Quizás al-Habash no estaba muy lejos. Durante meses, Ibn Jad había viajado hacia el sur y ahora llevaban mucho tiempo marchando hacia el este, por lo que al-Habash debía de estar cerca. Cuando estuviera seguro de ello, sus días de esclavitud habrían terminado, e Ibn Jad perdería a su mejor esclavo.
A dos días de marcha, en el extremo sur de Abisinia, se encontraba la redonda morada del padre de Fejjuan, prácticamente en la ruta apenas trazada que Ibn Jad había planeado no hacía ni un año, cuando había emprendido esa descabellada aventura siguiendo el consejo de un sahar erudito, mago reputado. Pero Fejjuan ignoraba la ubicación exacta de la casa de su padre y los planes exactos de Ibn Jad. No hacía sino soñar, y sus sueños estaban jalonados de carne cruda.
Las hojas de la selva dormitaban bajo el calor, por encima de las cabezas de los cazadores. Bajo las hojas de otros árboles, más adelante, a un tiro de piedra, Tarzán y Tantor sesteaban momentáneamente, amodorradas sus facultades perceptivas por el efecto calmante de la seguridad imaginaria, y por la somnolencia, corolario del mediodía ecuatorial.
Fejjuan, el esclavo de Galla, se paró en seco, deteniendo a los que iban detrás de él con el silencioso mandato de una mano levantada. Ante él, vislumbrado entre los troncos a través del follaje, oscilaba el bulto gigantesco de al-fil. Fejjuan hizo señas a Fahd, quien con cautela se colocó junto al negro. El esclavo de Galla señaló entre el follaje hacia un pellejo gris y Fahd se llevó al hombro al-Lazzarí, su antiguo arcabuz. Hubo un destello, un estallido de humo, un rugido, y al-fil, ileso, se precipitó selva adentro.
Cuando Tantor echó a andar al oír el disparo, Tarzán se incorporó y se sentó en el mismo instante en que el paquidermo pasaba por debajo de una rama baja, que golpeó al hombre mono en la cabeza y le hizo caer al suelo, donde quedó inconsciente.
Aterrado, Tantor sólo pensaba en escapar mientras corría hacia el norte, dejando a su paso árboles caídos y arbustos pisoteados. Quizá no sabía que su amigo yacía indefenso y herido, a merced del enemigo común, el hombre. Tantor no consideraba a Tarzán un tarmangani, pues el hombre blanco era sinónimo de incomodidad, dolor, irritación, mientras que para él, Tarzán de los Monos era sinónimo de compañía, paz, felicidad. De todas las bestias de la jungla, excepto las de su propia especie, sólo confraternizaba con Tarzán.
—¡Billah! Habéis fallado —exclamó Fejjuan.
—¡Gluck! —exclamó Fahd—. Sheytan ha guiado la bala. Pero veamos, quizás al-fil está herido.
—No, habéis fallado.
Los dos hombres avanzaron seguidos por sus compañeros, buscando el tan esperado rastro de sangre. Fahd se paró de pronto.
—¡Wallah! ¿Qué tenemos aquí? —preguntó en voz alta—. He disparado al al-fil y he matado a un nasraní.
Los demás se acercaron a él.
—En verdad es un perro cristiano, y está desnudo —dijo Motlog.
—O un hombre salvaje de la jungla —sugirió otro—. ¿Por qué tu bala le ha dado a él, Fahd?
Se agacharon y dieron la vuelta a Tarzán.
—No tiene ninguna señal de bala.
—¿Está muerto? A lo mejor también él cazaba al al-fil y la gran bestia le mató.
—No está muerto —anunció Fejjuan, arrodillado y con una oreja sobre el corazón del hombre mono—. Vive. A juzgar por la señal que tiene en la cabeza, creo que está inconsciente porque ha recibido un golpe. Mirad, está en el camino por el que se ha ido corriendo al-fil; le ha derribado al huir.
—Le remataré —dijo Fahd, sacando su juxa.
—¡No, por Alá! Guarda ese cuchillo, Fahd —ordenó Motlog—. Deja que el jeque diga si hay que matarle. Tú siempre tan sediento de sangre.
—No es más que un nasraní —insistió Fahd—. ¿Piensas llevarlo de nuevo al manzil?
—Se mueve —dijo Fejjuan—. Será capaz de andar sin ayuda. Pero quizá no venga con nosotros. ¡Mirad! Tiene el tamaño y los músculos de un gigante. ¡Wallah, qué hombre!
—Átale —ordenó Fahd.
Así pues, ataron con tiras de pellejo de camello las dos muñecas del hombre mono sobre su vientre, lo que les llevó un rato. Se dieron un gran susto cuando Tarzán abrió los ojos y los examinó lentamente de la cabeza a los pies. Meneó la cabeza, como un gran león, y entonces sus sentidos se despejaron.
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