Durante tres días, los árabes avanzaron despacio hacia el norte, hacia el Habash. Durante tres días, Tarzán de los Monos permaneció en el pequeño claro, atado e indefenso, mientras Tantor el elefante hacía guardia. Una vez al día, el gran macho llevaba comida y agua al hombre mono.

Las correas de piel de camello le sujetaban firmemente y no había llegado ninguna ayuda externa que liberara a Tarzán de la creciente incomodidad, ni del peligro que corría en su situación. Había llamado a Manu el mono para que fuera a roerle las ataduras, pero Manu, tan irresponsable como siempre, había prometido y olvidado. Y por ello el hombre mono yacía sin quejarse, a la manera de las bestias, esperando pacientemente a ser liberado, lo que sabía que podría llegar en forma de muerte.

En la mañana del cuarto día Tantor dio muestras de inquietud. Sus breves incursiones en las proximidades habían agotado la provisión de comida para él y su carga. Quería avanzar y llevarse a Tarzán; pero el hombre mono estaba convencido de que penetrar más en la región de los elefantes reduciría sus posibilidades de recibir ayuda, pues tenía la sensación de que el único habitante de la jungla que podría liberarle era mangani el gran simio. Tarzán sabía que ya se encontraba prácticamente fuera de los límites de la región de mangani, aunque existía una remota posibilidad de que pasara por allí un grupo de los grandes antropoides y le descubrieran, mientras que si Tantor le llevaba más al norte, perdería para siempre la posibilidad de ser liberado.

Tantor quería irse. Dio unos golpecitos a Tarzán con su trompa para que se diese la vuelta. Después lo levantó del suelo.

–Déjame, Tantor dijo el hombre mono, y el paquidermo obedeció, pero se volvió y se alejó. Tarzán le observó cruzar el claro para ir hasta los árboles del otro lado. Allí Tantor vaciló, se paró, se volvió. Miró a Tarzán y lanzó un bramido. Escarbó en la tierra con uno de sus grandes colmillos, parecía enojado.

–Ve a comer -dijo Tarzán- y vuelve. Tal vez mañana venga el mangana.

Tantor volvió a bramar, giró en redondo y desapareció en la jungla. Durante largo rato el hombre mono escuchó cómo se alejaban las pisadas de su buen amigo.

–Se ha ido musitó-. No se lo reprocho. Quizá sea mejor así. ¿Qué importa lo que haya para comer hoy, mañana o pasado?

El día fue transcurriendo. El silencio del mediodía reinaba en la jungla, donde tan sólo los insectos se movían. Molestaban a Tarzán igual que a las otras bestias de la jungla, pero él era inmune al veneno de sus aguijones, gracias a haber sido inoculado con él durante toda su vida.

De repente oyó un gran revuelo entre los árboles. El pequeño Manu y sus hermanos, hermanas y primos se acercaban al claro como una manada enloquecida, gritando, charlando y riñendo entre las ramas.

¡Manu! -llamó Tarzán-. ¿Qué ocurre?

–¡Los mangani! ¡Los mangana! – gritaron los monos.

–¡Ve a buscarlos, Manu! -ordenó el hombre mono.

–Tenemos miedo.

–Subid a las ramas más altas y llamadlos -instó Tarzán-. Allí no pueden alcanzaros. Decidles que uno de los suyos está indefenso. Decidles que vengan a liberarme.

–Tenemos miedo.

–No pueden alcanzaros en las ramas de arriba. ¡Id! Serán vuestros amigos.

–No pueden trepar a las ramas superiores -declaró un viejo mono-. Iré yo.

Los demás, que se habían detenido, se volvieron y observaron al viejo de barba gris mientras se alejaba rápidamente trepando por entre las ramas de los grandes árboles. Tarzán esperó.

Entonces oyó los profundos sonidos guturales de los de su especie, los grandes simios, los mangani. Quizás entre ellos habría alguno que le conociera.