Y después de todo…, después de todo (aquí, de manera insensible, se irguió, presentándosele, como le sucedía muy pocas veces, el sentimiento de su propia belleza)…, después de todo, en general no le resultaba difícil hacerse agradable a otras personas; George Manning, por ejemplo; el señor Wallace; pese a ser famosos, venían a verla una velada, con toda calma, para hablar a solas junto al fuego. Llevaba consigo a todas partes, le era imposible no saberlo, la antorcha de su belleza; la llevaba bien derecha en cualquier habitación en la que entraba y, después de todo, por mucho que tratara de esconderla y rehuyera la monotonía de soportar lo que aquello le imponía, su belleza saltaba a la vista. La habían admirado. Había sido amada. Había entrado en habitaciones donde se encontraban personas que lloraban algún difunto. Habían corrido lágrimas en su presencia. Hombres, y también mujeres, olvidados de la complejidad del mundo, se habían permitido con ella el alivio de la simplicidad. La ofendía que el señor Carmichael la rehuyera. Se sentía herida. Y además su actitud no era clara, no era tajante. Aquello era lo que más le importaba, produciéndose como se producía a continuación del descontento que le había hecho sentir su marido; lo que más la afectaba ahora, cuando el señor Carmichael pasaba cerca, caminando lentamente, con un libro bajo el brazo y calzado con zapatillas amarillas, y se limitaba, ante sus preguntas, a asentir con la cabeza, era que sospechaba de ella; y la posibilidad de que todo aquel deseo suyo de dar, de ayudar, fuese vanidad. ¿No era su propia satisfacción el motivo de que deseara tan instintivamente ayudar, dar, de manera que la gente dijese de ella: «¡Oh, señora Ramsay! Querida señora Ramsay… ¡La señora Ramsay, por supuesto!», y la necesitaran y mandaran a buscarla y la admirasen? En el fondo no era otra cosa lo que quería y, por consiguiente, cuando el señor Carmichael la evitaba, como hacía en aquel momento, dirigiéndose hacia algún rincón donde se dedicaba interminablemente a los acrósticos, no sólo se sentía desairada, sino que tomaba conciencia de la mezquindad de alguna parte de su ser y también de las relaciones humanas, qué imperfectas son, qué despreciables, qué egoístas, en el mejor de los casos. Ahora que descuidaba a veces su arreglo personal, que el desgaste de la vida la había agotado y que no era ya, casi con toda seguridad (las mejillas hundidas, el cabello blanco), un objeto que llenara de alegría los ojos que la contemplaban, lo mejor que podía hacer era consagrarse a «La mujer del pescador» y aplacar de aquel modo el manojo de nervios que era James (sin duda alguna el más susceptible de sus hijos).

—El hombre sintió un peso en el corazón —leyó en voz alta— y no quiso ir. Se dijo: «No es justo». Y, sin embargo, fue. Y cuando salió al mar el agua era casi de color morado y azul oscuro, y gris y espesa, y mucho menos verde y amarilla, aunque siempre inmóvil. Se quedó allí y dijo…

La señora Ramsay habría deseado que su marido no eligiera aquel momento para detenerse. ¿Por qué no había ido, según su promesa, a ver cómo los chicos jugaban al críquet? Pero el señor Ramsay no dijo nada; se limitó a mirar, a asentir con la cabeza, a aprobar y a seguir adelante. Mientras veía de nuevo el seto que, una y otra vez, había redondeado alguna pausa en la conversación, había llenado de significado alguna conclusión, mientras veía a su mujer y a su hijo, así como los jarrones de piedra con los rojos geranios trepadores que tantas veces habían servido de marco a sus procesos mentales y que llevaban, escritos entre las hojas, como si fueran fragmentos de papel en los que se garrapatean veloces notas de lectura…, el señor Ramsay se dejó llevar, viendo todo aquello, hacia las especulaciones sugeridas por un artículo en The Times sobre el número de norteamericanos que visitan cada año la casa de Shakespeare. Si Shakespeare no hubiera existido, se preguntó, ¿sería hoy muy diferente el mundo? El progreso de la civilización, ¿depende de los grandes hombres? La suerte de un ser humano corriente, ¿es ahora mejor que en tiempos de los faraones? Aunque, se preguntó, la suerte de un ser humano corriente, ¿es el criterio adecuado para juzgar una civilización? Posiblemente no. Posiblemente el bien supremo requiera la existencia de una clase de esclavos. El ascensorista del metro es una necesidad eterna. La idea le pareció muy desagradable y agitó la cabeza. Para evitarla encontraría alguna manera de rechazar la supremacía de las artes. Defendería que el mundo existe para el ser humano corriente; que las artes no pasan de ser una decoración colocada sobre la cumbre de la vida, pero sin darle expresión. Tampoco Shakespeare es necesario para la vida. Sin saber con exactitud por qué quería desacreditar a Shakespeare y rescatar al hombre que permanece eternamente junto a la puerta del ascensor, arrancó una hoja del seto. Todo aquello habría que presentárselo ordenadamente a los jóvenes de Cardiff al cabo de un mes, pensó; allí, en su terraza, él se limitaba a buscar y recoger (tiró la hoja que había arrancado tan malhumoradamente), como un jinete que se inclina desde su cabalgadura para coger un ramillete de rosas, o se llena los bolsillos de nueces y avellanas mientras deambula sin prisas por las sendas y los campos de una región que conoce desde niño. Todo le era familiar: el giro, la escalerita para atravesar una cerca, el atajo que atravesaba el prado. Eran horas las que pasaba así, con su pipa, cualquier tarde, pensando mientras subía y bajaba, mientras recorría los viejos senderos y prados familiares, que llevaban ya para siempre incorporadas, aquí y allá, la historia de una campaña bélica o la vida de un hombre de Estado, junto con poemas y anécdotas, y también figuras: la de este pensador, la de aquel militar; todo vigoroso y nítido; pero, a la larga, el sendero, el campo, el prado, el nogal cargado de frutos y el seto florecido lo conducían hasta aquel último giro del camino donde siempre se apeaba de su montura, ataba el caballo a un árbol, y proseguía el paseo a pie.