Como madre también poseía una gran capacidad para el cariño y para el dolor.

Pero no dejaba de ser un mono, una fiera formidable, enorme y salvaje, perteneciente a la familia de ciento ocho gorilas, pero con un nivel de inteligencia superior a la media de la especie; contar además con la fortaleza física de dicha especie convertía a los miembros de la tribu de Kerchak en los más terribles de aquellos antropoides predecesores del hombre. Cuando la tribu observó que la furia de Kerchak había cesado, procedieron a descender poco a poco de sus retiros arbóreos y a reanudar las diversas ocupaciones que habían interrumpido. Los jóvenes empezaron a zangolotear y juguetear entre los árboles y matorrales. Algunos adultos se tumbaron sobre la mullida capa de vegetación seca o a medio pudrir que tapizaba el suelo, mientras otros removían las ramas caídas o los montoncitos de tierra, a la búsqueda de insectos o pequeños reptiles, que solían formar parte de su dieta alimenticia.

Y aún había otros que se dedicaban a buscar en los árboles circundantes frutas, pájaros y huevos de ave.

Llevaban entreteniéndose así cosa de una hora cuando Kerchak los convocó, les ordenó que le siguieran y echó a andar en dirección al mar.

Solían trasladarse por tierra, a pie, siempre que se tratara de terreno descubierto, siguiendo la senda de los grandes elefantes cuyas ideas y venidas abrían los únicos caminos existentes a través de los embrollados laberintos de maleza, enredaderas, plantas trepadoras, árboles y arbustos. Los monos caminaban con desmañados movimiento balanceantes, apoyando en el suelo los nudillos de las manos cerradas e impulsando hacia adelante sus corpachones desgarbados. Pero cuando se desplazaban por las enramadas bajas se movían con mayor rapidez. Saltaban de rama en rama con la misma agilidad de sus primos hermanos los micos. Durante todo aquel recorrido, Kala llevó apretado contra su pecho el cuerpecillo sin vida de su cría.

Poco después del mediodía llegaron a un altozano desde el que se dominaba la playa. Allí, a sus pies, se alzaba la casita que, al parecer, era el objetivo de Kerchak.

Había visto caer a muchos de sus congéneres, muertos inmediatamente después de que resonara en el aire el estruendo que producía el bastón negro que empuñaba el extraño mono blanco que vivía en aquella guarida mágica. Y, en su mente bestial, Kerchak había adoptado la determinación de apoderarse de aquel mortífero instrumento y explorar el interior del misterioso cubil.

Anhelaba locamente, con todos sus feroces instintos, hundir los colmillos en el cuello de aquel extraño ser al que había aprendido a odiar y a temer. Tal era la razón por la que frecuentemente se acercaba allí con su tribu, para reconocer el terreno, a la espera de la oportunidad de coger desprevenido al simio blanco.

Últimamente se abstenían de atacar e incluso de dejarse ver; porque en cada ocasión que lo hicieron, el pequeño palo rugió fragorosamente y su terrible mensaje de muerte acabó con algunos miembros de la tribu.

Aquel día no se observaba el menor rastro del hombre por los alrededores y, desde la atalaya en que se encontraban, los monos vieron que la puerta de la cabaña estaba abierta. Despacio, cautelosa y silenciosamente, se deslizaron por la selva hacia la pequeña construcción. No hubo gruñidos ni fieros gritos rabiosos: el palito negro les había enseñado a aproximarse sin hacer el más leve ruido susceptible de despertarlo.

Fueron avanzando poco a poco y, por último, el propio Kerchak se llegó a la puerta y asomó sigilosamente la cabeza para echar un vistazo al interior. Tras él iban dos machos y, a continuación, Kala, que seguía estrechando contra el pecho el cadáver de su hijo. Dentro de la guarida vieron al extraño mono blanco con medio cuerpo echado sobre la mesa y la cabeza enterrada entre los brazos. En el lecho había una figura cubierta por una lona y de una minúscula y rústica cuna se elevaban los lloriqueantes gemidos de un cachorro.

Kerchak entró silenciosamente, encogido sobre sí mismo, preparado para atacar. En aquel momento, John Clayton se incorporó con súbito impulso y su mirada tropezó con los simios.

El cuadro que vieron sus ojos debió de inundarle de horror, porque allí, en la misma puerta, pero dentro de la estancia, se hallaban tres enormes monos, detrás de los cuales se arracimaban varios más; no llegó a saber cuántos, porque sus revólveres colgaban en la pared del fondo, junto al rifle, y Kerchak desencadenaba ya su asalto.

Cuando el mono rey soltó la desmadejada figura de quien había sido John Clayton, lord Greystoke, proyectó su atención sobre la cunita; pero Kala se le adelantó y, antes de que el gran simio alargase las manos, la mona se había apoderado ya de la criatura con rápido movimiento y, sin dar tiempo a Kerchak para que le cortara el paso, salió disparada hacia la puerta, cruzó el umbral y se refugió en la copa de uno de los árboles más altos.

Al tiempo que cogía el niño de Alice Clayton, Kala dejó caer el cadáver de su retoño en la cuna vacía; porque los gemidos de aquella criatura viva despertaron en el pecho de la mona el estímulo maternal que el hijo muerto ya no podía alentar.

En las ramas superiores de aquel árbol gigantesco, la mona apretó contra sí el gimoteante chiquillo y el instinto, tan predominante en el ánimo de aquella fiera como lo había sido en el de la tierna y hermosa madre —el instinto del amor materno—, no tardó en transmitir sus ondas tranquilizadoras al cerebro medio formado del cachorro de hombre, que al instante dejó de llorar. Después, el hambre colmó el foso que los separaba y el hijo de un lord inglés y una dama inglesa se amamantó en el pecho de Kala, la gran mona salvaje.

Mientras, los simios que se encontraban en el interior de la cabaña examinaban cautelosamente lo que contenía aquella insólita guarida.

Una vez convencido de que Clayton estaba muerto, Kerchak dedicó su atención a lo que yacía sobre la cama, cubierto por un trozo de vela de barco.

Cautelosamente levantó una esquina del sudario, pero cuando vio el cuerpo de la mujer que había debajo tiró con brusquedad de la lona y cogió entre sus peludas manazas la blanca e inmóvil garganta.

Un momento después hundía profundamente los dedos en la fría carne y, al percatarse de que la mujer ya estaba muerta, se apartó de ella para examinar el resto de lo que había en el cuarto; no volvió a perder el tiempo con los cadáveres de lady Alice o sir John. Captó su atención el rifle que colgaba en una de las paredes; era el extraño palo, ensordecedor y mortífero cuya posesión llevaba meses anhelando; pero ahora que lo tenía a su alcance casi le faltaba valor para cogerlo.

Se fue acercando a aquel objeto, con toda la prudencia del mundo, listo para emprender la retirada precipitadamente si aquel barrote soltaba alguno de los profundos bramidos que Kerchak ya había escuchado en otras ocasiones, cuando encañonaba a aquellos miembros de su tribu que, impulsados por la ignorancia o la imprudencia, atacaban a aquel prodigioso simio blanco que lo esgrimía.

En lo profundo del cerebro de la bestia algo le aseguró que aquel bastón tonante sólo era peligroso cuando lo empuñase alguien que supiera manipularlo, pero tuvieron que transcurrir varios minutos antes de que el mono se decidiera a tocarlo. En vez de hacerlo en seguida, anduvo de un lado a otro del cuarto, paseándose por delante del rifle y volviendo la cabeza para que ni por un segundo dejaran sus ojos de contemplar aquel objeto de deseo.

Se valía de sus largos brazos como un hombre utiliza las muletas, mientras su cuerpo se bamboleaba a derecha e izquierda al ritmo de las zancadas de sus idas y venidas. Todo ello sin dejar de emitir profundos gruñidos que de vez en cuando alternaba con alguno de aquellos alaridos penetrantes, sin duda el sonido más aterrador de toda la jungla. Se detuvo por fin frente al arma. Alzó despacio una de sus manos enormes hasta casi tocar con los dedos el brillante cañón del rifle, pero la retiró con brusquedad y reanudó sus celéricos pasos. Fue como si con aquel despliegue de osadía y con la ayuda de su salvaje vozarrón, la enorme bestia tratara de infundirse el suficiente valor para empuñar el rifle. Volvió a detenerse delante del arma y en esa oportunidad consiguió el objetivo de llevar su mano reacia hasta el frío acero… sólo para retirarla automáticamente y emprender de nuevo su nervioso paseo.

La extraña ceremonia se repitió varias veces, pero de una para otra el mono fue adquiriendo confianza hasta que, finalmente, el rifle abandonó el gancho del que colgaba y las manos del gigantesco simio lo sostuvieron.

Al comprobar que no le causaba ningún daño, Kerchak procedió a estudiarlo con más interés. Sus dedos la recorrieron de un extremo a otro, miró por el agujero de la boca hacia las negras profundidades internas del cañón, acarició el punto de mira, la recámara, la culata y, por último, el gatillo.

Mientras realizaba aquellas operaciones, algunos monos habían entrado en la cabaña y permanecían sentados en el suelo, junto a la puerta, con la mirada fija en el cacique de la tribu. Los de fuera, apiñados ante la entrada, extendían el cuello para echar un vistazo a lo que pasaba dentro. Inopinadamente el dedo de Kerchak apretó el gatillo. Se produjo un rugido ensordecedor en la pequeña estancia y los monos que estaban a un lado y otro de la puerta tropezaron atropelladamente y cayeron unos sobre otros en su frenética precipitación fugitiva.

Kerchak se llevó también un susto de muerte, tan aterrado se quedó que ni siquiera tuvo ánimo suficiente para arrojar lejos de sí el objeto causante de aquel estrépito terrible. El simio salió disparado hacia la puerta, con el rifle aún firmemente apretado en su mano.