Y agregó sin siquiera mirar al joven: "Buenas noches, señor", con aspecto enfurruñado y una voz tan violentamente descortés, que dejó estupefactos a todos.
Quizás, como el señor de Charlus sabía que la señora de Gallardon tenía dudas acerca de sus costumbres y no pudo resistir en una oportunidad al placer de una alusión, le interesaba cortar de raíz todo lo que ella hubiera supuesto acerca de una amable acogida a su sobrino, al mismo tiempo que profesaba una sonora indiferencia en cuanto a los jóvenes; quizás no había supuesto que dicho Adalberto contestara las palabras de su tía con expresión lo bastante respetuosa; quizás, deseando entrar más tarde en la lid con tan agradable primo, quisiera darse las ventajas de una agresión previa, como los soberanos que antes de entablar una acción diplomática la apoyan con una acción militar.
No era tan difícil como lo creía que el señor de Charlus accediese a mi solicitud de presentación. Por una parte, en el curso de esos últimos veinte años, ese Don Quijote combatió contra tantos molinos de viento (a menudo parientes que pretendía se habían portado mal con él), prohibió con tanta frecuencia "como alguien imposible de recibir" que invitaran a los de tal o cual de los Guermantes, que éstos empezaban a temer disgustarse con todas las personas que querían y privarse hasta su muerte del trato de, algunos recién llegados que deseaban conocer, si se solidarizaban con los rencores detonantes e inexplicables de un cuñado o un primo que deseaba que por él abandonase uno mujer, hermano e hijos. Más inteligente que los restantes Guermantes, el señor de Charlus advertía que ya no se consideraban sus exclusiones sino una de cada dos veces, y anticipándose al porvenir, temiendo que llegase el día en que fuese de él de quien llegaran a privarse, comenzó a hacer la parte del fuego, y rebajar sus precios, como se dice. Además, si tenía la facultad de dar durante meses y años una vida idéntica a un ser odiado y no toleraba que se le dirigiera una invitación y pelearía antes como un changador Con una reina, ya que no tomaba en cuenta la calidad de lo que le presentaba obstáculos; en cambio, tenía demasiado frecuentes explosiones de ira para que no fuesen bastante fragmentarias. "¡Imbécil, malvado, pícaro! Vamos a colocarlo en su lugar, barrerlo hasta la cloaca donde desgraciadamente no será inofensivo para la salud de la ciudad", aullaba aun solo en su casa, leyendo una carta que consideraba irreverente o recordando un concepto que se le había hecho conocer. Pero una nueva cólera contra un segundo imbécil disipaba la otra, y a poco que el primero se mostrase cortés, olvidaba la crisis ocasionada por él, ya que no había durado lo bastante para tener dónde asentar un fondo de odio. Por lo tanto, quizás yo hubiese logrado éxito con él a pesar de su mal humor en mi contra cuando le pedí que me presentara al príncipe, de no habérseme ocurrido la desgraciada idea de agregar por escrúpulos y para que no pudiese suponerme la falta de delicadeza de haber entrado accidentalmente con él para quedarme: "Usted sabe que los conozco muy bien; la princesa ha sido muy amable conmigo". "Y bien, si los conoce, ¿para qué necesita que lo presente?", me contestó con tono tajante; y dándome la espalda, volvió a su fingida partida con el nuncio, el embajador de Alemania y un personaje que yo no conocía.
Entonces desde el fondo de esos jardines, en donde antaño el duque de Aiguillon criaba animales raros, llegó hasta mí, a través de las puertas abiertas de par en par, el rumor de un resoplido que parecía aspirar tantas elegancias y no quería perder nada de ellas. El ruido se acercó y me dirigí al azar en su dirección, tanto que las buenas noches fueron susurradas en mis oídos por el señor de Bréauté, no como el sonido herrumbroso y mellado de un cuchillo que se asienta para afilarlo, todavía menos como el grito del jabato, devastador de tierras cultivadas, sino como la voz de un posible salvador. Menos poderoso que la señora de Souvré, pero menos fundamentalmente atacado que ella de inservicialidad, mucho más a sus anchas con el príncipe que la señora de Arpajon, haciéndose quizás ilusiones sobre mi situación en el medio de los Guermantes o conociéndola quizás mejor que yo mismo, tuve, sin embargo, durante los primeros segundos, alguna dificultad en captar su atención, porque con las aletas estremecidas de su nariz y las narices dilatadas, hacía frente a todos lados, asestando curiosamente su monóculo, como si se hallara en presencia de quinientas obras de arte. Pero al oír mí solicitud, la acogió con satisfacción, me condujo hacia el príncipe y me presentó a él, con expresión golosa, ceremoniosa y vulgar, como si le hubiera alcanzado – recomendándoselas un plato de masas. Así como la acogida del duque de Guermantes era, amable cuando lo quería, llena de camaradería, cordial y familiar, así me pareció la del príncipe, acompasada, solemne y altanera. Me sonrió apenas y me llamó gravemente "Señor". Había oído decir a menudo que el duque se burlaba del énfasis de su primo.
Pero a sus primeras palabras, que por la frialdad y la seriedad contrastaban por entero con el lenguaje de Basin, comprendí en seguida que el hombre fundamentalmente desdeñoso era el duque, que desde la primera visita le hablaba a uno de "par a compañero" y que, entre ambos primos, el verdaderamente sencillo era el príncipe. Encontré en su reserva un sentimiento más grande, no diré de igualdad, porque no se concebiría, para él al menos, la consideración que puede concedérsele a un inferior, como sucede en todos los medios fuertemente jerarquizados, en los Tribunales, por ejemplo; en una Facultad, donde un procurador general o un "decano" conscientes de su alto cargo ocultan más sencillez efectiva y cuanto más se los conoce más bondad, verdadera sencillez y cordialidad en su altanería tradicional que algunos más modernos en la afectación trivial de la ligera camaradería. "¿Piensa usted seguir la carrera de su señor padre?", me dijo con expresión distante pero atenta. Contesté lacónicamente a su pregunta, comprendiendo que no me la había planteado sino por buena voluntad, y me alejé para dejar que recibiera a los recién llegados.
Lo vi a Swann y quise hablarle, pero en ese momento advertí que el príncipe de Guermantes, en lugar de recibir ahí mismo los saludos del marido de Odette, lo había arrastrado enseguida al fondo del jardín con la potencia de una bomba aspirante y según ciertas personas, "para ponerlo en la calle".
Distraído de tal modo en sociedad que sólo supe al cabo de dos días y por los diarios que una orquesta checa había tocado toda la noche y que minuto a minuto se habían sucedidos los fuegos de bengala, encontré alguna facultad de atención pensando ir a ver el célebre surtidor de Hubert Robert.
En un claro formado por bellos árboles de los que algunos eran tan antiguos como él, plantado aparte, se lo veía de lejos, esbelto, inmóvil, endurecido, sin dejar que la brisa agitara otra cosa que el más leve sobrante de su penacho pálido y estremecido. El siglo XVIII había depurado la elegancia de sus líneas; pero, al fijar el estilo de su chorro, parecía haber detenido su vida; a esa distancia se tenía una sensación de arte antes que una sensación de agua. La misma nube húmeda que se amontonaba perpetuamente en su cima conservaba un carácter de época, como los que se reúnen en el cielo alrededor de los palacios de Versalles. Pero al acercarse advertía uno que a tiempo que respetaban, como las piedras de un palacio antiguo, el dibujo trazado previamente, eran aguas siempre renovadas las que al abalanzarse y al querer obedecer las antiguas órdenes del arquitecto, no las cumplían con exactitud, sino que parecían violarlas, y sólo sus mil brincos podían dar a la distancia la impresión de un solo impulso. Éste, en realidad, se interrumpía tantas veces cuantas se desparramaba la caída, aun cuando de lejos me había parecido inflexible y denso, con una continuidad sin lagunas. Un poco más cerca, se veía que esa continuidad, en apariencia completamente lineal, se aseguraba, en todos los puntos de la ascensión del chorro y en todas partes donde pudiera haberse quebrado, por la entrada en línea, con la continuación lateral de un chorro paralelo que subía más alto que el primero y relevado él mismo, a una altura mayor, pero ya fatigosa para él, por un tercero. De cerca, caían sin fuerza gotas de la columna de agua, cruzando al paso a sus hermanas que ascendían y a veces, desgarradas y atrapadas en un remolino del aire turbado por ese surgir sin tregua, flotaban antes de naufragar en el estanque.
Contrariándose por sus vacilaciones, con su trayecto inverso y esfumando con su blando vapor la rectitud y la tensión de ese tallo, que soportaba una nube oblonga formada por mil gotitas, pero aparentemente pintada de un color pardo dorado e inmutable que subía, intangible, inmóvil, impulsado y rápido, para sumarse a las nubes del cielo.
Desgraciadamente, bastaba un golpe de viento para tirarlo oblicuamente al suelo; a veces hasta u simple, chorro desobediente divergía y mojara hasta los tuétanos de no conservarse a una respetuosa distancia a la muchedumbre imprudente y contemplativa.
Uno de esos pequeños accidentes que no se producían más que cuando se levantaba brisa, fue bastante desagradable. Habían hecho creer a la señora de Arpajon que el duque de Guermantes que en realidad no había llegado todavía estaba con la señora de Surgis en las galerías de mármol rosado a las que se tenía acceso por la doble columnata cavada en el interior y que se levantaba desde el brocal del estanque. En momentos en que la señora de Arpajon se dirigía a una de las columnas, un fuerte golpe de brisa cálida torció el chorro de agua e inundó tan completamente a la hermosa señora que, chorreando agua desde el escote hasta el interior de su vestido, la empapó como si la hubieran sumergido en un baño. Entonces, no lejos de ella, un gruñir escandido retumbó lo bastante fuerte como para hacerse oír por un ejército entero y, sin embargo, prolongado por períodos, como si se dirigiese no al conjunto, sino sucesivamente a cada parte de las tropas; era el gran duque Vladimiro, que se reía con toda el alma al ver la ducha de la señora de Arpajon, uno de las cosas más alegres, gustaba decir luego, a las que asistiera en toda su vida. Como algunas personas caritativas hiciesen notar al moscovita que una palabra suya de condolencia sería quizás merecida y le daría un gusto a esa mujer que a pesar de sus cuarenta años bien cumplidos, y esponjándose con su echarpe, sin pedirle ayuda a nadie, se sacudía el agua que salpicaba maliciosamente el brocal de la fuente de taza, el gran duque, que tenía buen corazón, creyó que debía obedecer, y apenas apaciguados los últimos redobles militares de la risa, se oyó un nuevo tronar, más violento aún que el otro. "¡Bravo, vieja!", exclamó aplaudiendo como en un teatro. A la señora de Arpajon no le agradó que se alabara su destreza a expensas de su juventud. Y como alguien le decía, ensordecido por el ruido del agua que dominaba, sin embargo, el trueno de monseñor: "Creo que Su Alteza Imperial le ha dicho algo", "No contestó, era a la señora de Souvré".
1 comment