impuestos injustos, han hecho guerras sangrientas. ¿Deberíamos, quizá, no crear ningún impuesto, y no hacer guerras en el futuro, pese a ser provocados a ellas? Los hombres y los gobiernos deben obrar lo mejor que puedan. No existe una certeza absoluta sobre cuál sea el mejor modo de obrar, pero contamos con la suficiente seguridad para los fines de la vida humana. Podemos y debemos afirmar que nuestras opiniones son verdaderas en cuanto a la dirección que haya de tomar nuestra conducta, y nos abstendremos de hacer ninguna otra afirmación para no pervertir a la sociedad con la propagación de ideas que nos parecen falsas y perniciosas.
Yo respondo que esto supone mucho más. Existe una gran diferencia entre presumir que una opinión es verdadera, porque a pesar de todas las tentativas hechas para refutarla no se consiguió, y afirmar la verdad de ella a fin de no permitir que se la refute. La libertad completa de contradecir y desaprobar nuestra opinión es la única condición que nos permite admitir lo que tenga de verdad en relación a fines prácticos; y un ser humano no conseguirá de ningún otro modo la seguridad racional de estar en lo cierto. Cuando consideramos la historia de las ideas, o bien la conducta ordinaria de la vida humana, ¿a qué atribuiremos que una y otra no sean peores de lo que son? No será ciertamente a la fuerza inherente a la inteligencia humana, pues sólo una persona entre ciento podrá juzgar cualquier asunto que no sea evidente por sí mismo. Y aun la capacidad de juicio de esta persona no será más que relativa; ya que la mayoría de los hombres eminentes de cada generación pasada han sostenido multitud de opiniones que hoy se consideran falsas, o han hecho o probado otras muchas que nadie justificaría hoy.
¿Cómo, entonces, existe en la especie humana una preponderancia de opiniones racionales y de conducta racional? Si esta preponderancia existe realmente (lo que parece ser cierto, a menos que las cosas humanas no se hallen ahora o se hayan hallado siempre en un estado casi desesperado), ello es debido a una cualidad del espíritu humano (fuente de todo lo que hay de respetable en el hombre, bien como ser intelectual, bien como ser moral) que le hace conocer que sus errores son corregibles.
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