– Llevó la mano al mango de su cuchillo.

–¡Billah! ¡No! – gritó Motlog-. Hemos cogido esclavos en esta región. Están con nosotros y algunos escaparán. Supón que llevan al fandí la noticia de que nuestro gran jeque le ha matado. Ninguno de nosotros viviría para regresar a Beled al-Guad.

–Entonces, llevémosle ante Ibn Jad enseguida, para que cargue con toda la responsabilidad -sugirió Fahd.

–Wallah, hablas con sensatez -dijo Motlog-. Lo que haga el jeque con este hombre es asunto suyo. ¡Vamos!

Cuando regresaron donde se encontraba Tarzán, éste los miró con aire inquisidor.

–¿Qué habéis decidido hacer conmigo? – preguntó-. Si sois sensatos me cortaréis las ataduras y me llevaréis ante vuestro jefe. Deseo hablar con él.

–Nosotros somos unos pobres hombres -dijo Motlog-. No nos corresponde decir lo que hay que hacer, y por tanto te llevaremos ante nuestro jeque y él decidirá.

El jeque Ibn Jad, del fandí al-Guad, estaba sentado en cuclillas en el compartimiento abierto de hombres de su bait as-sh'ar, y a su lado, en el mukab de su casa de pelo, estaba sentado Trollog, su hermano, y un joven beduino, Said, quien, sin duda alguna, encontraba menos atracción en la compañía del jeque que en la proximidad de su harén, cuyos alojamientos estaban separados del mukab únicamente por una cortina que llegaba hasta la altura del pecho, suspendida entre los palos del bait, lo que permitía vislumbrar ocasionalmente a Ateja, la hija de Ibn Jad. En ocasiones, también a Hirfa, su esposa, cosa que no aumentaba en absoluto la temperatura de Said.

Mientras los hombres conversaban, las dos mujeres se ocupaban de las tareas propias de un ama de casa. Hirfa metía cordero en un gran jidda de hierro para hervirlo durante la próxima comida, mientras Ateja confeccionaba sandalias con una vieja bolsa de piel de camello impregnada con el jugo de los dátiles que había contenido durante muchos rahlak. Entretanto, no se perdían ni una palabra de la conversación que tenía lugar en el mukab.

–Hemos recorrido mucho camino sin extraviarnos -observó Ibn Jad-, y el camino ha sido más largo porque no deseaba pasar por al-Habash; de lo contrario, los habitantes de esa región nos habrían atacado o seguido. Ahora podemos volver hacia el norte y entrar en al-Habash cerca del lugar donde el mago predijo que encontraríamos la ciudad del tesoro de Nimnir.

–¿Y crees que encontraremos fácilmente esta ciudad de fábula, una vez nos hallemos en los límites de al-Habash? – preguntó Tollog, su hermano.

–Sí, Wallah. La gente de tan al sur de al-Habash lo conocen; el propio Fejjuan es un habashí, y aunque nunca ha estado allí, oyó hablar de ello cuando era niño. Haremos prisioneros y, por la gracia de Alá, encontraremos la manera de tirarles de la lengua y arrancarles la verdad.

–Por Alá, espero que no sea como el tesoro que hay en la gran roca al-hawwars, de la llanura de Medain salih -observó Said-. Lo guarda un efrit en una torre de piedra, y dicen que si el tesoro saliera de allí, el desastre se abatiría sobre la humanidad; los hombres se volverían contra sus amigos e incluso contra sus hermanos, los hijos de sus padres y madres, y los reyes del mundo librarían batalla unos contra otros.

–Sí -reafirmó Tollog-, oí decir a uno de los Hazim del fandí que un sabio magrebí llegó allí en uno de sus viajes, y consultando los signos cabalísticos de su libro de magia descubrió que en verdad el tesoro se encontraba allí.

–Pero no osó tocarlo -dijo Said.

–¡Billah! – exclamó Ibn Jad-. Pero no hay ningún efrit que proteja los tesoros de Nimmr. Nada más que carne y sangre Habush, a la que podemos vencer. Podremos llevarnos el tesoro.

Alá quiera que sea tan fácil de encontrar como el tesoro de Geryeh -observó Said-, que está a una jornada al norte de Tabuk en las antiguas ruinas de una ciudad amurallada. Allí, cada viernes, las piezas de dinero salen de la tierra y corren por el desierto hasta la puesta de sol.

–En cuanto lleguemos a Nimmr, no habrá ninguna dificultad en hallar el tesoro -los tranquilizó Ibn Jad-. Lo difícil será salir de al-Habash con el tesoro y la mujer. Si es tan hermosa como dijo el Sahar, los hombres de Nimmr la protegerán con mayor encono que al tesoro.

–A menudo los magos mienten -advirtió Tollog.

–¿Quién viene? – preguntó Ibn Jad, mirando hacia la jungla que rodeaba el manzil.

–¡Billah! Son Fahd y Motlog que regresan de su cacería -dijo Tollog-. Quiera Alá que traigan carne y marfil.

–Regresan demasiado pronto -dijo Said.

–Pero no vienen con las manos vacías. – Ibn Jad señaló al gigante desnudo que acompañaba a los cazadores.

El grupo que rodeaba a Tarzán se aproximó al bait del jeque y se detuvo. Envuelto en su sucio zob de calicó, y con la cabeza y la parte inferior de la cara cubierta por un pañuelo, Ibn Jad sólo exponía dos ojos malvados al atento escrutinio del hombre mono, que incluía a la vez el rostro marcado por la viruela y de mirada furtiva de Tollog, el hermano del jeque, y el semblante no mal parecido del joven Said.

–¿Quién es aquí el jeque? – preguntó Tarzán en tono autoritario, algo que no casaba con las ataduras de sus muñecas.

Ibn Jad permitió que el thorrib cayera de su rostro.

–Wallah, yo soy el jeque -dijo-, y ¿por qué nombre se te conoce a ti, nasraní?

–Me llaman Tarzán de los Monos, musulmán. – Tarzán de los Monos -musitó Ibn Jad-. He oído ese nombre.

–Sin duda. No es desconocido para los cazadores de esclavos árabes. ¿Por qué razón, entonces, habéis venido a mi región, sabiendo que no permito que mi gente sea esclavizada?

–No hemos venido por esclavos -le aseguró Ibn Jad-.